El algoritmo, droga que cambia la percepción

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Todo se ha vuelto tan insustancial que, pantallas mediante, ficción y realidad parecen términos intercambiables. Una amiga me manda un video en el que un caniche y un bebé juegan como dos hermanos. Mi hija menor me dice que fue hecho con inteligencia artificial. Tiene razón. Si no lo miro bien, el engaño pasa. Pero, ¿hay diferencia? ¿Hay engaño? Los sentimientos de simpatía que el video despierta son verdaderos. Muchos se apoyan en los efectos benéficos de estas “simulaciones” para avalarlas o tomarlas por “reales”. Eso sucede, por ejemplo, con aquel que habla con un chatbot y acaba humanizándolo para sentirse menos solo, aunque en verdad está tan solo como antes. No se me escapa que los millones de personas en el mundo que apelan a la IA en busca de apoyo emocional o compañía me desmentirían. Gracias a ella, me dirán, en verdad ya no están solos. Y acaso tengan razón. Respeto ese sentimiento, pero entonces me digo que lo que hoy está en entredicho es la expresión “en verdad”. Y es obvio, porque la realidad ya no es lo que era.

Los algoritmos actúan como una droga. Nos cambian la percepción. Son una droga de consumo obligado, a la que volvemos de modo constante durante todo el día. Por eso hoy vivimos en un estado alterado, con la certeza de que lo viejo ya fue, pero todavía sin hacer pie en lo nuevo. Podemos terminar en cualquier lado. Porque la realidad, inaccesible en el fondo desde los límites de nuestra subjetividad, siempre fue una convención. Hoy los términos de esa convención están siendo trastocados por la omnipresente vida digital, que produce el efecto complementario de anestesiarnos, de modo que nos entregamos al proceso de transformación casi sin advertirlo y, lo que es curioso, sin ser parte activa en él. Somos apenas usuarios. Usuarios que aportan, en el mejor de los casos, talento y creatividad, pero siempre jugando en un arenero ajeno con los juguetes que nos dan y la reglas que establecen los que llevan el control. Un poco como niños. También es posible que estén jugando con nosotros.

Entre novelista y lector hay un acuerdo tácito que se consuma en el territorio sin límites de la imaginación

En una nota de esta semana, Guillermo Oliveto contó que hace poco la cadena británica Channel 4 emitió un documental titulado ¿Me quitará la IA mi trabajo? Lo condujo una mujer joven, Aisha Gaban, que era la imagen misma de la corresponsal esclarecida que suele aparecer en las cadenas internacionales de noticias. Al terminar el informe, Aisha dijo que ella no existía. Era una presentadora generada por IA. Sin embargo, ¿en verdad no existía? Se agradece la humildad de Aisha, pero podríamos consolarla señalándole que existió durante un buen rato, todo el tiempo que duró su informe hasta su confesión. Y quizá un poco después también, en caso de que haya dejado prendado a algún espectador, rendido ante su inteligencia y belleza. Ya no sabemos qué es “lo real”. Acaso el mundo va camino a convertirse en un relato construido en Silicon Valley.

Relatos hubo siempre. Los necesitamos. El caos o el magma que late allá afuera, aquello que llamamos “lo real”, nos abrumaría si no lo ordenáramos para darle un sentido. Los cuentos, las historias, las narraciones, dicen los estudiosos, han cumplido esa función. El flujo vertiginoso de la vida digital, que todo lo fragmenta en una lluvia inconexa de estímulos, parece estar desplazando el hábito de leer la realidad según una sucesión de relaciones de causa y efecto. Nos estamos quedando solo con el efecto. Un síntoma que impacta en todos los órdenes, de las relaciones personales a la política.

La realidad y la ficción han estado emparentadas desde siempre. Cuando leemos una novela que nos gusta y nos metemos de cabeza en el universo que propone, de algún modo estamos viviendo en la historia, y los personajes adquieren para nosotros tres dimensiones, es decir, visos de realidad. Así ampliamos nuestro rango de experiencias y puede pasar que al volver a la vida diaria veamos la realidad de otra manera, enriquecida, gracias a la vivencia de la lectura. En este caso, entre novelista y lector hay un acuerdo tácito que se consuma en el territorio sin límites de la imaginación. Las ficciones que nos vende la IA suelen llegar sin aviso, como en el caso de la presentadora que no existió o que solo existió por un rato. Son, a fin de cuentas, engaños que se montan sobre nuestra credulidad. Al margen, y más allá de posteos tiernos como los del caniche, el poder de manipulación que ofrecen estas tecnologías es alarmante.

Pero volvamos a lo cotidiano. ¿Cómo establecer un criterio de realidad en medio de un entorno donde nada es lo que parece y donde nos sumamos voluntariamente a distintas “simulaciones”, creando vínculos emocionales “de ida y vuelta” con robots inanimados que fingen empatía? En algún sentido, creo que estos dispositivos no amplían la realidad, tal como se dice, sino que la reducen. Tengo para mí que los algoritmos, al trabajar a partir de la combinación de datos ya cristalizados y en beneficio de la eficacia, matan el misterio, esa inmensa zona de la realidad que le es esquiva al limitado intelecto humano y que, a lo largo de los siglos, fue auscultada por el mito y la poesía. Pero me inquieta una preocupación más concreta: ¿le digo a mi amiga que el video que me mandó es fake? Tal vez ya lo sepa y le importe poco y nada. ¿Y si le respondo nomás con un emoji simpático? Total, ¿cuál es la diferencia?

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