Hay un momento, al abrir los ojos, en que todavía no nos desprendimos del todo del sueño, pero tampoco acabamos de hacer pie en la consistencia del día. Es un paréntesis, un hiato entre el abandono de la memoria colectiva de la especie, a la que entramos cuando dormimos, y la asunción de la identidad que dejamos colgada en la silla junto a la ropa antes de entregarnos a la almohada y el olvido. Ya volveremos a nosotros, a nuestro yo convencional, tal como el pie vuelve al zapato, pero durante ese instante aún estamos a salvo del acoso de nuestros problemas y de las asignaturas pendientes del día anterior. Un hilo delgado, pero lo suficientemente fuerte, nos mantiene suspendidos en ese tiempo sin tiempo en el que todo puede ocurrir. Una lucidez rara, breve como un relámpago, envía signos que no llegamos a descifrar. Pero no hay inquietud. Nos sentimos bien. Dispuestos.
“Cada mañana era una alegre invitación para hacer de mi vida algo tan sencillo e inocente como la naturaleza misma”, escribe Henry David Thoreau en Walden, el libro en el que narra los dos años, dos meses y dos días que vivió en una cabaña construida con sus manos en los bosques cercanos a la ciudad de Concord, Massachusetts, frente a la laguna de Walden, a mediados del siglo XIX. ¿Podría hacer mía esa frase? Me hice esta pregunta días pasados, mientras volvía a leer el libro en la magnífica edición que lanzó la editorial Errata Naturae, con interesantísimas notas al pie. ¿Siento, al despertar, que estoy ante una invitación?
No hay duda de que ese espacio vacante que se abre entre el sueño y la vigilia es un momento de intimidad no colonizado por el mundo y sus demandas. Algo que puedo llamar mío, aunque paradójicamente supone un cierto olvido del ser o la conciencia, o al menos del control que intentamos ejercer sobre ella. Todavía no hemos sido tomados por el mandato de la productividad, quizá porque una parte nuestra sigue anclada en la oscuridad de la noche y no acaba de despertar. Estamos libres de propósitos y de la conectividad digital, que sin embargo devoraría esa tregua y nos regresaría al flujo implacable del cuerpo eléctrico global si en un movimiento reflejo estiráramos la mano hacia el celular, que acaso espera con los ojos siempre abiertos sobre la mesa de luz. A veces es el mismo preso quien se cierra el grillete alrededor del pie.
La neurobiología confirmó que cuando soñamos durante el sueño REM estamos limpiando las asperezas de nuestra vida emocional
Cuando abrimos los ojos por la mañana, dice Thoreau, es cuando menos somnolientos estamos y por eso ahí despierta una parte de nosotros que después permanece dormitando durante el resto del día. Es, acaso, la hora de las revelaciones. O puede serlo. La clarividencia se activa sin que la llamemos y de pronto, como tocados por los dioses, se arman en una figura perfecta las piezas del rompecabezas con el que nos acostamos la noche previa. Nos dormimos con una pregunta y amanecemos con una respuesta. Otras veces, en cambio, el milagro se nos niega: nos acostamos agobiados por un problema y es el agobio el que nos recibe, intacto, del otro lado del sueño. O peor, despedimos el día ligeros y despreocupados, pero en la mañana siguiente nos despertamos con el peso del mundo encima. ¿Por qué oscilamos, a lo largo de los días, entre un extremo y el otro? ¿De qué depende? ¿De la calidad del sueño? ¿De nosotros mismos?
Uno podría pensar que Thoreau la tenía fácil. Se las arreglaba para esquivar el trabajo rutinario y, libre de ataduras, pasaba los días tejiendo sus ideas mientras vagabundeaba por los paisajes agrestes de Nueva Inglaterra. Pero, en el otro extremo, tenemos el ejemplo de Hirayama, el protagonista de Días perfectos, la película de Wim Wenders. El hombre se encarga de limpiar los baños públicos de Shibuya, un barrio de Tokio. Difícil pensar en un trabajo más ingrato. Sin embargo, en la sencillez de una casa mínima y casi sin objetos (acaso, en su austeridad, no tan distinta de la cabaña de Thoreau), despierta cada mañana como si se asomara a una aventura. Cuando sale afuera, al alba, se detiene unos segundos y mira al cielo. Así día tras día. No se sabe qué espera encontrar, porque el cielo es siempre el mismo, pero lo que sea que encuentra le despierta una íntima satisfacción que se refleja en una sonrisa levísima.
Esa conexión con el cielo cambiante sugiere un paralelo entre el personaje de Wenders y el autor de Walden. Parece claro que ambos han logrado fusionar sus propios ritmos con los ritmos naturales del día, como si pudieran llevar encima, a lo largo de la jornada, ese tiempo personal propio del primer despertar, que los afinca en el presente y los libra de esa fiebre, hoy tan extendida, que impulsa a quemar el instante en beneficio de lo que está siempre por llegar.
Lo leí hace poco: la neurobiología confirmó que cuando soñamos durante el sueño REM estamos limpiando las asperezas de nuestra vida emocional. Eso promovería un amanecer apacible. Thoreau, sin embargo, era partidario de tomar el asunto en sus manos. “Afectar la calidad del día, esa es la más elevada de las artes”, escribió en su libro clásico. Tal vez por eso no limitaba el despertar solo al momento del día en el que, tendidos en la cama, abrimos los ojos y emprendemos el camino de regreso a la vigilia: “No importa lo que digan los relojes o las actitudes y el trabajo de los hombres. La mañana llega cuando estoy despierto y hay en mí un amanecer”. La revelación, la posibilidad, el recomenzar. Siempre.