
La mañana del 1 de diciembre de 1948 comenzó como cualquier otra en la playa de Somerton, cerca de Adelaida. A primera hora del día, un joven de 16 años, llamado Neil Day, paseaba cuando vio a un hombre vestido de traje, apoyado contra unas piedras, y supuso que dormía tras una larga noche. Quizás estaba ebrio y había decidido quedarse allí a descansar. Horas más tarde, el joyero John Lyons, acompañado de su esposa, pasó por el mismo lugar y notó a un hombre inmóvil. Al acercarse, descubrieron que estaba muerto. Así se activó una investigación policial que, desde ese instante, convertiría a aquel desconocido en el protagonista del misterio más célebre de la crónica policial australiana.
Estaba prolijamente vestido, con camisa blanca, corbata, pantalón marrón y zapatos relucientes, un pulóver y un saco europeo a pesar del calor de aquel primer día de diciembre. Sus manos y uñas impecables, su complexión atlética y la ausencia de cicatrices revelaban a alguien que no había hecho trabajo manual, y sus ojos grises y cabello rubio grisáceo contrastaban con la frialdad de su destino. Ningún documento ni etiqueta podía revelar su identidad: todo parecía haber sido cuidadosamente borrado, como si alguien hubiera querido que permaneciera en el anonimato.
Y en uno de sus bolsillos, un pequeño papel con la inscripción persa “tamam shud”, que significa “terminado”, arrancado de la última página de un libro de poemas persas, El Rubaiyat de Omar Khayyám, encontrado más tarde en un coche cercano. Ese hallazgo inicial desató un laberinto de preguntas sin respuesta y sembró la semilla de un misterio que atravesaría décadas. En pleno clima de Guerra Fría, la muerte del desconocido se prestaba a interpretaciones que iban del suicidio al espionaje, del asesinato pasional a la venganza silenciosa de agentes secretos, dejando a Australia con un enigma que parecía desafiar la lógica y el tiempo.

El hallazgo
La escena sorprendió a todos los que se acercaron aquel día a Somerton Park. El hombre estaba semi acostado, boca arriba, con la espalda apoyada en una roca, un cigarrillo de la marca Kensitas sobre la oreja derecha y un paquete de Army Club en el bolsillo, aunque contenía cigarrillos Kensitas en su interior. Entre sus pertenencias también había fósforos, chicles, un boleto de micro y otro de tren, y, lo más inquietante, el papel con la inscripción en persa. Cada detalle parecía meticulosamente preparado para no revelar nada, y la ausencia de etiquetas en la ropa reforzaba la impresión de que alguien había querido borrar cualquier pista.
Desde el primer momento, los investigadores se enfrentaron a un rompecabezas. El cadáver no presentaba signos de violencia externa ni cicatrices, su corazón y órganos eran normales. Más tarde, la autopsia, aunque minuciosa, solo determinó congestión en varios órganos y hemorragia gástrica, sin identificar toxinas o rastros de veneno conocidos. Cada respuesta obtenida abría nuevas preguntas: ¿había muerto por causas naturales, por un suicidio calculado o por un asesinato imposible de rastrear? En ese caso, el cuerpo no hablaba, desafiando la lógica forense.
La noticia del hombre de traje corrió como un reguero de pólvora y, pronto, la prensa se sumó al misterio: al día siguiente todos los diarios locales publicaron noticias contradictorias sobre su identidad y versiones de qué pasó. Hubo quien se presentó en la comisaría para desmentir que él fuera el hombre fallecido, mientras que otras posibles identidades se barajaron sin éxito durante semanas. Cada intento de identificación fallida convertía al hombre en un enigma más sólido, en un protagonista de historias que combinaban lo cotidiano con lo imposible.
La hipótesis del espionaje surgió casi de inmediato. La Guerra Fría comenzaba a teñir de sospecha cada muerte extraña y la aparición de la frase en persa solo reforzó la idea de que aquel hombre podía estar involucrado en actividades secretas y de espionaje. Su aparente buena educación, la limpieza de sus manos y la elección de ropa cara hacían pensar en alguien acostumbrado a moverse con discreción y precisión, casi como un agente encubierto.

La investigación
El caso tomó nuevas dimensiones cuando el 14 de enero se encontró una valija en la estación de trenes de Adelaida, guardada en el depósito el 30 de noviembre y que nadie reclamó. Un hallazgo aparentemente independiente alimentó aún más el misterio: había ropa, una corbata, pantuflas, pijamas, herramientas de electricista, cuchillos recortados e hilos de coser que coincidían con los del saco que vestía aquel cuerpo NN. Todo estaba cuidadosamente organizado, y en varias prendas las etiquetas habían sido cortadas, como si alguien quisiera borrar cualquier pista sobre su procedencia. La valija parecía pertenecer al hombre encontrado en la playa, aunque nada lo confirmaba de manera definitiva.
En paralelo, apareció el famoso libro The Rubaiyat de Omar Khayyám, en un automóvil cercano a la playa. En la última página había una parte recortada que coincidía con ese trozo que decía “tamam shud”. Además, alguien había escrito a mano una serie de letras aparentemente incomprensibles que podrían haber sido un código. Allí también apareció un número de teléfono que llevaba a Jessica Thompson, una enfermera que vivía a pocos metros de la playa. Su aparición sumó un nuevo nivel de intriga: ¿quién era este hombre y qué vínculo tenía con ella?
Cuando la policía interrogó a la mujer, ésta se mostró nerviosa, negando conocer al fallecido, aunque recordó que alguien la había buscado meses antes. Las pistas parecían mezclar la vida cotidiana con la sospecha de espionaje: un hombre elegante, meticuloso, con un código secreto y vínculos misteriosos… Cada detalle reforzaba la sensación de que la verdad estaba oculta tras un velo de deliberada discreción.
La identidad del hombre se volvió aún más difícil de establecer debido a los constantes fracasos para identificarlo. Numerosas personas ofrecieron información o afirmaron reconocerlo, pero todas las hipótesis fueron descartadas tras las verificaciones formales. Organizaciones como Interpol y el FBI compararon sus huellas digitales y sus características físicas con registros internacionales, sin obtener coincidencias. Mientras tanto, los medios difundían nuevas versiones sobre espionaje, relaciones clandestinas o crímenes imposibles de esclarecer. El cuerpo permaneció embalsamado durante meses y se realizó un molde de yeso de su rostro, que quedó resguardado como recurso para futuras identificaciones, reflejando la dificultad para resolver un caso que desafió la investigación forense y policial por años.
A lo largo de décadas, la investigación osciló entre el mito y la ciencia, con expertos en códigos, genealogistas y forenses intentando descifrar la maraña de objetos, símbolos y relaciones personales que rodeaban al misterioso hombre. La combinación de objetos personales incompletos, el libro enigmático y la proximidad a la enfermera Thompson construyeron un rompecabezas que mantuvo a Australia y al mundo en vilo durante más de setenta años.

La identificación
Décadas más tarde, el profesor Derek Abbott, experto en ADN de la Universidad de Adelaida, retomó el caso como un desafío científico y lo hizo personal. Con la colaboración de la especialista forense Colleen Fitzpatrick, Abbott logró reconstruir el árbol genealógico del hombre mediante muestras de cabello conservadas desde la autopsia, comparando perfiles genéticos con bases de datos de genealogía. La investigación científica, impulsada por la paciencia y la obsesión, permitió reducir las posibilidades hasta dar con un nombre: Carl “Charles” Webb, nacido en 1905. Era un ingeniero eléctrico de Melbourne que en su adolescencia comenzó a jugar fútbol, cosa que explicaba su contextura física y musculosa.
Los análisis confirmaron la coincidencia genética con familiares vivos, revelando detalles de su vida: el hombre había perdido a sus padres y a un hermano en la Segunda Guerra Mundial, se había separado de su esposa y llevaba una vida solitaria. Documentos de divorcio y testimonios de familiares destacaban su inclinación por la escritura de poemas sobre la muerte y antecedentes de intentos de suicidio, rasgos violentos, pero nada explicaba la presencia del enigmático código ni el motivo de su viaje a Adelaida.
Aunque el hallazgo científico puso fin a la incertidumbre sobre su identidad, la causa de su muerte sigue siendo un misterio. Respecto a qué lo mató —si fue por envenenamiento, suicidio o un accidente— nunca fue esclarecido. Tampoco se descifró qué quería decir el mensaje codificado encontrado en el libro, que continúa siendo un enigma que desafía a expertos y aficionados por igual.
Ya pasaron 77 años de preguntas sin respuesta, y la historia de Carl Webb sigue siendo un enigma. Desde aquel primer hallazgo en la arena hasta su identificación genética, el caso del “Hombre de Somerton” entrelaza intriga, espionaje y tragedia personal, consolidándose como uno de los misterios más fascinantes y duraderos de la crónica policial internacional.
