Labubu es un peluche con orejas de conejo y sonrisa diabólica que nació como personaje de historieta y terminó siendo el producto estrella de casi todas las jugueterías y marketplaces del mundo. El muñeco forma parte de una colección producida por Pop Mart, empresa china que convirtió el formato de “blind box” en un fenómeno global. Se trata de cajas cerradas que esconden un muñeco sorpresa. No se puede elegir cuál te llevás, la gracia está en eso. No en la compra en sí misma, sino en el suspenso de abrirla. El momento del unboxing es parte central de la experiencia. En el caso de Labubu, ese instante de revelación la catapultó a la fama cuando miles de personas empezaron a filmar y subir a sus redes el momento de apertura del paquete. La marca no necesitó invertir en publicidad: sus propios clientes se encargaron de hacerla viral.
El fenómeno “Labubu” forma parte de una época en la que cada vez más decisiones —desde qué compramos hasta cómo decoramos la casa o el lugar que elegimos para vacacionar— se toman pensando en cómo van a verse en Instagram o TikTok. Ya no importa solo lo que hacemos, sino cuán “posteable” es.
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Todo puede ser contenido
La costumbre de capturar y exhibir lindos momentos no es algo nuevo y muchos recuerdan aquellas vacaciones donde se fotografiaban en familia y guardaban las fotos en un álbum que después servía para aburrir a las visitas. Sin embargo, hoy esa lógica se extendió a todos los aspectos de la vida y ya no se trata de registrar lo extraordinario, sino de capturar lo cotidiano. Una taza de café, un almuerzo tentador, una caminata por la calle o el momento de abrir una caja y descubrir qué Labubu tocó. Cada vez más experiencias personales se planifican pensando en cómo se van a mostrar después. La vida diaria —trabajo, relaciones, consumo, ocio, emociones— entra en el molde narrativo de las redes sociales. Lo privado se vuelve público. Lo espontáneo, planificado. Las decisiones más íntimas, desde una mudanza hasta una declaración amorosa, adoptan lenguaje visual y estructura de historia viral.
Pop Mart no es la única empresa que entendió esto y su peluche viral es solo un ejemplo dentro de un gran grupo de marcas que aprovechan esta tendencia. Starbucks lanza bebidas pensadas para ser fotografiadas: colores, toppings, vasos reconocibles. Nike genera lanzamientos con acceso limitado desde su app, lo que activa posteos de usuarios que celebran haberlo conseguido. McDonald’s convierte cada combo especial en contenido que circula por las redes sin necesidad de invertir un dólar en publicidad. El contenido que generan los propios usuarios tiene más llegada y más credibilidad que muchas campañas tradicionales. Las personas compran y postean sin que la marca lo pida explícitamente.

Sin embargo, lo que parece espontáneo es parte de un sistema cuidadosamente estudiado. La complicidad entre marca y consumidor crece porque el llamado contenido generado por el usuario (UGC) se transformó en un terreno clave de la estrategia de marketing. En un informe colaborativo entre Deloitte y The Wall Street Journal, publicado en 2022, se indica que aproximadamente 4 de cada 10 estadounidenses dicen que pasan más tiempo viendo contenido generado por usuarios que viendo series o películas de televisión. Ese entorno hace que el escenario se construya casi sin que muchas marcas lo llamen “campaña”: los usuarios compran, publican, etiquetan, comentan; el producto se vuelve viral, y el usuario —gratuitamente— asume el rol de embajador. El consumidor actúa como canal amplificador, y la marca gana visibilidad, reputación y confianza a bajo costo.
De lo privado a lo público
“Uno de los cambios más importantes que trajeron las redes sociales sobre la forma en que narramos nuestras vidas es la migración de lo privado a lo público. Las redes sociales son espacios fundamentales en la construcción de identidad en una sociedad digital. Pero el relato público también vuelve hacia adentro: lo hacemos para los demás, pero en el fondo, lo hacemos para modelar quiénes somos. Porque al final del día la intención pega la vuelta: lo hago para los demás porque los demás me definen, entonces en realidad lo hago para mí, para modelar quién soy” reflexiona Eliana Carelli, periodista.
“Si bien los estudios antropológicos señalan que mostrarse en redes sociales está ligado a la construcción de identidad —de pertenencia, de aceptación, de sentirse incluido en un grupo—, hoy va más allá de eso”, sostiene Mónica Montero, socióloga. “No es solo identidad, es imagen pública. Mostrar lo mejor de uno mismo funciona como una forma de promoción personal. Nos vendemos como marca: en Tinder para conquistar, en Instagram para gustar, en LinkedIn para trabajar. No buscamos solo respeto o dignidad, buscamos aprobación. Es marketing: autopromoción constante como estrategia para ser parte.”
Lo llamativo no es el hecho de que estemos trabajando gratis para las marcas o para nuestra propia marca personal, sino que estemos organizando nuestra vida en función de lo que se puede mostrar y lo que no. Lugares coloridos, objetos llamativos, platos bien servidos, escenas con carga emocional: todo entra en euforia por la imagen compartible. No importa tanto si algo fue vivido con intensidad real, sino si puede representarse de forma atractiva. Y esa dinámica moldea decisiones, se elige dónde ir, qué comprar, con quién salir, incluso cómo vestirse o decorar una casa, pensando en cómo se verá en una story o en el feed. Lo memorable parece ya no ser lo que queda en la experiencia, sino lo que se puede exhibir con impacto. Y cuanto más parecida sea la escena a otras que ya fueron exitosas, más chances tiene de funcionar.
En un artículo publicado en Psychology Today titulado “When ‘Posting’ Our Life Is More Important Than Living It” (Cuando postear nuestra vida es más importante que vivirla), la psicoterapeuta Nancy Colier plantea que las redes sociales amplificaron y deformaron la necesidad humana de construir una identidad, llevándola a un nivel donde mostrarla importa más que vivirla. El problema no es mostrar. El problema es cuando todo lo que no se puede mostrar empieza a perder valor. Si la vida se convierte en una secuencia de momentos posteables, lo que no entra en esa lógica —el cansancio, el silencio, el error, lo incierto— queda excluido. Lo viral se vuelve norma. El resto, desecho. No solo vivimos editando: también empezamos a desear en base a lo que podemos subir. Un mundo ficticio, lleno de micro momentos perfectos que no hacen más que recordarnos cuán imperfectos somos en realidad.
