
La nueva Ley General de Aguas aprobada en diciembre de 2025 fue presentada por el Gobierno como un avance normativo relevante para México. Entre los principales argumentos que se presentaron están el reconocer el derecho humano al agua, el ordenar un sistema de concesiones históricamente opaco y una rectoría más clara del Estado sobre un recurso estratégico cada vez más escaso.
La realidad que vivimos en México: sequías más frecuentes, acuíferos sobreexplotados, infraestructura obsoleta y una profunda desigualdad en el acceso al agua potable y al saneamiento, sustentaba sin lugar a dudas la necesidad de una reforma.
Sin embargo, como ocurre frecuentemente en la política hídrica nacional, el problema central no está en la intención de la ley, sino en su viabilidad operativa y en la falta de consensos en su aprobación, dejando de escuchar voces expertas que, si bien coincidían en la necesidad de reformas, no estaban de acuerdo en muchos de los planteamientos que, en el mejor de los casos, juzgaban como más políticos que técnicos.
La nueva legislación amplía de manera significativa las facultades de la Comisión Nacional del Agua (CONAGUA), que deberá fortalecer la administración y vigilancia de concesiones, actualizar y transparentar el Registro Nacional del Agua, supervisar cuencas y acuíferos, y aplicar un régimen de sanciones más estricto frente al uso irregular del recurso, entre otras atribuciones.

Todo ello exige una capacidad institucional robusta, con personal técnico suficiente y bien capacitado, presencia territorial, sistemas de monitoreo modernos y una estructura administrativa eficiente. No obstante, estas nuevas responsabilidades llegan en un contexto de restricción presupuestal persistente que limita seriamente su ejecución.
Analicemos los números. Para 2026, el Presupuesto de Egresos de la Federación aprobó para CONAGUA cerca de 37 mil millones de pesos, lo que representa aproximadamente un 0.1% del PIB. De acuerdo con la Red de Agua de la UNAM, la inversión en agua debería estar entre 1.5% y 2% del PIB, es decir, alrededor de 350 mil millones de pesos anuales, para atender las necesidades básicas y estratégicas del país.
Estamos muy lejos de esas cifras y con más atribuciones nos alejamos todavía más. La reducción del presupuesto para CONAGUA en esta administración ha sido drástica, es casi 46% menor que el presupuesto que tuvo la Comisión en 2024 y 45% menos recursos que los ejercidos en 2018.
La paradoja es evidente: se fortalece la ley, pero se debilita a la institución encargada de hacerla cumplir.

A este desbalance se suma la forma en que la ley fue aprobada. El proceso legislativo se dio bajo un esquema de aprobación acelerada o fast track que dejó fuera un diálogo amplio con sectores directamente afectados, así como a voces expertas que exigían un análisis más profundo.
Campesinos y productores agrícolas, principalmente del norte del país y del Bajío denunciaron que sus preocupaciones no fueron escuchadas y que la reforma avanzó sin una discusión técnica suficiente sobre sus impactos en el campo. Las protestas frente a la Cámara de Diputados, los bloqueos carreteros y las movilizaciones con tractores reflejaron un malestar social que no puede minimizarse. Más allá de la postura a favor o en contra de la ley, el mensaje fue claro: una reforma de esta magnitud requería mayor deliberación y construcción de consensos.
La falta de recursos y el déficit de diálogo generan un riesgo doble. Por un lado, la incapacidad de CONAGUA para vigilar efectivamente concesiones, combatir extracciones ilegales o supervisar el cumplimiento de la ley puede derivar en discrecionalidad, rezagos administrativos y conflictos locales. Por otro, la percepción de imposición normativa sin acompañamiento técnico ni presupuestal puede profundizar la desconfianza entre usuarios del agua y el Estado, especialmente en regiones donde el campo depende de manera crítica del recurso.
La experiencia reciente demuestra que los marcos legales, por sí solos, no resuelven la crisis hídrica. Sin inversión en infraestructura, modernización de sistemas de riego, reducción de fugas, tratamiento y reúso de aguas, así como fortalecimiento institucional, las leyes más ambiciosas corren el riesgo de quedarse en el papel.
La nueva Ley General de Aguas parte de diagnósticos correctos y plantea objetivos legítimos, pero su éxito dependerá menos de su redacción que de la voluntad política para dotar al sector hídrico, y particularmente a CONAGUA, de los recursos, capacidades y tiempo necesarios para hacerla realidad. Sin ello, México irá en el camino de sumar una nueva reforma que no logre traducirse en agua suficiente, segura y equitativa para todos.
** Las expresiones emitidas en esta columna son responsabilidad de quien las escribe y no necesariamente coinciden con la línea editorial de Infobae México, respetando la libertad de expresión de expertos.
