La decisión de modificar el Código Penal que rige en nuestro país desde 1921 constituye una oportunidad clave para una sociedad que reclama, desde hace décadas, el restablecimiento del orden jurídico y de la autoridad estatal frente al delito. No se trata de una mera actualización técnica ni de una recopilación administrativa, sino que se discute el modelo de convivencia que queremos de aquí en más. Tras muchos años en los que se consolidó la nefasta visión abolicionistadel exjuez Eugenio Zaffaroni, que colocó al victimario en el centro de las preocupaciones del Estado, se abre finalmente la posibilidad de disponer la tolerancia cero para quien viole la ley y de volver a colocar a las víctimas en el lugar del que nunca debieron haber sido corridas por cuestiones ideológico-partidarias, transformándolas en parias del sistema.
Se abre finalmente ahora la posibilidad de disponer la tolerancia cero para quien viole la ley y de volver a colocar a las víctimas en el lugar del que nunca debieron haber sido corridas por cuestiones ideológico-partidarias, transformándolas en parias del sistema
El proyecto del Gobierno propone triplicar el articulado del Código vigente mediante la incorporación de delitos hoy desperdigados en leyes especiales: una solución que numerosos penalistas consideran indispensable para dotar al sistema de cohesión, mientras que otros preferirían mantener tales normas separadas en aras de la precisión analítica. No obstante ello, existe suficiente consenso respecto de que la actual dispersión ha generado dificultad interpretativa e inseguridad jurídica en no pocos casos, y que ha llegado la hora de decidir con claridad.
La reforma propuesta persigue tres objetivos generales claramente definidos: un endurecimiento de penas, la ampliación de conductas punibles y la revisión del régimen de prescripción, excarcelaciones y figuras agravadas. Se estima que en estos últimos puntos es donde el debate será más arduo.
Existe suficiente consenso respecto de que la actual dispersión de normas ha generado dificultad interpretativa e inseguridad jurídica en no pocos casos; ha llegado la hora de decidir con claridad
En materia de nuevos delitos, el Gobierno busca incorporar el homicidio agravado; el abuso sexual; la producción, comercialización y distribución de material de abuso sexual infantil; la corrupción de menores; la promoción y facilitación de la prostitución y explotación; la sustracción de menores con fines sexuales; la trata de personas; el secuestro; los atentados al orden constitucional y contra el sistema democrático; los procesos contra organizaciones criminales, y el terrorismo y su financiamiento.
También los de acoso sexual en ámbitos laborales, docentes o de custodia; la estafa piramidal; el grooming; y otras figuras como las acciones de “motochorros”, “viudas negras” o agresiones en manifestaciones, con escalas agravadas. Este conjunto revela la dimensión real del cambio social que el antiguo Código ya no lograba abarcar.
En cuanto al agravamiento de penas, la reforma es explícita: el homicidio simple irá a 10 años de mínima y a 30 años de máxima, en lugar de los actuales 8 y 25 años. Para el caso del homicidio agravado, la pena será de prisión perpetua cuando las víctimas sean el Presidente, el jefe de Gabinete, ministros, docentes, menores de 16 años o mayores de 65. También si el crimen se ejecuta en un lugar de concurrencia masiva, centro educativo o deportivo, o en la vía pública, mediante armas, automotores u otros elementos aptos para producir la muerte de un número indeterminado de personas o por encargo.
Las lesiones leves se elevan significativamente; la pornografía infantil alcanza hasta 12 años con agravantes; el robo con violencia, a 10; el hurto se extiende a 3 años; la portación ilegal de armas deviene no excarcelable, y los delitos de corrupción, como el cohecho, se agravan hasta 15 años en caso de enriquecimiento ilícito y a 10 años en los de coimas. Con estas modificaciones, se estima que el 82% de los delitos tendrá pena de efectivo cumplimiento. El objetivo es claro: que el Estado deje de ser garante de la impunidad.
El objetivo de la reforma es claro: que el Estado deje de ser garante de la impunidad
Un dato no menor es que el proyecto también contempla normas que protejan el accionar del personal policial. Si bien el crimen responde a múltiples factores de compleja solución, contar con normas que vuelvan a dar a esos agentes el respaldo normativo necesario para poder ejercer eficientemente su tarea es sin dudas un comienzo necesario en el camino del combate contra el delito, así como un mensaje claro de desaliento a la injusta persecución y maltrato al que se ven sometidos en el desempeño de sus funciones.
En cuanto a los puntos más controvertidos figura el de la imprescriptibilidad. El Gobierno anunció que ciertos delitos especialmente graves, como los homicidios agravados, los sexuales, la trata y terrorismo permanecerán imprescriptibles. Sin embargo, continúa abierto el debate sobre incluir o no en esa lista los delitos de corrupción. En un principio, el Gobierno optó por sumarlos, pero en las últimas horas dio marcha atrás, aunque aclaró que no descarta su futura incorporación. La discusión no es menor. Hay quienes alertan sobre los riesgos de ampliar las imprescriptibilidades debido a las dificultades probatorias y a que los juicios sigan transformándose en procesos interminables, mientras que otros señalan que solo así se evita que la burocracia cómplice y la fuga prolongada garanticen la extinción de la acción penal.
Ya estamos transitando en el presente los inconvenientes que surgen de juzgar hoy delitos cometidos hace más de 40 años, como sucede en los de lesa humanidad. La reconstrucción de los hechos se vuelve sumamente trabajosa, la memoria de los seres humanos naturalmente decrece, los reconocimientos tanto de fisonomías como de voces dejan de ser una herramienta válida y se corre en definitiva el riesgo, como ocurre hoy, de condenar sin la suficiente dosis de prueba. Es sabido, además, que el riesgo aumenta cuando la presión social por el tipo de delito es mayor.
También genera polémica la posible eliminación de la figura del femicidio, a la que se pretendería reemplazar por una formulación general de homicidio agravado por razones de odio o violencia de género. Los expertos deberán discutir si la especificidad del término es necesaria para visibilizar un fenómeno estructural o si subsumirla en categorías más amplias evita redundancias que han venido produciendo interpretaciones contradictorias.
De sancionarse la baja de la edad de imputabilidad a 13 años, el Estado deberá garantizar que los centros de detención para esos delincuentes juveniles no se conviertan en antros de violencia o escuelas de delito
Tampoco faltan contraargumentos atendibles en el caso de las excarcelaciones. La Corte Suprema de Justicia ha advertido sobre el riesgo de crear categorías de delitos “inexcarcelables”, en tanto juristas de ámbitos diversos sostienen que aumentar penas no garantiza por sí mismo la reducción del delito, y están quienes temen que el endurecimiento no venga acompañado de un sistema penitenciario capaz de evitar un ciclo de degradación y reincidencia. A este último grupo se suman quienes, estando de acuerdo con la baja de la edad de imputabilidad a 13 años, reclaman que el Estado se asegure que los establecimientos carcelarios que alojen a esos menores no derive, como es habitual, en un antro de violencia y descontrol. Sin esa prevención, estiman que esos centros serán, como ya los conocemos, escuelas del delito, perdiendo con ello la finalidad de la resocialización.
Después de un siglo de reformas parciales y de décadas de creciente inseguridad, la Argentina necesita un Código Penal moderno y coherente, que haga retroceder la cultura del desorden y vuelva a colocar a la víctima en el centro. Se necesita un Estado que proteja, una Justicia que actúe y un orden jurídico que vuelva a ser respetado. El debate parlamentario será arduo, pero indispensable. No se puede construir una sociedad libre cuando reina la impunidad.