Canela: “Lo que viví no fue una agresión, fue una invasión”

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Benito Mussolini dictó la orden y se cumplió. Primero se recogieron los hierros de las cadenas que rodeaban los monumentos públicos. Todo debía ser fundido para fabricar cañones. Luego, cuando esa reserva se agotó, la orden alcanzó a las mujeres para que donaran, como una muestra de adhesión al régimen, sus joyas, alianzas, anillos. A cambio, se les entregaba un anillo de plomo. Clelia, la madre de Gigliola Zecchin, conocida como Canela, no quiso colaborar. Llevaba su anillo de compromiso, un cintillo de oro con una piedra azul rodeada de brillantes, colgado de un lazo interno de su pollera. Cuando la requisa avanzó a los hogares, esta mujer no lo dudó: escondió el anillo con un piolín en su vagina.

Canela recupera la imagen como una manera de revivir la figura de su madre brava. Pero también, a sus 82 años, como un ejercicio de resignificar su niñez. Acaba de publicar el libro de memorias La niña que no vio los besos (Edhasa), aguafuertes de su infancia en su ciudad natal, Vicenza, Italia, junto a sus padres y sus diez hermanos. La guerra, el duelo, la nostalgia de lo que no fue, el dialecto, los proverbios como educación, la inmigración a la Argentina en 1951, la familia dividida para siempre y la sombra de una Italia que se vuelve sinónimo a una generación de inmigrantes que encontraron en este país, un destino, una salida.

Escritora, conductora, locutora, periodista cultural, editora, autora de más de 40 libros, Canela marcó a varias generaciones que la siguieron desde su programa radial en Hola Canela; Buenas tardes, mucho gusto; Colectivo imaginario, entre tantos. Publicó textos para adultos y para niños y fue, entre otros hitos de su carrera, directora del departamento de Literatura para chicos y jóvenes en Editorial Sudamericana desde 1987 hasta 2002. Se retiró de los medios en 2019 para dedicarse exclusivamente a la escritura.

Un recuerdo de su encuentro con Vittorio Gassman, cuando visitó Buenos Aires para presentar en el Teatro Coliseo

Sin embargo, después de años de dedicarse a la comunicación, de ser referente en todos los medios y en diversas plataformas, éste, su último libro, es quizá el más honesto. Entre recuerdos de su infancia, relata un secreto que guardó durante toda su vida: el abuso que sufrió de niña y el dolor que fue cargar con ese silencio tantos años.

–¿A qué edad llegaste a la Argentina?

–Tenía 9 años. A mí me gusta imaginar que fuimos de los últimos inmigrantes. Ya en el 52 dejaron de venir los barcos.

Canela llegó desde Génova. Con ella viajaron su madre y algunos de sus hermanos. Atrás quedaba una Italia empobrecida. La primera ciudad donde se instaló la familia fue Mar del Plata y luego se mudaron a Córdoba, donde cursó la secundaria y luego estudió Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. En la Argentina, y ante la dificultad de su nombre, adoptó uno fácil, rápido, simple. El nombre que luego la mantuvo como un referente periodístico durante tantos años y por el que obtuvo destacados premios como el Konex, Santa Clara de Asís, Martín Fierro, Personalidad Destacada de la Ciudad de Buenos Aires y Caballero de la Orden al Mérito de la República Italiana, además del premio literario White Ravens por su obra Marisa que borra, otorgado por la International Youth Library de Munich.

Canela en uno de sus tantos encuentros con Borges; esta vez, en una entrevista para Radio Municipal, a mediados de los 80

–¿Por qué este libro ahora? A los 82.

–Esta escritura surge en la pandemia. Estuve mucho tiempo sola. Nunca lo había estado. Y empecé porque lo que yo quería saber era cómo había sido mi padre, a quien conocí muy poquito, porque murió cuando yo tenía cuatro años. Los recuerdos que tengo de él son como lucecitas de mi infancia e inclusive cuando me refiero a la vida de mi padre joven es una invención sobre cosas que me contaron, imaginé, me confirmaron. Desde el siglo pasado, a mis hermanos mayores (cuando nací, mi hermano mayor tenía 20 años), les fui preguntando cómo era papá. ¿Cómo era la casa donde nacieron? Pero lo que ellos querían era hablar de sí mismos, empezaban hablando de papá y me contaban luego su vínculo con papá, con la casa. Fui acopiando recuerdos de mis hermanos y vi que se contradecían mucho entre sí. Frente a lo mismo, cada uno recuerda de una manera distinta.

–De hecho, tu papá aparece muy poco en el libro.

–Porque casi no lo conocí. Le dedico un capítulo, el pedido de mano y el casamiento. Es una manera de traerlo. Cuando falleció, inmediatamente después de la guerra, yo tendría tres años. Él estuvo en las dos guerras. En la Primera, lo mandaron de regreso con una cojera. Lo que yo recuerdo es la vida con mi mamá.

–Mencionás cómo les daban alcohol a los soldados en la guerra.

–Los alcoholizaban para ir al frente. Les daban cognac. Él no tenía el vicio, pero le fue quedando. Ahora se dice adicción. Los hombres de su generación, todos bebían. Como un acto… no sé si para el olvido, si para la alegría, no lo sé. Él quedó muy marcado por la violencia. Era un hombre pacifista, socialista, bueno como el pan. Yo no sé si en la guerra él tuvo que matar o no, eso jamás lo comentó. Pero supongo que era inevitable. La zona donde vivíamos fue una zona de grandes batallas.

“La lápida torcida” se llama el capítulo del libro en el que Canela relata la muerte de su padre. De madrugada, una muerte fugaz. Un hombre bueno, como le decía su madre, herido luego de estar en el frente en la Primera Guerra. “Mi madre llevó consigo su pipa envuelta en papel de aluminio dentro de su pequeña cartera como si llevara un pedazo de su propio corazón, y vistió de negro durante mucho tiempo. Hasta que viajamos a América”.

Con uno de sus Martín Fierro

–Ustedes vivían en el pueblo y luego se mudan a la ciudad.

–Pasó que a mi padre lo golpeó mucho la guerra. Todos los hombres de su generación eran muy sufrientes, se deprimían, se alcoholizaban, les costaba levantar su proyecto de vida. Fue horrorosa la Primera Guerra, cuerpo a cuerpo. Entonces mi madre decidió mudarse a la ciudad. Quería que estudiáramos todos. Como mi madre, de su familia de origen era hotelera, puso una hostería. Ella lo manejaba y ahí nos instalamos. Mi padre tenía un almacén que vendía, como decía mi madre, desde clavos hasta agujas. Porque a mi padre le gustaban los clavos y a ella todo lo vinculado a la costura. Pero ahí sí pasamos privaciones, necesidades y durante dos años y medio se produjo el Sfollamento: ante el peligro de los bombardeos, lo mejor era que las familias se dispersaran. Primero, la foto que mostraba la familia unida. Y luego, los niños eran enviados a casas del campo, de parientes, de amigos, de parientes de parientes, que los cobijaban para que hubiese alimento. Es que no se conseguía alimento. Nosotros nos fuimos al campo con mi hermana mayor que nos cuidó durante mucho tiempo. Pero se fue poniendo cada vez más difícil, la posguerra fue muy larga. No fue que se declaró la paz, bebamos y comemos. No, no fue así.

–Decís que el amor de tu madre es lo que los salvó.

–Ella tenía puesto su amor en sus diez hijos. Era como la mamma. Era terrible, bravísima. Determinada. Y cuando llegó a la Argentina, al perder su idioma, su tierra, creyendo incluso que había perdido dos de sus hijos para siempre o que no los iba a volver a ver, se volvió más frágil, se enfermó, y nunca se recuperó. Ella era como mi abuela. Mi hermana mayor, la que me cuido en la guerra, estaba más cerca de mí. Como una madre.

–En este sentido, y en la mirada de la infancia, solés hablar de tus encuentros con Borges y su mirada sobre la niñez.

–Me encontré con Borges más de una vez. En cierta oportunidad, yo hacía un programa para niños en Radio Municipal. Le pregunté qué era un niño, y él, que no te contestaba impulsivamente, sino que pensaba, ponía sus ojos de no ver hacia arriba me dijo “un niño primero distingue la luz de la sombra, los colores, el amarillo, luego descubre las voces, la voz de su madre, la distingue y otras voces. Y después distingue el ladrido de un perro, sonidos que no sabe identificar. Un niño es eso, un descubridor”. Borges siempre fue muy luminoso en lo que decía. No eran cosas extraordinarias, pero las sabía decir.

Canela en el primer aniversario de

–¿Y para vos? ¿Qué es niño?

–Es un ser frágil y luminoso. Frágil porque depende, no exclusivamente, pero casi, de los mayores. Y luminoso porque a medida que pasa el tiempo, si algo se pierde es la alegría, la intensidad. Un niño nos recuerda, con sus actitudes, sus palabras, con su manera de querer y de odiar, las pasiones que vamos perdiendo. Y tienen una franqueza que te desarma.

–Hablás en este libro de un abuso que sufriste justamente cuando eras muy chica. Y sorprende, además, porque es la primera vez que lo contás.

–Es cierto, es la primera vez que lo nombro. Es la primera vez que lo hablo. De hecho, mis hijos se enteraron porque lo leyeron ya escrito, no en el libro, claro, pero sí en el borrador. Ni mi madre, ni mis hijos, nadie lo supo nunca. Es algo que tenía evidentemente muy guardado y recién ahora, con esta evocación de la infancia, con este regreso, apareció una necesidad de contarlo. Y no porque ahora esté habilitado, o sí, no lo sé, pero lo que está claro es que tuve necesidad de contarlo. De contarlo como lo conté. Fui como una testigo ciega de algo tremendo que me sucedió, que me desconcertó enormemente, que me enfermó, sobre lo cual nunca puede hablar. Tal fue el miedo, el misterio de un ser que agrede de tan manera a otro, lo invade más que lo agrede. Yo sentí una gran invasión. Y creo también que es una manera de sugerir a quienes han tenido una experiencia similar, en la primera infancia, que lo cuenten. Que se lo cuenten a las personas que aman, que lo cuenten como puedan. Yo me pregunto si a mis hijos les irá doliendo el hecho de que yo no les haya relatado esto. Pero es que no apareció hasta que escribí el libro como posibilidad.

Gigliola Zecchin, más conocida como Canela, es una periodista cultural, escritora y editora ítalo-argentina.​​​​

–¿Por qué no lo contabas?

–Porque no podía, no me salía.

–Pero lo recordabas.

–Claro que lo recordaba y con sumo detalle.

–¿Qué te produjo escribirlo, hablarlo e incluso hacerlo público? Porque no solo lo contaste por primera vez, sino que pasó del ámbito privado al público.

–Me permitió una gran liberación. En mi casa, de las cosas íntimas no se hablaba. Mi mamá era absolutamente… ella estaba inhibida de hablar de las cosas íntimas. Lo poco que yo supe lo supe a través de mis hermanas y lo supe mal porque tampoco ellas estaban habilitadas para contarle a una hermana chiquita lo que una madre debe contarle.

–¿Qué edad tenías cuando sufriste ese abuso?

–Tendría cinco años.

–¿Lo volviste a ver?

–No. Por suerte. No lo vi más. Deben haber muerto todos por otro lado. Quizá necesitaba la muerte de los mayores para poder hablar. No lo sé. Misterio. Pasan muchas cosas misteriosas en la vida y yo creo en el misterio. De dónde nace una actitud, de dónde nace un sueño. Por qué uno dice algo o no lo dice. Por qué uno se guarda algo.

HISTORIAS Entrevista a la periodista Canela
Gigliola Zecchin

–¿Lo perdonaste?

–No.

–¿Lo perdonarías?

–No lo hubiera perdonado si lo hubiera visto y no lo hago ahora. Pero igual, más que el perdón, era la sensación de miedo y el silencio. El temor y la impotencia. Yo creo que a las personas que me conocen les sorprende que yo nunca haya hecho un comentario al respecto y les sorprende porque creen que yo soy una persona distante de todo sufrimiento y no es verdad. No hay vida distante de sufrimiento.

–Volviendo a tu llegada al país. ¿Por qué decidieron venir a la Argentina?

–La gente optaba por Brasil o por Estados Unidos. Pero como mi abuelo ya había venido a principios de siglo a hacer la cosecha, ya conocía acá y le había gustado. En Europa había habido otras crisis: la guerra, la crisis del 30, y en ese momento, cuando vinimos, se esperaba la Tercera Guerra. Mis tíos, que ya estaban acá, le insistían a mi madre para que se viniera, pero ella no quería dejar a sus hijos. Pero luego, con la muerte de mi papá y el desastre que era todo allá, con la falta de comida, fue aflojando.

–Las familias se partían para siempre y quedaba ese peso.

–Para siempre. Mi hermana queda allá, mi hermano cura también. Y vinimos con el temor de mi mamá de no volver a ver sus hijos. De hecho, ellos no fueron a despedirnos al puerto. Nunca entendí por qué. Después, hablar por teléfono era muy dificultoso, las voces apenas se escuchaban. Un diálogo de dos que no se pueden entender. Cuando empecé a trabajar en televisión, logramos que mi mamá pudiera volver a Italia. Ella no lo imaginaba posible. Es que los inmigrantes tienen esa actitud de que el ahorro es un mandato absoluto: instalarse en un nuevo lugar implicaba volver a construir una casa, los hijos tenían que educarse y la idea de regresar al lugar de origen no se pensaba. No había regreso. No había visitas. El turismo era solo de las clases altas. Nosotros no fuimos pobres, pasamos necesidades, pero no fuimos pobres. Pero igual, la idea de regresar a Italia no existía. Para nadie.

–Tu historia es la historia de muchas familias argentinas que vivieron lo mismo.

–Sí, claro, refleja una historia universal. Cuando uno cuenta, en este caso, la vida del inmigrante, hay un arco de aventura, de mutación, de pérdida. Un inmigrante cuenta su historia y cuenta la historia de todos, por eso toca tanto el sentimiento, incluso el de los hijos.

Cuando aún estaba en Italia, la familia Zecchin recibía las noticias de América. Cartas con la promesa de una vida mejor y envíos de comida que ayudaban a sobrevivir. Como aquella vez que viajó una caja desde la Argentina hasta el puerto de Génova, luego en tren a Milán, desde Verona hasta llegar a Vicenza. Al abrirla, los Zecchin encontraron un queso con la inscripción Reggianito de Santa Rosa, La Pampa, dos paquetes de azúcar, una lata de atún y un paquete de yerba, algo totalmente desconocido para esta familia italiana. La madre desconocía qué eran esas hierbas amargas, pero en su afán por utilizar y reciclar, lo sumó al minestrone que se impregnó de un sabor amargo.

–Hoy, 70 años después, ¿cómo era esa Argentina que los recibió y cómo la ves hoy?

–La volvería a elegir. Para nosotros fue una bendición, la abundancia, el progreso, todos formaron aquí sus familias. Somos una familia muy vasta. A todos en general, la Argentina nos deslumbró. Nos adaptamos muy rápidamente. No recibimos ningún tipo de discriminación, al contrario. Pero el país, en los más de 70 años que llevo viviendo aquí, se me hace más viejo. Era un país más joven, más entusiasta, más optimista. Creo que el mundo entero está menos optimista. No sé si es por la tecnología, los cambios acelerados, el avance de los extremismos, no lo sé. Es difícil contestar esta pregunta porque la Argentina es muy variada. En un pueblo de la provincia de Buenos Aires puede no haber violencia, no hay manifestación de ningún tipo y la gente se conoce, se saluda en la calle, todo es más cálido. Hay una manera de mirar el país que es diversa. Creo que la Argentina del trabajo está muy decaída, ha sido muy golpeada. Las Pymes que han sido una posibilidad para los inmigrantes que venían y traían su capital y su voluntad, esa Argentina está muy desprotegida. Me aflige mucho eso y la violencia. La violencia que domina los medios y la estupidez, la superficialidad.

Canela con una de sus hijas en brazos en los tiempos de

–¿Ves mucha diferencia con Europa?

–Lo que pasa acá es que hay una devoción por otros países, por la moda, el diseño, por todo lo que viene de Europa. Lo de afuera es mejor. Eso es muy fuerte. Hay algunos movimientos locales que intentan imponer lo propio, pero son débiles porque ningún gobierno los apoya como algo de Estado. En Italia, si comprás una artesanía originaria hay un certificado emitido por el gobierno, pero acá no se le ha dado sustento a lo propio e identitario. Europa tiene una actitud opuesta.

–¿En qué sentido?

–Que vive del pasado y lo ofrece como un don. Acá tenemos la naturaleza, lo folclórico, pero no hay una cultura identitaria del país, no hay una construcción de esa cultura. Los brasileños sí la tienen más intensamente. Yo tengo cierta devoción por esta Argentina raigal que no termina de reconocerse a sí misma.

–Europa atraviesa, sin embargo, el tema de la inmigración. ¿Cómo se vive en una familia que hizo el camino inverso?

–Para Europa, la inmigración ha sido como un tsunami, en el sentido de que lo que ha venido es otra cultura. Allá, el grave problema, más que la gente en sí –porque la gente es trabajadora, recibe de los estados un apoyo hasta que se instalan, les dan un dinero–, tiene que ver cómo se insertan en la sociedad. Porque no terminan de insertarse. Siguen viviendo su religión, sus costumbres, sus comidas Y eso lo que produce es que se arma un hiato. Sobre todo con el tema de la religión, que en Italia está tan presente. Porque en Italia, aunque uno sea comunista, igual bautiza a sus hijos. El grave problema es esa otra cultura que ahora perturba porque hay mucho extremismo en las prácticas sociales.

–En tu vida la palabra juega un rol fundamental. En todos tus proyectos y trabajos siempre estuvo la palabra en el centro. La comunicación como eje de tu vida.

–Absolutamente. Es un instrumento maravilloso. La palabra sirve a la expresión personal, de ricos, pobres, poderosos y desempoderados. La educación consiste en contribuir a que se muestre esa riqueza personal y transmitirla.

–¿Qué te pasó a vos cuando escribiste este libro?

–Yo me emocioné mucho. Muchas veces pasa que la gente proyecta un libro, hace el plan y lo sigue. En mi caso, esto nació a medida que escribía. Y a medida que escribía surgían nuevas imágenes, se iban emprolijando recuerdos. En Italia, por ejemplo, se editó con otro título. Se llama Attraversare il Mare.

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