BRASILIA.- La seguridad pública vuelve a dominar la política brasileña. La crisis en Río de Janeiro, expuesta desde la letal incursión policial en uno de los mayores complejos de favelas el mes pasado, y su onda expansiva frenaron la recuperación del gobierno Lula, rearmaron a la oposición y pusieron en evidencia la mayor fragilidad del Planalto a menos de un año de las elecciones presidenciales. En este clima, el encarcelamiento de Jair Bolsonaro añadió un nuevo elemento de tensión a un tablero ya marcado por disputas anticipadas rumbo a 2026.
En Brasilia, el efecto de la operación del 28 de octubre en el Complejo Alemão fue inmediato. El gobierno del presidente Luiz Inácio Lula da Silva había logrado un envión en los sondeos tras comenzar a sortear la crisis de los aranceles impuestos por Donald Trump. Pero ese impulso se evaporó con la megaoperación policial en Río -la más letal de la historia del estado, con 121 muertos-, que endureció el debate público y neutralizó la lenta recuperación presidencial en las encuestas.

Lula agravó el malestar al afirmar, horas después de la incursión, que “los usuarios son responsables por los traficantes, que también son víctimas de los usuarios”, un comentario que desconcertó incluso a aliados. La frase, lanzada en medio de la conmoción nacional, reforzó la percepción, entre analistas y aliados, de que el Planalto perdió el pulso en la agenda de seguridad y quedó a la defensiva en un terreno tradicionalmente incómodo para el PT.
La derecha, en cambio, ocupó el vacío y convirtió el tema en su plataforma central, coinciden analistas consultados por LA NACION. Para dirigentes opositores, la crisis de seguridad funciona como una vitrina capaz de unificar a sectores dispersos desde 2022 y ofrecer un nuevo campo de contraste permanente con el gobierno.
El impacto para el Palacio del Planalto se reflejó en los datos. El agregador de encuestas Rali, lanzado por O Globo y el Instituto Locomotiva, mostró que en noviembre la desaprobación al gobierno llegó a 49,9%, contra 46,9% de aprobación. La tendencia previa -una reducción constante de la brecha entre aprobación y desaprobación desde mediados de año- se interrumpió de forma abrupta tras la crisis en Río.
La seguridad aparece hoy como la principal preocupación de los brasileños, y un 37,9% evalúa la gestión como mala o pésima.
La dinámica no sorprendió a Marco Teixeira, politólogo y profesor de la FGV en San Pablo. “La seguridad pública siempre fue un tema presente en Brasil. Cuando ocurre un episodio que domina los reflectores, vuelve con más fuerza a la agenda. Con lo sucedido en Río adquirió otra dimensión, y cada actor de la derecha buscó ocupar su espacio”, explicó.
Según Teixeira, la disputa interna se activó de inmediato: el secretario de Seguridad del gobierno de San Pablo, Guilherme Derrite, se licenció para reasumir su banca y conducir en Brasilia los debates sobre un proyecto “anti facciones”, mientras el gobernador de Río, Cláudio Castro, intentó revertir el desgaste acumulado de su gestión en el estado. Para él, dado el avance del crimen organizado en los estados, “la seguridad tiende a seguir muy presente en la agenda”.
El PT no encuentra terreno cómodo. “El partido tiene dificultades para lidiar con la violencia, y el clima político no lo ayuda”, afirmó Paulo Calmon, politólogo de la Universidad de Brasilia.
Lula delegó la formulación de la política de seguridad en el ministro Ricardo Lewandowski, exjuez del STF. “Su propuesta fue técnicamente sólida, con más inteligencia, coordinación y uso de datos”, destacó. Pero dentro del propio PT hay preocupación: algunos sectores temen que la respuesta del gobierno llegue tarde y que la narrativa quede definitivamente en manos de la oposición, que opera con mayor rapidez y menos restricciones ideológicas en este terreno. La disputa, que pasó de la calle al Congreso, no fue técnica: “El Centrão y el bolsonarismo atacaron el proyecto porque no querían perder la bandera electoral del combate a la violencia”.

La situación de la derecha
La detención de Bolsonaro el sábado añadió un capítulo inesperado.
La decisión del ministro Alexandre de Moraes, basada en un “riesgo concreto de fuga” y en la violación del dispositivo de monitoreo electrónico, profundizó la incertidumbre en la derecha. El juez menciona incluso la posibilidad de que intentara llegar a embajadas cercanas para pedir protección diplomática. Bolsonaro -condenado a 27 años y 3 meses de prisión e inhabilitado políticamente- sigue siendo el referente principal de un sector amplio del electorado conservador y ha evitado bendecir un sucesor para 2026.
Su detención aumenta la presión por una definición interna en un campo donde conviven proyectos divergentes y liderazgos regionales con ambiciones propias. La puja involucra hoy al gobernador de San Pablo, Tarcísio de Freitas, al clan Bolsonaro y a gobernadores de estados estratégicos, como Goiás y Minas Gerais.
Para Calmon, el trasfondo del debate es inequívoco: “Lo que estamos viendo no es un debate sobre seguridad pública, sino una disputa político-electoral anticipada”.
La violencia -y ahora la prisión de un expresidente- se transformó en el terreno donde gobierno y oposición ensayan desde ya la elección presidencial. La campaña aún no comenzó, pero en Brasilia ya se respira 2026.
