Llevaba días pensando en ella. Desde el momento en que se dio a conocer la denuncia de los “safaris humanos” en Bosnia. Emma, mi amiga, había sido una de las primeras embajadoras en Sarajevo tras la Guerra de los Balcanes y el Tratado de Dayton. Nos conocimos en Budapest. Para ella era el punto final de una carrera brillante representando a España. Para mí, el punto de partida hacia un destino nuevo, antes del cual, con ese toque de esplendor que da el tiempo a las grandes damas, me dijo: “¡Ven, cariño! Siéntate que te cuento…”. Y me contó el espanto de una ciudad hecha escombros.
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“Llegamos un 8 de enero –comenzó–. Lo recuerdo porque en la víspera se había celebrado la pascua militar con una ceremonia solemne del rey Juan Carlos visitando a las tropas españolas. Teníamos solo dos maletas y nos fuimos al Holiday Inn, ese gigantesco cuadrilátero de color amarillo que habrás visto tantas veces en la televisión. Así arrancamos. En ese lugar inefable donde empezó la guerra. Y precisamente por eso, porque todo fue un desastre, la cadena hotelera renunció a la administración. ¡Dijeron que se marchaban y se marcharon! Entonces pasó a manos del Estado independizado de Bosnia y Herzegovina. Es decir, no era un edificio público en el sentido de un bien patrimonial, pero nombraron a un director y listo. Así de simple. No había huéspedes, por supuesto, y éramos muy pocos. Sin embargo, estaba lleno de empleados. Era el único hotel que quedaba en pie, convertido de facto en el cuartel general de los medios de prensa, diplomáticos, comunidad internacional y agentes humanitarios. También en un símbolo de la resistencia y el sacrificio de la ciudad porque sin tener absolutamente nada —sin electricidad, sin agua ni calefacción—, se las ingeniaban para sobrevivir durante los años del asedio».
El otro edificio inmenso de hormigón armado era el de la televisión bosnia que transmitía las radiocomunicaciones para toda la exYugoslavia. “¡Fíjate que curiosidad! Como el Mariscal Tito había sido un discípulo díscolo del comunismo, no temían un ataque de la OTAN. Ni siquiera de los Estados Unidos», seguía Emma. Los yugoslavos pensaban que, si alguien los invadía, esos iban a ser los rusos, como lo habían hecho en Hungría y Checoslovaquia. “¡Las comunicaciones interbalcánicas es otro gran tema! Por tierra eran impensables no solo por las inclemencias del tiempo y las carreteras primitivas desconectadas adrede, sino por el peligro de los campos minados».
Eso era Bosnia: un sitio difícil, un triángulo montañoso que se mantenía aislado. Una línea de falla sobre el Drina en la historia europea: de un lado el Imperio Romano de Oriente, del otro lado, el de Occidente; al este los ortodoxos, al oeste los católicos; con los rusos, Serbia, con los Habsburgo, Croacia. “De modo que allí nos metimos, en una suite del Holiday con un dormitorio y una sala haciendo de representación diplomática. Ya conoces la broma del Inn, ¿verdad? Esa que dice que, si un hombre va a la luna, las únicas dos cosas que podrá ver de la Tierra, sin usar un telescopio, son la Gran Muralla china y el Inn de Sarajevo. Pero volviendo a la historia… Te contaba que allí empezó la guerra, en esa gran avenida que va desde la Baščaršija —el centro del viejo bazar turco— hasta el aeropuerto, ese boulevard ancho donde se apostaron los francotiradores para dispararle a la gente, la población civil. El llamado Sniper Alley o la calle del francotirador. De hecho ¿sabés lo primero que nos enseñaban a decir en el curso acelerado que hacíamos para aprender bosnio con un manual de supervivencia?: ‘¡No me dispare! ¡No soy un soldado!’”
De las anécdotas de mis amigos —el embajador de España José Ángel López Jorrín y su esposa Emma Hernández Landaeta—, aprendí mucho de la región y del conflicto, pero me detengo en esta que retumba en la memoria desde que el periodista Ezio Gavazzeni denunció los tours asesinos en el sitio de Sarajevo y las fortunas all inclusive pagadas al contado por el placer de matar.
