En la reciente columna de opinión titulada “No pasa nada: en la escuela, ni premios ni castigos”, Luciano Román reflexiona sobre los graves problemas derivados de la colonización ideológica del sistema educativo. No es la primera nota que habla del tema. Y cada vez son más las voces que reclaman algo tan elemental como que en la escuela haya orden y disciplina, que los docentes enseñen (no adoctrinen) y que los alumnos vayan a aprender (no solo a pasar de año). Sin embargo, estas voces todavía son gotas de agua en el desierto: se evaporan antes de tocar el suelo. ¿Qué estamos esperando los argentinos para corregir “la tragedia educativa” en la que la Argentina está inmersa, tomando la descripción que hizo Jaim Etcheverry allá por 1999 en su libro homónimo? ¿Vamos a aplazar otros 20 años la decisión de transformar una escuela que hoy deja a demasiados chicos sin las oportunidades y saberes que merecen?
Los resultados están a la vista. Argentina exhibe desempeños sistemáticamente bajos en las evaluaciones PISA, muy por debajo del promedio de la OCDE. Cada vez más estudiantes terminan la escuela primaria sin las competencias básicas, ni en matemáticas ni en lectoescritura.
La brecha entre la escuela pública y privada es cada vez mayor. Aquellas escuelas públicas que en otro tiempo fueron motivo de orgullo y modelo para la región, hoy son evitadas por familias que pueden elegir alternativas e, incluso, esto sucede con familias de escasos recursos que optan por realizar esfuerzos para inscribir y mantener a sus hijos en escuelas privadas (especialmente, las parroquiales) que garantizan, al menos, un mayor cumplimiento de dictado de clases. Lo que antes era un motor del ascenso social se convirtió, lamentablemente, en la única opción para quienes provienen de entornos vulnerables, y los alumnos que allí se forman tienen muchas menos oportunidades de adquirir las habilidades necesarias para integrarse plenamente en la sociedad y en el mercado laboral. Este mecanismo perverso solo perpetúa el ciclo intergeneracional de la pobreza en el que estamos hundidos.
En el debate educativo suele ponerse el foco en el gasto, pero casi nunca en cómo se gasta ni en los planes que nos condujeron a esta situación. Cuando los especialistas intentamos analizar el presupuesto educativo, encontramos un mar oscuro donde no es sencillo identificar con claridad cómo se administra cada fondo.
En 1991, la Ley de Transferencia comenzó a reconfigurar el panorama: la Nación se quedó con las universidades y descargó sobre las provincias el peso de la educación obligatoria. La Ley Federal de 1993 profundizó ese camino y consagró la descentralización como principio rector. En 2005, la Ley de Financiamiento Educativo prometió llevar la inversión del 4 % al 6 % del PBI para 2010 y repartir el esfuerzo entre Nación y provincias. Un año después, la Ley de Educación Nacional cerró el esquema: secundaria obligatoria, 180 días de clase garantizados, derechos por todos lados. Sonaron tambores, se aplaudió mucho, se fotografiaron sonrisas. Y mientras tanto, los resultados educativos siguieron cayendo sin parar. Porque todas esas normas -tan ambiciosas en el papel- terminaron siendo poco más que declaraciones de deseo. La obligatoriedad no vino acompañada de exigencia. El 6 % del PBI se alcanzó… y se gastó (y se gasta) mal. Los 180 días se convirtieron en una meta que se celebra cuando en la realidad el incumplimiento efectivo es crónico. Un desfile de leyes que fue largo, ruidoso y costoso. Pero la calidad educativa no mejoró. En casi todo, si algo cambió, fue para peor.
Mientras tanto, numerosos académicos y especialistas en educación nos dedicamos con entusiasmo a acuñar neologismos y jerga pseudotécnica, como si la dificultad expresiva fuera en sí misma una virtud. En ese frenesí, uno de los términos estrella fue que la escuela debía ser “inclusiva”. El resultado real, sin embargo, ha sido bien distinto: se ha extenuado y desmoralizado a los buenos docentes. Ellos -los que todavía quieren enseñar- son hoy quienes denuncian, con amargura, que no pueden hacerlo. No hay normas claras, no hay consecuencias, no hay autoridad real. Se les exige aprobar masivamente para inflar estadísticas que permitan proclamar que “nadie queda afuera”, mientras en los hechos cada vez más alumnos egresan sin los conocimientos y competencias que la sociedad y el mercado laboral legítimamente demandan.
Así, en algún momento, nos obligamos a hablar con pronombres, creo yo, más por la falta de voluntad de llamar a las cosas por su nombre que por real interés en abrazar la diversidad. En el afán de “no estigmatizar”, terminamos por invisibilizar el desastre que generamos con uno de cada dos chicos de tercer grado que no entienden lo que leen y con uno de cada dos chicos de sexto grado que no alcanzan un nivel mínimo de matemáticas.
¿Hasta cuándo vamos a seguir mirando para otro lado mientras todo se derrumba? ¿Hasta cuándo vamos a conformarnos con no criticarnos entre nosotros, con repetirnos la mentira cómoda de que “todo está bien” y con tapar el desastre que nosotros mismos alimentamos todos los días? Si no nos levantamos contra esta decadencia, el declive no se va a detener: se va a acelerar hasta volverse irreversible. Y que quede clarísimo: en un mundo que no perdona la mediocridad, que avanza a una velocidad brutal, no habrá progreso real, no habrá país posible, no habrá futuro para nadie si no comenzamos a arreglar lo que rompimos: la escuela.
Sin escuela de verdad no hay inclusión que valga: solo exclusión disfrazada de falsas promesas. Sin escuela de verdad no hay movilidad social: solo una masa cada vez más grande de jóvenes condenados a la marginalidad. Nos escandalizamos porque en la primaria “bajan línea” y “aprueban todos”.
Mientras que, en la secundaria, apenas el 10 % de los chicos logra terminar a tiempo y con conocimientos aceptables en Lengua y Matemática. Y cuando llegan a la universidad, si es que llegan, ya es demasiado tarde: el daño está hecho. No hay más tiempo. O la sociedad (no los especialistas que decimos mucho y hacemos poco) abre los ojos y rescata la escuela -la verdadera escuela, la que enseña, la que exige, la que abre puertas- o nos hundimos todos. Es ahora o nunca.
Vicepresidente primero de Academia Nacional de Educación (ANE)