Cada tanto, un caso nos recuerda que el arte no es solo belleza o inversión, sino también memoria y justicia. La reciente noticia sobre la demanda judicial planteada por los herederos de una familia de origen judío contra el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York por haber albergado durante años una pintura de Van Gogh que les había sido confiscada –que se suma a tantas otras exigiendo la restitución de obras de origen dudoso, como la que se tramita en los tribunales federales de Mar del Plata– vuelve a plantear una pregunta incómoda: ¿qué ocurre cuando alguien –en el caso, un museo– conserva o compra piezas que, en su pasado, fueron robadas o confiscadas?
Durante años, el mercado del arte se movió entre silencios y omisiones. Bastaba una factura o un certificado para dar por buena una adquisición. Pero el siglo XX nos dejó demasiadas historias de expolio: colecciones arrebatadas, patrimonios familiares dispersos, museos enriquecidos con el dolor ajeno.
A diferencia del derecho continental europeo, el anglosajón no reconoce la figura del “tercero adquirente de buena fe”. Quien compra una obra robada, aunque lo ignore, no se convierte en su propietario. Esa regla, tan severa como justa, permitió la devolución de centenares de obras a las familias despojadas por el nazismo. En cambio, en los países de tradición civilista —como la Argentina— el equilibrio entre la seguridad jurídica y la reparación histórica sigue siendo un terreno frágil.
Por eso, los Principios de Washington de 1998 y la Declaración de Terezín de 2009 fueron un hito: ambos instrumentos internacionales establecen que los bienes culturales expoliados deben ser restituidos, y que los Estados tienen el deber de cooperar para lograrlo. La Argentina los suscribió –y lo divulgó ruidosamente–, y eso la obliga a actuar con transparencia y prudencia en todo lo que concierne al patrimonio artístico.
Los museos, más que nadie, deben ser conscientes de esa responsabilidad. Cada adquisición, cada préstamo y cada donación exige verificar la procedencia. No se trata de desconfiar, sino de cumplir con un deber ético: garantizar que las colecciones públicas no perpetúen injusticias privadas.
La buena fe ya no consiste en creer, sino en verificar. En eso se juega, también, la credibilidad cultural de un país.
