Los planetas nuevamente están alineados para un presidente que, tras la tan sorpresiva como categórica victoria electoral del pasado 26 de octubre, parece estar viviendo una nueva e inédita “luna de miel”.
Cuando tras la derrota bonaerense en septiembre, como corolario de la larga saga de errores no forzados, improvisaciones, escándalos, e internas, sumada a la evidente mala praxis tanto en la gestión política como en aspectos centrales del plan económico, la realidad parecía empujar al gobierno hacia el abismo, el salvataje financiero de los Estados Unidos y el inesperado mensaje de las urnas resucitó un proyecto libertario que parecía haberse agotado anticipadamente.
Nuevamente Milei volvió a dominar la escena, hegemonizar la agenda y monopolizar la iniciativa política, tras largos meses de duras derrotas parlamentarias y un repliegue defensivo. Al igual que sucedió tras su fulgurante ascenso al poder en 2023, Milei parece encontrarse otra vez con un terreno yermo, sin contrapesos significativos en una oposición que oscila entre las internas fratricidas y la insignificancia, con una asociación estratégica sin precedentes con Estados Unidos, y con un viento favorable que insufla un impulso enérgico y constante para avanzar.
Una situación a todas luces sorprendente para un gobierno que hasta hace muy poco, y tras 23 meses de desmesura, exceso de confianza y groseros errores de cálculo, parecía a punto de naufragar en aguas turbulentas y hoy se encuentra atravesando un mar de tranquilidad, con un horizonte que luce despejado y sin frentes de tormenta a la vista para navegar en la búsqueda de las promesas no solo de regeneración del sistema político sino fundamentalmente de recuperación de una senda de crecimiento que saque al país de la decadencia.
Una segunda oportunidad que raras veces la política concede, y que Milei no solo debería aprovechar sino saber interpretar sin apelar al triunfalismo y la euforia tan caras a la personalidad del primer mandatario. No se trata de un tema en absoluto menor, no solo a la luz de los atributos de liderazgo que ha exhibido el propio Milei durante el primer tramo de su mandato, sino ante una apertura y moderación que había sido exigida por Washington y prometida hacia el final de la campaña que, tras la victoria, parece haberse quedado en meros gestos simbólicos o cosméticos.
No solo porque los cambios en el gabinete parecen haber consolidado una estructura de poder aún más concentrada, porque no parecen haberse revisado prácticas ni decisiones con perspectiva autocrítica, o no parecen haberse admitido errores en un programa económico que el presidente considera sin fisuras, sino fundamentalmente porque el propio Milei no parece dispuesto a ceder en su pulsión megalómana.
En un contexto que luce muy favorable para el oficialismo, no pareciera hasta ahora haber espacio para un diálogo amplio, para una actitud de apertura hacia voces que plantean diferencias o matices y, mucho menos, para la tan inevitable como necesaria voluntad de ceder como precondición ineludible para construir acuerdos sólidos y consensos duraderos.
Lo cierto es que el ingreso de Diego Santilli, que a priori podía interpretarse como evidencia de un giro dialoguista y una vocación acuerdista, ya comienza a plantear algunas incógnitas de cara a los desafíos que vienen. Más allá de ciertos gestos que dan cuenta de un acotado margen de maniobra y de una vigilancia permanente por parte de Karina Milei, conforme el experimentado dirigente del PRO suma horas de reuniones y kilómetros recorridos, comienza a generar entre sus interlocutores una inquietud que podría eventualmente transformarse en malestar: por ahora no pareciera haber una convocatoria a negociar sino más bien una invitación a sumarse y acompañar lo que el gobierno ya decidió. En todo caso, el Presupuesto 2026 será un test importante para dimensionar la profundidad y los alcances de esta apertura.
Aparece así la amenaza de la pulsión hegemónica y la vocación totalizante de un Milei embriagado por la victoria electoral. Una victoria muy importante, tanto por su magnitud como por su extensión, pero que no debería ser interpretada como cheque en blanco ni habilitación para avanzar imponiendo a como dé lugar las propias condiciones, sino como un voto de confianza en favor de la gobernabilidad y la construcción de consensos para no volver al pasado. Lo cierto es que el respaldo de las urnas, ante la magnitud de los desafíos, puede ser tan efímero como esta renovada luna de miel si el gobierno no hace bien los deberes y cumple con los compromisos asumidos no solo en el exterior sino ante la propia opinión pública.
Así las cosas, más allá de la importancia de los inminentes debates en el Congreso en torno a las reformas estructurales, Milei no debería perder de vista que la demanda urgente de amplias franjas de la ciudadanía -muchos de ellos que lo acompañaron en las urnas- tiene que ver con una reactivación económica que impacte en el bolsillo de cada vez más familias que pese a la baja de la inflación no llegan a fin de mes, que genere empleo, impulse el consumo y devuelve el poder de compra a los salarios.
Y ello no ocurrirá mágica y rápidamente ni por obra de reformas estructurales votadas en el Congreso, ni por un acuerdo bilateral con Estados Unidos -del que aún no se conoce la “letra chica”- cuyo impacto no será ni inmediato ni generalizado a todos los sectores productivos, sino por la existencia de un programa económico sostenible, con rumbo claro y amplio respaldo político, algo aún ausente.
