Además de las arenas movedizas —un miedo infantil fundamental de todo niño que había transitado el mundo de ficciones televisivas de los setenta—, me aterraba la idea de pisar espinas. Un terror desmedido e inexplicable, muy superior al pinchazo que efectivamente podía sufrir. Respiraba hondo al salir de la pileta, porque se abría ante mí ese abismo de pasto verde que tenía que atravesar descalza, tratando de sortear plantas malas que hacían todo lo posible por confundirse entre sus inocentes compañeras. Solía esperar que alguien empezase la travesía antes que yo y cuando veía que habían completado una buena porción del trayecto preguntaba: “¿Hay pinches?”. Si la respuesta era afirmativa clavaba la mirada en el suelo tratando de identificar las especies traicioneras como quien atraviesa un campo minado. Buscaba esas que escondían una minúscula esfera de espinas secas, pero siempre sabiendo que la victoria del pie izquierdo podía ser el fracaso del derecho y que era posible terminar en un alarido, rengueando hasta la costa segura de baldosas solo para quitar las espinitas de los pies arrugados después de horas en el agua.
La otra noche salí a jardín en una de mis habituales cacerías de yuyos, probablemente una de las actividades más terapéuticas para una jardinera principiante. En una combinación de presbicia e impericia confundí una ortiga con un yuyo e intenté arrancarlo con la mano desnuda y un exceso de determinación. Ni agua ni hielo ni jabón lograron calmar el ardor y las yemas de los dedos latieron rítmicamente mientras intenté escribir.
“Las ortigas estaban por todas partes, la vanguardia del ejército”, escribe Daphne du Maurier en su novela Rebecca cuando recrea el jardín de Manderley, la finca ancestral de la familia De Winter, y la frase es citada por Penélope Lively, otra mujer inolvidable, en su libro Vida en el jardín. Efectivamente se trata de un ejército implacable. Quedo dolorida todo un día. Ahora procedo con recaudo. Sé que esperan para atacar. Urtica dioica, veo que se llaman; suena más a un maleficio de Harry Potter que al nombre de una planta. Tengo que recordar hacerlo cuando hay buena luz y se puedan diferenciar los tallos y hojas repletos de minúsculas agujitas ponzoñosas. Nunca más en la oscuridad.
Ahora bien, hay jardines que florecen cuando el resto del mundo duerme. Si bien en su mayoría son pensados para lucirse durante el día, desde la antigüedad algunas civilizaciones imaginaron jardines que se abren a la noche, no para el sol sino para la luz plateada de la luna. Jardines blancos, jardines lunares.

Al atardecer, los anaranjados, rojos, azules y violáceos que tanto llamaban la atención durante el día comienzan a desvanecerse, dándole lugar a las flores blancas y los follajes plateados. Cuando ya no hay luz es prácticamente imposible distinguir un rojo oscuro de un azul o un violeta: solo las plantas con flores de pétalos claros o blancos que reflejan longitudes de ondas frías, amplificando la luz natural, podrán ser vistas bajo la luz de la luna. Jazmines, lirios, damas de noche, nardos y madreselvas tendrán su turno para brillar y desprender sus aromas. ¿Por qué lo hacen de noche?
Las flores nocturnas, tanto las que florecen como las que desprenden fragancia, son uno de los fenómenos más fascinantes de la naturaleza. Algunas están adaptadas para atraer a polinizadores nocturnos como polillas, murciélagos y ciertas especies de abejas. Lo hacen con su claridad, para ser mejor vistas, y otras liberan sus fragancias más intensas al anochecer, cautivando a animales y humanos por igual.
Un puñado al día de este alimento puede reducir la inflamación y fortalecer las defensas
Uno de los primeros jardines lunares de los Estados Unidos, diseñado en 1833 por Benjamin Poore en Indian Hill, Massachusetts, tenía dos parterres de 213 metros de largo y 4,2 metros de ancho cada uno, repletos de aliso blanco, narcisos, lilas, almendros en flor, lirios y otras plantas perennes, además de arbustos de flores blancas. A fin de completar el efecto de su jardín lunar el buen hombre había sumado unas cuantas vacas blancas para que pastaran en el lugar, palomas y hasta un perro al tono.
Pero si de jardines blancos se trata, seguramente el de la escritora y poeta inglesa Vita Sackville-West y su marido Harold Nicholson en el castillo de Sissinghurst en Kent, sea uno de los más famosos. Para 1950 lo habían llenado de rosas blancas, peonías, lirios, hortensias, campanillas, achilleas y anémonas japonesas. Solía decirse que la arcada del rosal central que llevaba al jardín blanco llegaba al pico de su esplendor el fin de semana de las finales de Wimbledon, aunque el calentamiento global parece haber adelantado un poco ese momento. Todo, en palabras de Vita, “con un fino descuido y una belleza que debía verse sin esfuerzo”. Las fotos que veo del jardín blanco en una nota del nieto de Vita, Nicholas Harold, lo muestran de noche, el momento en que más lo disfrutaban, atravesándolo a paso lento de regreso de una cena. Con suerte, dice, cuando los blancos brillan en la oscuridad y los verdes absorben la poca luz que hay, justo en ese momento, una pálida lechuza de campanario puede pasar volando.
El ardor de la ortiga ya se calmó. Mi pequeñísimo jardín no es completamente blanco, está lleno de color, pero en las noches de verano el jazmín que ya empezó a trepar por el cerco larga su perfume y me gusta mirarlo un rato antes de subir a dormir.
