Muchos rectores universitarios, presidentes de colegios profesionales, secretarios generales de sindicatos, intendentes y gobernadores deberían estar inquietos y hasta quizá preocupados por la situación de Chiqui Tapia.
El “modelo AFA” es muy similar al que se ha consolidado en otras instituciones de la Argentina, donde el personalismo, la opacidad, la eternización en el poder y el silenciamiento de las voces críticas tienden a imponerse como métodos de conducción.
Lo que se discute alrededor de Tapia es mucho más que una gestión circunstancial en la entidad rectora del fútbol. Se discute un modelo dirigencial que se ha enquistado en muchos estamentos del Estado y de la sociedad civil. Es un formato de cooptación institucional, en el que no se asumen responsabilidades transitorias de conducción con vocación de servicio, sino que se aprovechan las instituciones para proyectos personales de poder y, muchas veces, de negocios. No caben las generalizaciones, por supuesto, pero ¿no suena familiar en muchas asociaciones, entidades intermedias y casas de altos estudios convertidas en pequeños feudos de dirigentes atornillados a sus poltronas dirigenciales?
El debate nacional que se ha instalado sobre la conducción de la AFA debería propiciar una discusión más amplia sobre la salubridad dirigencial en la Argentina. Puede parecer ingenuo, pero quizá sea una buena oportunidad para que muchas instituciones se sometan a un sencillo test: ¿cuán lejos o cuán cerca estamos del “modelo Chiqui Tapia”? Para contestar la pregunta tal vez sea útil intentar un inventario de las características de ese modelo.
La primera particularidad es, sin duda, el personalismo; la idea de que no hay un líder, sino “un patrón”; alguien que tiende a eternizarse en el poder, que busca la reelección indefinida o que encuentra la manera de gobernar desde las sombras con algún “testaferro” ocasional que ocupe el cargo formal. ¿No hay una similitud congénita entre Tapia y los barones del conurbano?
En el caso de los sindicatos, este rasgo ha alcanzado niveles grotescos. Dirigentes como Armando Cavalieri, Luis Barrionuevo, Hugo Moyano, Julio Piumato o Andrés Rodríguez, por citar solo algunos casos, llevan entre 30 y 40 años al frente de esas organizaciones. La alternancia y la renovación dirigencial son vistas como una amenaza. Se naturalizan, sí, los cargos hereditarios y la cooptación de los órganos de fiscalización y control. Son organizaciones que, en términos de calidad democrática, quedaron ancladas en el siglo pasado.
Pero algo no demasiado diferente ocurre en ámbitos académicos y profesionales en los que se supone que deberían funcionar otros escrúpulos institucionales. En la Universidad de La Plata, por ejemplo, el exrector Fernando Tauber va por su tercer mandato como presidente, y en los períodos en los que no pudo ser reelecto por restricciones estatutarias ocupó una vicepresidencia con plenos poderes. Es un modelo que ya había aplicado Oscar Shuberoff en la UBA –donde gobernó 16 años– y que ahora sigue, desde el cargo formal de vicerrector, Emiliano Yacobitti.
Los “Chiqui Tapia” universitarios o sindicales se sienten identificados con una idea que el titular de la AFA expresó con claridad hace pocos días desde una tarima: “A mí me eligen los dirigentes… Y me quedan muchos años más”. Detrás de esa frase asoma otra de las características centrales del “modelo”: una suerte de clientelismo vip que se asegura el respaldo de los que votan en asambleas para que “el patrón” siga en el poder. Es un sistema de repartos y toma y daca que suele traducirse en impactantes mayorías o hasta en sospechosas unanimidades a la hora de definir reelecciones.
Lo que suele presentarse como consenso encubre, muchas veces, otra característica esencial del “modelo Tapia”: el disenso puede costar muy caro. Lo ha comprobado Juan Sebastián Verón, castigado por plantear una crítica y “sacar los pies del plato”. ¿Solo ocurre en la AFA? No es aventurado afirmar que si Verón fuera profesor de la UBA o de la UNLP –por mencionar a dos de las universidades más importantes de la Argentina– también estaría pagando las consecuencias de asumir una posición crítica. ¿O no hemos visto en claustros universitarios que se impidan conferencias por el hecho de que el disertante no piensa como “debería pensar”?
En este modelo dirigencial, se desalienta el debate interno y se penaliza la discrepancia. A veces se apela a mecanismos menos burdos que el que aplicó Tapia, pero los que se apartan del discurso oficial y se atreven a discutir dogmas y formatos de gestión suelen ser condenados a una especie de destierro institucional. La uniformidad es otra de las notas salientes del formato de conducción que representa Tapia. Se vio en la reunión en la que se decidió entregar una copa por decreto a Rosario Central: nadie abrió la boca. Hay una regla que no está escrita en ningún lado, pero que tiene plena vigencia con este tipo de dirigentes: “Si querés discrepar, discrepá, pero atenete a las consecuencias”.
El silencio remite a otro patrón que se repite: alrededor de esas conducciones personalistas se instala una atmósfera de temor y de obsecuencia. Como rigen más la arbitrariedad y la voluntad de “el jefe” que la letra de los reglamentos o los estatutos, muchos creen que la mejor forma de defender los intereses que representan es congraciarse con el “mandamás”, no confrontar con él.
De esa ausencia de debate se desprende otra particularidad del modelo: la opacidad, la falta de rendición de cuentas y la resistencia a las auditorías y los controles externos. En muchos casos se maneja la institución como si fuera una empresa familiar o un negocio personal. Por eso hay una reacción instantánea contra cualquier intención de abrir los libros contables, examinar los contratos o revisar la “caja chica”. Y lo que se administra en muchas de esas instituciones no es pobreza, exactamente. Es una obviedad hablar del enorme poder económico de los sindicatos, con entramados empresarios en los que se mezclan la organización con los intereses familiares. También es multimillonario el mundo de los “servicios a terceros” que prestan las universidades y el flujo de aportes que manejan algunas cajas e instituciones profesionales. Ni hablar de las compraventas y comisiones en los clubes de fútbol.
Muchos cargos que son ad honorem, como el de titular de la AFA, el de cualquier club, el de secretario de un gremio o el de presidente de un colegio profesional, se convierten, en algunos casos, en actividades bien rentadas gracias a la aplicación ventajosa de algunos artículos estatutarios. Los rubros de “viáticos”, “viajes” y “gastos de representación” forman parte de esos temas que no se discuten, no se miran, no se revisan. En este tipo de organizaciones, la “justicia” depende del Ejecutivo. La AFA es un buen ejemplo: los tribunales de ética y de disciplina los designa Tapia. Y se permite incorporar a varios jueces, para tener protección en Comodoro Py.
Por supuesto que no son todos iguales, y existen en la dirigencia intermedia modelos virtuosos, con liderazgos éticos y comprometidos. Hay colegios profesionales del interior que tienen expresamente vedada la reelección de sus titulares, en lo que representa un síntoma de higiene y calidad institucional. Hay muchos dirigentes que honran su función: sacrifican ingresos y donan su tiempo personal con vocación de servicio. Pero también es cierto que Tapia no ha inventado un modelo propio, sino que representa un estilo y un formato de conducción que suena familiar en otros ámbitos. Hay que reconocerle, sin embargo, la virtud de haber llevado las cosas a niveles tan grotescos que ha provocado una sana reacción social y ha activado reflectores que hoy intentan echar luz sobre esos mundos oscuros.
El “modelo AFA” sobrevive siempre en la penumbra. Pero tiene otra característica: son sistemas que, por su propia naturaleza, se van enviciando y sobregirando. Y un día quedan demasiado expuestos. Es lo que le pasó a Chiqui Tapia: creyó que podía hacer cualquier cosa; se pasó de rosca y se permitió caprichos burdos de dictadorzuelo. Así, hoy todos vemos lo que era evidente desde siempre.
La apropiación de cualquier institución para construir un bastión de poder personal puede funcionar durante años, incluso durante varias décadas, pero un día empieza el derrumbe: se descascara el revoque y termina cayéndose la pared. ¿Tomarán nota los “Chiqui Tapia” que hoy se aferran, con menos visibilidad, a sus despachos o sillones? Si se produjera esa reacción, no habrá sido en vano la copa a Rosario Central.
