De acuerdo a un estudio, 40% de los encuestados salvarían a su mascota antes que a otro ser humano

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¿A quién salvarías si solo pudieras elegir a uno: a tu perro o a un desconocido? La pregunta parece salida de un experimento ético, pero fue el punto de partida de varios estudios reales en universidades de Estados Unidos y Reino Unido. En ellos, una cantidad sorprendente de personas —alrededor del 40 %— admitió que, frente a un escenario así, optaría por su mascota.

Más allá de lo anecdótico, estos resultados abren una conversación fascinante sobre cómo sentimos, pensamos y valoramos la vida de quienes nos rodean. Porque, en el fondo, la respuesta no depende tanto de la moral como del vínculo. Los investigadores que han explorado este tipo de dilemas aseguran que, en la mayoría de los casos, no se trata de falta de empatía hacia los humanos, sino de una conexión emocional tan fuerte con los animales que altera nuestras prioridades.

Estudios que vienen desde el 2013

El vínculo con una mascota puede ser tan fuerte que redefine nuestras decisiones más profundas.

Uno de los trabajos más citados es el de Rebecca Topolski y su equipo de la Universidad de Georgia (2013), publicado en la revista Anthrozoös. Allí se les pidió a los participantes que imaginaran distintas situaciones de peligro: por ejemplo, elegir entre salvar a su mascota o a una persona desconocida. Cuando el humano en cuestión no tenía vínculo con el participante, cerca del 40 % optó por rescatar al animal. “La relación emocional altera la percepción moral”, concluyeron los autores, al observar cómo el apego afectivo podía sobreponerse al principio abstracto de que “toda vida humana vale más”.

Cinco años después, en un estudio publicado en la Psi Chi Journal of Psychological Research, Emily Malia, Sarah Bohrmann y Kaitlyn Poirier (2018) replicaron el experimento con jóvenes universitarios. En este caso, los investigadores introdujeron una variable adicional: la edad de la persona en riesgo. Cuanto mayor era el humano del escenario —por ejemplo, un adulto de 80 años frente a un perro joven—, más aumentaba la tendencia a salvar a la mascota. El 40 % de los participantes, en promedio, se inclinó por el animal. También se observaron diferencias leves según el género: las mujeres tendían a mostrar una conexión emocional más intensa hacia sus mascotas, lo que influía en la elección.

En 2020, un trabajo de Matthew Wilks, Lucius Caviola, Guy Kahane y Paul Bloom, publicado en Psychological Science, aportó una dimensión evolutiva a este fenómeno. En su experimento, realizado con 622 personas entre niños y adultos, encontraron que los menores de diez años mostraban menos preferencia por los humanos que los adultos. Muchos niños, incluso, elegían salvar a varios perros antes que a un solo humano. Para Bloom y su equipo, estos resultados sugieren que la jerarquía moral que sitúa a los humanos por encima de los animales no es innata, sino aprendida culturalmente. En otras palabras, el “especismo” —esa tendencia a valorar más la vida humana— se refuerza con la educación, la religión y las normas sociales, pero no nace con nosotros.

¿Cómo explica la psicología estas cifras?

Los estudios revelan que el apego puede superar incluso las normas morales más arraigadas.

Más allá de los números, la psicología ofrece explicaciones potentes sobre por qué alguien podría elegir salvar a su perro antes que a un desconocido. El primer factor es el apego. Las mascotas no son simples animales domésticos: son parte de la rutina emocional de sus dueños. Comparten espacios, rituales y silencios. La relación con ellas genera un lazo de dependencia y ternura similar al que une a los padres con un hijo pequeño. En la mente de muchos, ese vínculo es innegociable. Por eso, cuando la pregunta se formula en términos de “mi perro o alguien que no conozco”, el impulso protector suele ganarle al razonamiento ético.

El segundo elemento tiene que ver con la empatía diferencial. En diversos experimentos neurológicos se observó que las personas reaccionan con más compasión frente al sufrimiento de animales que frente al de adultos desconocidos. Los perros, percibidos como inocentes e indefensos, despiertan una respuesta empática automática. No pueden explicar su miedo ni pedir ayuda; dependen completamente de su humano. Esa sensación de vulnerabilidad los coloca en el centro de la reacción emocional.

Para muchos, su perro no es un animal: es familia, compañía y refugio emocional.

El neuropsicólogo Joshua Greene, autor del libro Moral Tribes (2013), explica este tipo de decisiones desde la dualidad entre la moral intuitiva y la moral racional. En contextos extremos —como el dilema de a quién salvar—, prevalece la intuición emocional. “La mente humana no está diseñada para calcular vidas; está diseñada para proteger lo que ama”, señala Greene. Solo después de actuar, cuando entra en juego la reflexión, puede surgir la culpa o el debate ético.

En ese marco, la cultura también tiene su peso. En sociedades urbanas donde los animales ocupan un lugar central en la vida cotidiana, las fronteras entre especie y familia se desdibujan. No se trata de que el humano pierda valor, sino de que el perro gana estatus afectivo. De hecho, filósofos como Peter Singer y Martha Nussbaum llevan décadas cuestionando la supremacía moral de la especie humana. Para ellos, el valor ético de una vida radica en la capacidad de sufrir o disfrutar, no en la biología. Desde esa perspectiva, salvar a un animal no sería necesariamente una falta moral, sino una forma de empatía ampliada.

El duelo del que casi no se habla: el impacto de perder a tu mascota

El amor hacia un animal también habla de lo mejor que hay en nosotros: la capacidad de cuidar.

Quien alguna vez perdió una mascota sabe que la sensación de vacío puede ser tan intensa como la pérdida de una persona. Psicólogos especializados hablan de un fenómeno llamado “duelo desautorizado”, una forma de pena que la sociedad no siempre valida, pero que causa un dolor real. Frases como “era solo un perro” o “ya podés adoptar otro” minimizan un vínculo que, en muchos casos, se construyó a lo largo de años de compañía y afecto.

Diversas investigaciones —entre ellas un metaanálisis publicado en Death Studies por el psicólogo norteamericano Neil Field (2011)— demuestran que la muerte de una mascota puede provocar síntomas de ansiedad, insomnio y tristeza prolongada comparables a los del duelo humano. La razón es sencilla: la relación con un animal se apoya en un tipo de amor incondicional, sin juicios ni expectativas, y esa pureza emocional deja una huella profunda.

Perder una mascota no es “solo” una pérdida: es decirle adiós a una parte del hogar.

La muerte de una mascota interrumpe una presencia constante que formaba parte de la vida diaria. No es solo una pérdida simbólica, sino un cambio en la forma de habitar el hogar y el tiempo. Por eso, los psicólogos especializados en duelo animal insisten en que validar ese dolor es clave: hablarlo, procesarlo y darle un cierre permite que el recuerdo quede asociado al vínculo, no a la tristeza.

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