
Una lluvia torrencial. Una sudestada que empujó el agua con fuerza. Una madrugada apocalíptica que se sumó al verdadero motivo de la tragedia: una obra hidráulica que había quedado a mitad de camino sin que a nadie pareciera importarle el destino de todo un pueblo.
La noche del 10 de noviembre de 1985, hace exactamente cuarenta años, Villa Epecuén, una localidad de unos 1.500 habitantes en el sudoeste bonaerense que había sido el destino de vacaciones de la aristocracia de la provincia, empezó a sumergirse.
Pasarían unos veinte años para que el agua, que llegó a superar los siete metros de altura, empezara a bajar. De debajo de la inundación que hizo desaparecer el pequeño pueblo emergieron sus ruinas, carcomidas por el agua especialmente salada que las había tapado y por el tiempo que había pasado.
Un destino para los más ricos
Villa Epecuén, a unos 540 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires y cercana al límite bonaerense con la provincia de La Pampa, había nacido en 1921. Fundada por Arturo Vatteone, el secreto del éxito de la villa fue su excepcional cercanía a la Laguna de Epecuén.
La laguna posee un nivel de salinidad excepcionalmente alto, que ha llegado a compararse con las aguas del Mar Muerto. Eso convirtió casi inmediatamente a Villa Epecuén en un destino elegido por quienes buscaban mejorar su salud.

Es que la enorme concentración de minerales del agua de la laguna, así como su condición de aguas termales, dieron a la zona un prestigio y una popularidad inéditos. Incluso la Organización Mundial de la Salud (OMS) llegó a incluir las aguas de la laguna en su categoría de “hipermarinas”, lo que a la vez las abarcaba como aptas para medicina tradicional por su capacidad para tratar padecimientos reumáticos y de la piel.
Las familias más acomodadas de la aristocracia bonaerense empezaron a elegir Villa Epecuén para sus vacaciones y para sus tratamientos. Así, la localidad no paró de crecer en cuanto a la construcción de hoteles, residencias lujosas para sus huéspedes más frecuentes, y también industrias vinculadas a la extracción de sal y sus derivados.
Hacia los años setenta, la época dorada de la localidad del sudoeste bonaerense, vivían allí unas 1.500 personas. Lo más impactante era cómo esa población se multiplicaba durante el verano, cuando llegaban, en las mejores temporadas, unos 25.000 turistas.
Además de las propiedades medicinales que se le atribuían a la laguna, Epecuén se destacaba también por la belleza de su entorno y por una obra arquitectónica que se destacaba por sobre las demás. “El Matadero”, creación del reconocido arquitecto Francisco Salamone, es una creación que combina el art decó con el funcionalismo y ciertos elementos del futurismo.
Obras que empezaron pero no terminaron
Estar tan cerca y depender tanto de la laguna expuso a Epecuén a un escenario inestable. Algunas temporadas, la sequía acechaba y achicaba la cantidad de visitantes, y por ende, la actividad económica del lugar. A la vez, por la irregularidad del caudal de la laguna, también había temporadas de aguas más altas, lo que amenazaba con inundar el pueblo.

En 1975, el gobierno bonaerense puso en marcha la construcción de un canal, el Ameghino, para conectar distintas cuencas y regular el nivel del agua. Pero cuando se produjo el golpe militar de marzo de 1976, la obra, de gran envergadura, se abandonó así como estaba.
Hacia la década del 80, las lluvias tuvieron cada vez más impacto en la localidad. Cada año, la laguna crecía entre 50 y 50 centímetros. Un terraplén de casi cinco metros de altura protegía a Epecuén de esa laguna homónima que no paraba de crecer.
Pero en noviembre de 1985 la tragedia fue inevitable. La Provincia estaba en medio de una emergencia: 4,5 millones de hectáreas de su territorio estaban inundadas, drama que conserva su vigencia. En ese contexto, y con la experiencia de los años anteriores, tanto los habitantes como especialmente los bomberos de la zona advirtieron que el terraplén podía ceder.
Pero ni las autoridades municipales ni las provinciales acusaron recibo. Subestimaron el riesgo y aseguraron que, en caso de haber un eventual desborde, el mismo no superaría los diez centímetros.
La enorme tormenta y la sudestada que se combinaron la noche del 10 de noviembre de 1985 demostraron que los bomberos y los vecinos tenían razón y que las autoridades habían obrado, al menos, con negligencia.

El agua empezó a filtrarse lentamente del otro lado del terraplén, pero finalmente esa contención cedió y el pueblo se inundó. El agua empezó a ocupar Villa Epecuén de forma lenta pero sostenida. Durante quince días hubo un operativo para evacuar a todos -o casi todos, en realidad- los habitantes de la villa.
No hubo muertos, pero ninguno de los pobladores de Epecuén conservó algo de su patrimonio. Perdieron sus casas, sus autos, sus muebles, sus fotos. Las historias de sus vidas. La inundación era tal que los ataúdes del cementerio empezaron a flotar y hubo que trasladarlos al cementerio de Carhué, a siete kilómetros de Villa Epecuén.
Después de la evacuación, la inundación estuvo lejos de aliviarse. En 1987 llegó a su pico máximo y casi una década después de que la laguna venciera al terraplén, Villa Epecuén estaba siete metros bajo el agua.
La aparición del pueblo fantasma
El desborde hídrico cubrió Villa Epecuén durante nada menos que veinte años. Pero hacia 2005 y gracias a obras de infraestructura que impidieron el ingreso de caudales externos, el agua empezó a bajar. Lo que había debajo, lo que emergió de debajo de la inundación, fue un pueblo fantasma, en ruinas. El esqueleto de una localidad con sus autos y bicicletas oxidados, sus árboles muertos, sus casas vacías y arrasadas, todo carcomido por la sal.
Pero ni la inundación ni el resurgimiento de debajo del agua cambiaron el destino de Villa Epecuén, eminentemente turístico. Cuando la localidad estaba bajo agua, había turistas que se acercaban para pasear en bote por sus calles. Pero el verdadero furor fue después de que el agua bajara, tras 2005.

Las ruinas se convirtieron en un atractivo turístico. Desde 2021, el eje turístico del partido bonaerense de Adolfo Alsina son, de hecho, las ruinas de Villa Epecuén. Van sobre todo turistas nacionales e internacionales, fotógrafos y cineastas, que han usado la zona como escenario apocalíptico.
El Matadero, la obra de Salamone, es uno de los puntos más visitados por quienes se acercan a conocer Epecuén en busca de calles abandonadas, restos urbanos y las marcas que dejó la tragedia hídrica. Las propiedades curativas de la laguna, un emblema de la villa, ya no suscitan el interés de la era dorada pero siguen siendo un atractivo del lugar.
El último habitante de un pueblo desierto
Pablo Novak nunca se fue de la zona. Fue el único vecino de Epecuén que se resistió a la evacuación: continuó allí en medio de las ruinas. Tenía una ubicación clave, a doscientos metros del núcleo de la villa. Había construido su casa allí por consejo de su padre, que había recibido a la vez la advertencia de un arquitecto sobre los peligros de las inundaciones en un territorio así.
Lo llamaron “Don Pablo” y también “El solitario de Epecuén”, y los años lo convirtieron en una leyenda del lugar. Nacido en 1930, fue testimonio vivo de la historia de la villa: de su construcción, de su época dorada, de la inundación, de cómo emergió cuando el agua empezó a bajar.

Él y Chozno, su perro, recorrían las ruinas a caballo o en bicicleta. En entrevistas con la televisión argentina, con la BBC y con canales de YouTube de gran popularidad, Pablo contaba hasta el cansancio las historias de su pueblo.
Siempre dijo que disfrutaba de su vida allí, que no quería irse a “empezar de vuelta” a ningún lado. El silencio inimitable de la villa y el canto de los pájaros al amanecer eran de sus cosas favoritas en su día a día. Vivía solo en su chacra, cocinaba con gas de garrafa y tenía instalados paneles solares que le proveían energía eléctrica.
Tan abanderado de su pueblo se volvió Pablo Novak que en 2020 el Municipio de Adolfo Alsina lo reconoció como Embajador Cultural y Turístico del distrito.
El 21 de enero de 2024, a pocos días de cumplir 94 años, murió Novak, el último habitante de Villa Epecuén. Había sufrido un ACV un tiempo antes. Su deseo fue que lo cremaran y esparcieran sus cenizas en las calles de su pueblo.
Desde la muerte de Pablo, Villa Epecuén fue declarado oficialmente como un pueblo desierto. Quedan allí sus ruinas, su esqueleto salado, el recuerdo de una villa que vivió su época dorada y que se hundió por el abandono de las autoridades, pero que nunca fue olvidada.