Julio Benítez tiene 43 años, es hincha de River y convive desde los cinco con una condición que marcó cada etapa de su vida: la hemofilia tipo A severa. Se trata de una enfermedad genética que impide la correcta coagulación de la sangre y provoca sangrados internos y externos que pueden volverse graves incluso ante golpes mínimos. En su caso, las secuelas fueron acumulándose con el tiempo hasta derivar en dos reemplazos totales de rodilla y una movilidad reducida que hoy forma parte de su rutina diaria.
Nacido en un pequeño pueblo de Córdoba, Julio pasó sus primeros años sin diagnóstico y con dolores constantes, hasta que un hematólogo logró ponerle nombre a lo que le ocurría. La falta de acceso temprano al tratamiento, las distancias con los centros de referencia y los sangrados articulares repetidos dejaron huellas irreversibles en su cuerpo. De adulto, decidió mudarse solo a Buenos Aires en busca de una mejor rehabilitación y un tratamiento sostenido que le permitiera ganar independencia y proyectar una vida con la mejor calidad posible, pese a la discapacidad.
Hoy trabaja como empleado administrativo en la Legislatura Porteña, es docente de formación y colabora activamente con la Fundación de la Hemofilia, una institución clave en la atención integral de pacientes de todo el país. Desde allí, además de acompañar a otros, da batalla por la concientización y el acceso a los tratamientos que cambiaron el pronóstico de la enfermedad. En un contexto marcado por el recorte del financiamiento estatal que dejó a la Fundación al borde del cierre, su historia personal también se vuelve testimonio y advertencia sobre lo que está en juego cuando la salud deja de ser prioridad.

—Casi como en un programa antiguo de televisión, que era domingo para la juventud, te pido que te presentes.
—Mi nombre es Julio Benítez, tengo 43 años y soy hemofílico. Tengo hemofilia tipo A severa, que es deficiencia de coagulación de factor VIII (ocho) en la sangre. Con los años, la artropatía de alguna manera fue avanzando y tengo dos reemplazos articulares de rodilla y esa artropatía me genera una limitación de movilidad de los codos y algunas articulaciones. Así que la vida adulta me está llevando por un camino de desafíos diarios, uno se siente más grande y empieza con unos problemitas de movilidad. Pero más que nada tratando siempre de mantenerme activo y llevando mi vida diaria, trabajando.
—Definiste a la hemofilia como un problema de coagulación de la sangre.
—Sí, la sangre del paciente hemoflíco no coagula.
—Si te lastimás, lo que nosotros estamos acostumbrados a que se forme, como la cicatriz y demás, en vos no pasa.
—No, no me pasa. En el caso nuestro, sangramos al no tener la proteína de factor VIII la sangre, nuestra coagulación es nula. Entonces, la sangre continuamente sale. Si yo tengo un corte, automáticamente me tengo primero que aplicar el factor VIII, que es el coagulante que nos falta a la sangre. Es intravenoso. Yo tengo en casa un stock siempre de medicación en la heladera y, cuando me voy de viaje, también me llevo por cualquier tipo de eventualidad que tenga: alguna caída o un golpe. Siempre me llevo una bolsita refrigerante. La falta de coagulación nos lleva a tener que tener preventivamente siempre algo para cortar un tipo de hemorragia o algún sangrado.
—Sangrado tanto externo como interno.
—Interno, exactamente. Nosotros le decimos sangrado interno, generalmente es articulaciones cuando sangran, se inflaman, en el caso del codo, la rodilla y los tobillos. Son las articulaciones que más afectadas se ven por la hemofilia, porque son las que tienen mayor tipo de impacto, más flexión. Entonces, ahí es donde sufrimos más porque la articulación sangra internamente cuando los vasitos sanguíneos se rompen. Se produce una inflamación, limitación de la movilidad de la articulación y, por ende, eso genera un daño articular con el tiempo, que es lo que a mí me pasó con la hemofilia.
—¿Cuándo te enteraste que eras hemofílico?
—A los 5 años. No era fácil de detectar en ese momento. Yo soy de la provincia de Córdoba, de un pueblito que se llama La Cruz, en Calamuchita. Tuve una caída y un hematoma en el brazo. Mi papá no sabía qué tenía porque no sanaba. Llevaba tiempo que ese hematoma se fuera. Entonces, él empezó a llevarme a centros médicos en Córdoba capital, San Luis, Río Cuarto y no daban con lo que tenía. Hasta que un hematólogo en el Hospital del Niño de Córdoba me hace pruebas de factor y detecta que yo tengo hemofilia. A partir de ahí empezó el tratamiento con el factor VIII, el coagulante.
—O sea, vos estuviste cinco años de tu vida con el riesgo del sangrado sin el diagnóstico adecuado.
—Exactamente, Luis. La lejanía, como siempre decimos, que todo está en Buenos Aires, concentrado, para los que estamos en el interior, no era tan fácil… La Fundación de la Hemofilia es el centro de referencia, que está en Buenos Aires. Yo en Córdoba lo único que tenía era, en su momento, el Hospital Italiano, que tenía un servicio de hematología muy bueno y después Sanatorio Mayo. Y el Hospital del Niño, que es donde me hicieron la detección de la hemofilia. Pero después me derivaron al Hospital Italiano, donde estaban todos los hematólogos, especialistas de referencia de hemofilia. Y a partir de ahí empiezo el tratamiento.
—¿Es hereditario?
—Sí, es hereditario.
—¿Y quién de tu árbol genealógico lo tiene?
—Estamos justamente buscando esa historia con mi hermana, la más chiquita, Macarena, para detectar todo nuestro pasado. Porque mi mamá es correntina, de un pueblito que se llama Justino Solari, entre Mercedes y Curuzú Cuatiá. Ella se conoce con mi papá en Córdoba. A partir de ahí, no hay nadie, dentro del relato que me decía mi abuela, que tenga un problema de salud como el mío. Después sí me entero con el tiempo que yo tenía unos tíos en Corrientes que tuvieron unos problemas articulares a temprana edad, tenían hemorragias, no sanaban, se le inflamaba la rodilla y pasaban meses sin poder curarse. Ellos trabajaban en el campo, con lo cual era muy difícil en ese momento diagnosticar. Entonces, una tía mía que estaba en Buenos Aires en ese momento trató de traerlos a Buenos Aires, pero no llegó a tiempo. Lamentablemente, uno falleció por un accidente en el campo a temprana edad y otro a mediana edad, pero porque tenía una rodilla con un problema que no se le curaba. Seguramente ellos eran hemofílicos y estaban sufriendo la artropatía…
—Hasta ahora no has podido reconstruir con precisión de qué lado viene. Da la impresión del lado de la mamá.
—De mi mamá. Ella tiene el cromosoma, por eso yo soy el primer paciente de la familia hemofílico. Mis hermanos varones, por suerte, no. Mi hermana está haciendo el estudio genético a ver si es portadora o no. En enero vamos a tener el resultado. Porque también para ella es una decisión. Si va a tener familia, puede prevenir o de alguna manera tener el recaudo.
—¿Un paciente con hemofilia puede tener hijos o se aconseja que no?
—Podés tener hijos, de hecho, varias personas de la comunidad tienen hijos. Hay casos que porque los dos, tanto la mamá como el papá son hemofílicos, tienen hijos con hemofilia o portadores. Y hay casos que también solamente tienen los hijos. En mi caso, si yo tuviera un hijo varón, no pasa nada. Ahora, si tengo una hija mujer, ella sí va a ser portadora. Entonces, ahí en esa rama es donde nosotros tratamos de concientizar.
—¿Como te paras frente a eso? Porque por ahí uno fantasea en algún momento de su vida con ser papá. ¿Cómo queda esa idea afectada por la hemofilia?
—A mí particularmente me condicionó un poco el hecho de crear familia porque esta condición de vida que tengo como paciente hemofilico, también la padecía de chico por la falta de acceso al tratamiento, por la lejanía de un centro de salud, por la falta de contención multidisciplinaria. Así que he tomado la reserva de, por el momento, no tener familia.
—¿Y cómo te pega eso?
—Me pega duro porque llevo una vida solitaria. El hecho de que decir: “No tengo descendencia directa de parte mía”. Tengo sobrinos que son divinos, los amo, los adoro, pero también yo me planteo que si yo tengo un hijo, si bien hoy la verdad que el tema de hemofilia está cubierto, está el acceso a la profilaxia, a todos los medicamentos, a los tratamientos, yo sé que esto pesa mucho como condición de vida.
—Eras muy chico cuando te diagnosticaron. ¿Te acordas algo de ese momento?
—No me acuerdo en ese momento, pero sé que lloraba mucho por los dolores. Tenía la dificultad en moverme, en mover la mano, me dolía. Pero en ese momento recuerdo de viajar mucho con mi papá en busca de una respuesta. Era no poder empezar la escuela… A mí me costó mucho poder empezar la escuela por mi enfermedad.
—¿Y pudiste estudiar?
—Pude. El jardín, mitad de año, la primaria hice mitad de año en el pueblo y después mi papá me cambió a una escuela rural porque el patio de la escuela era muy chiquito, entonces todos salían corriendo al patio y tenía riesgo de golpe. Yo terminaba en la entrada de la escuela con mi rodilla totalmente inflamada esperando a mi mamá que me venga a buscar. Entonces, mi papá dijo: “En esta escuela vos no podés estar porque sufrís muchos golpes”. Me cambié a una escuela rural, como yo vivía en el campo, me quedaba un poco más cerca de casa también. Me acuerdo que tuve un accidente con un caballo en tercer año y fue a mitad de año que yo perdí la posibilidad de ir a la escuela y lo tuve que hacer después libre. Tuve una caída de un caballo, me pateó, tuve en el codo una apertura grande, perdí mucha sangre y me tuvieron que hacer una transfusión.

—¿Alguna vez corrió riesgo tu vida?
—Sí, porque esa vez que tuve la hemorragia cuando me caí con el caballo, me llevaron al hospital italiano de Córdoba rápido en ambulancia desde el pueblo. Y otra vez que tuve un accidente al caer de una bicicleta y lo mismo, me pegué con el manubrio de la bicicleta en el estómago. Pero creo que la fortaleza la tenía desde el lugar donde yo estaba, que era el campo y mi vida un poco más rústica. Entonces, me llevaba a ser fuerte y sostener mi hemofilia desde mi condición, en donde yo estaba y en el lugar donde yo vivía. Eso me sacó una fortaleza que por ahí, si hubiera estado en otra condición, no la tendría.
—¿Cuándo entendiste que tu vida iba a estar marcada por tener la condición de hemofilia?
—En la secundaria porque empecé a jugar a la pelota, a integrarme. Iba a un colegio pupilo en Córdoba de lunes a viernes, entonces compartíamos todo en la escuela y a la hora de jugar la pelota, cada vez que jugaba la rodilla se inflamaba, tenía que estar en cama, en reposo por tres días. A partir de ahí empecé a notar ciertas limitaciones. Yo no podía hacer deporte y mis compañeros de alguna manera me decían: “Che, Julio, ¿por qué no te quedás sentado?”. Ahí empecé a sentir la limitación. Después, cuando la articulación de la rodilla se me empezó a retraer mucho. Cuando me levantaba a la mañana tenía la contracción de la rodilla flexa y no la podía estirar.
—Dijiste: “Sentía la limitación”. Pero ¿sentiste discriminación en algún momento?
—No. En la etapa secundaria, como vivíamos todos dentro de un colegio la verdad que mis compañeros me contenían bastante. Sabían que yo tenía una limitación, de hecho me prestaban una rodillera, a ver si yo a la noche me ayudaba y al otro día no me levantaba con la rodilla flexionada. Sentí acompañamiento porque convivíamos.
—Contame de la vida diaria, de lo que puede parecer una cuestión banal, ¿qué no podés hacer porque te pone en riesgo?
—Lo que tenga impacto, por ejemplo, un deporte de impacto. No puedo escalar una montaña, no puedo correr riesgo en algo que yo sepa que pueda tener una caída. Las veredas para mí en este momento con las prótesis terminan siendo una barrera. Tuve una caída hace poco por mi fatiga diaria, habían andado desde la mañana temprano caminando, en subte y en colectivo. Y llegué al final del día con el último aliento y dije: “Voy a hacer una comprita más antes de ir a casa”. Pero había una vereda rota, me enganché con la zapatilla y me fui al piso. Pegué con todo el codo, la rodilla, la prótesis misma. Ahí me dio un poco de temor el tema de la prótesis, porque se golpeó contra la vereda. Un reemplazo articular es muy complejo, más en el caso nuestro que no coagulamos. Yo tengo todo un protocolo, un procedimiento para someterme a una cirugía, para estar coagulado con el factor VIII, supervisado con el hematólogo, el traumatólogo, la kinesiología después, lleva mucho tiempo. No es algo que yo lo pueda resolver en dos o tres meses. Lleva cinco o seis meses.
—¿Qué hacés en la vida? ¿A qué te dedicás?
—Soy empleado administrativo de la Legislatura Porteña. Estoy en mesa central de Recursos Humanos. Estudié para docente, hice el profesorado a nivel primaria. En mi llegada a Buenos Aires, empecé a estudiar Magisterio y me recibí. En la época de residencia, cuando empecé mis prácticas, tenía un profesor que me miraba porque yo tenía que estar parado frente al aula a dar clase muchas horas, tenía mucha demanda física en el recreo y demás. Entonces, en un momento, este profesor, Juancho, me dice: “Julio, ¿vos vas a poder estar frente al aula?”. Yo tenía 24 años en ese momento y no quería que de ninguna manera me reprueben o me digan: “No podés terminar la carrera”. Ahí fue desafiar a ser normal, no demostrar delante del resto que tenés una dificultad para pasar ese examen. Es un tema condicionante para muchos pacientes que se han recibido, que son profesionales, son médicos y los han limitado a la hora de ejercer la profesión por la demanda física de estar parado muchas horas en un servicio de un hospital, por ejemplo, o en el caso mío, ser docente, estar frente al aula muchas horas parado.
—Me quedo pensando en algo que acabás de decir: “Yo quería ser normal”.
—Sí.
—¿Sentís que no sos normal?
—Y siento a veces que no por la limitación física y a veces no sé si la timidez, pero el no animarme a hacer ciertas cosas por el cuidado de que soy paciente hemofílico y tengo que tener ciertos recaudos y prevención.
—¿Pasaste por la etapa de “por qué a mí”?
—Sí, en algunos momentos sí.
—¿Y cómo lo superaste?
—Es duro. Decir por qué me tocó a mí me genera angustia, pero también saco la fortaleza que necesito para seguir. Yo tengo que seguir en el día a día. Soy una persona totalmente independiente, a pesar de que tengo una discapacidad. Yo vine del interior solito a Buenos Aires y me armé todo acá: trabajo, estudio, mi casa, mi movilidad. Pasé a ser una persona con discapacidad a ser independiente. Es cuestión de fortaleza todos los días y la voluntad de que aunque me duele la rodilla, el tobillo o la humedad me afecta o algo, me levanto de la cama, me baño y salgo a la calle. Duele a nivel llorar y a veces tenés un estrés todo el tiempo… Me pasa con los implantes, la carga física de tener que cuidarme del peso porque todos los que tenemos reemplazo articular tenemos que seguir ciertas reglas. Yo lo único que puedo hacer es natación como lo ultra liviano y que me ayuda a moverme. El sedentarismo en el paciente hemofílico es muy dañino porque las articulaciones lo padecen: la rodilla, el tobillo y en mi caso las prótesis.
—¿Prótesis es reemplazo total?
—Sí, reemplazo total en las dos rodillas. Primero fue la rodilla izquierda en el 2013, que empecé con el bloqueo articular, se me empezó a calcificar hueso con hueso y era un dolor insoportable. No podía bajar la escalera del subte. Era muy limitante. Tomé la decisión del primer reemplazo. Me cambió la cabeza. Cuando te sacan una parte de tus articulaciones, no sabes si te va a funcionar, si vas a poder caminar. Anduve seis meses con muleta en la calle. La kinesióloga me decía: “Ya dejá Julio la muleta”. Yo no me animaba por un tema de seguridad, al subir el colectivo, bajar, me sentía más firme. Y en el 2019 tomé la decisión de operarme la segunda rodilla, la derecha, porque ya tenía mucho dolor y también comenzó la limitación. Estaba sobrecargando la otra prótesis y la iba a perjudicar. Tampoco quería afectar a mi cadera. Pero llega la pandemia. Yo estaba haciendo la recuperación, venía bárbaro y dije: “En abril me como la calle de nuevo, vuelvo a mi vida normal”. Con la pandemia, todos estuvimos adentro y todo lo que había recuperado en su momento, lo empecé a perder.
—¿Cuánto de ignorancia hay y en algún caso de destrato, discriminación, cuando vos en reunión de amigos nuevos decís: “Soy hemofílico”?
—La hemofilia es poco conocida al ser una enfermedad poco frecuente. Tenés que explicarle a todo grupo que te integras nuevo que tenés hemofilia, qué es la hemofilia y se va dando por situaciones. Hace poco me integré en un grupo de amigos nuevos y estábamos comiendo un asado en una quinta y de repente se me empezó a inflamar el codo. Entonces a las 5 de la tarde dejé de jugar al truco y les dije: “Me tengo que ir”. Mi amigo más cercano me dice: “¿Te pasa algo Julio?” Y le dije: “Tengo un sangrado articular en el codo, me tengo que ir a casa a ponerme el factor VIII”. A partir de ahí se interesaron en saber qué tengo, qué es y demás. Es explicarle a cada grupo la situación.
—Estás haciendo docencia.
—Otra vez (risas).
—No es casual. Estás haciendo docencia con los amigos…
—Con todos los entornos.

—Hacé docencia y hablale a un chico o a una chica que, a los 5 o 6 años, como vos, reciben el diagnóstico de hemofilia y están angustiados y no saben qué hacer.
—Le digo que se queden tranquilos, que va a tener acceso sobre todo a la medicación en tiempo y forma, que es el factor que le va a permitir que sus articulaciones no sangren tanto y poder llegar a una vida adulta plena. Sin tener a los 43 años dos reemplazos articulares como es mi caso. Van a poder hacer vida normal, van a poder jugar en el patio, en el recreo con sus compañeros, se va a aplicar el factor dos veces por semana, va a poder ir a la cancha, a un recital, hacer una actividad como una persona normal porque va a estar cubierto. Eso es lo que cambió a lo largo del tiempo: el acceso a los tratamientos. No va a tener, como en mi caso, que cuidar el factor VIII en la heladera como si fuera oro. Eso nos quedó a los adultos de cuidar el medicamento porque en esa época no había el acceso a la medicación como ahora. Eso les va a permitir vivir una vida normal sin tener que preocuparse. El factor es inyectable en vena.
—¿Y cómo fue aprender a aplicártela?
—Aprendí de grande. Pero ahora los chicos en Fundación Hemofilia, a partir de los 11 años les enseñan a aplicárselo. Primero la mamá y el papá cuando vienen a hacer profilaxis dos o tres veces por semana, le enseñan a buscar la venita en la mano y demás. El primer paso es que el papá y la mamá pueda asistir a su hijo porque si viven en Bernal, en Quilmes, en Ezeiza, no van a venir hasta Palermo a aplicarse el factor. Más que nada cuando tenés un episodio a la madrugada te levantás, lo sacás del heladero, lo preparás, te lo ponés y te volvés a acostar. Evitás el traslado, la movilidad…
—¿Serías quién sos sin tener hemofilia?
—Y yo creo que sería distinto en cuanto a que no estaría condicionado, me parece. Una vez con un amigo hablábamos de eso. “Che, Julio, Si no hubiéramos sido hemofílicos, ¿tendríamos todos los cuidados que tenemos ahora en salud, en educación, en el trabajo que tenés que tener, en la forma de vida?”, me preguntó. Y yo creo que seríamos más descuidados en el sentido que no tenés una enfermedad de base que te condicione. Yo entro a una cirugía y no tengo que tener colesterol, diabetes, tengo que tener la boca perfecta, tengo que tener todo bien para poder pasar el prequirúrgico y entrar a cirugía. Te lleva a tener una conducta de condición de vida porque decís: “Yo me tengo que cuidar todo el tiempo para mantenerme y poder vivir mi vida lo mejor posible.
—¿Qué vas a hacer cuando seas grande?
—Creo que voy a ser un gruñón (risas), pero estoy en la dicotomía de si me quedo en Buenos Aires o me vuelvo a mi provincia. También uno con los años ve las barreras en las ciudades. Cuando a mí se me produce un obstáculo: la escalera, el subte, el tránsito, la gente, la vereda, un montón de cosas, lo pienso. Si yo llego a grande y veo que esto todos los días me genera un poquito más de molestia, me voy al pueblo, que es todo plano, más integrado y está la familia. Estoy en ese planteo de decir: “¿Me voy y termino mis años allá? Muchos compañeros de acá se jubilan y vuelven a su provincia. Yo pienso que depende de cómo llegue a esa edad. Si llego bien, pleno o ya llego con algunos achaques de la vida, vamos viendo.
—Hay algo en tu sonrisa que, cada vez que vas a responder lo que fuera, aunque fuera lo más duro, está ahí presente. ¿Es tu escudo para pelear el día a día?
—Sí, es un escudo la sonrisa. Es un escudo también para llevarla y sentirme bien. La sonrisa me ayuda, aunque a veces el dolor te la saca. Pero trato de mantenerla lo mejor posible. Lo hablaba con un compañero que tuvo un accidente hace poco y tuvo un montón de reemplazos. Él me decía: “A mí lo que me saca adelante todos los días es el humor, porque si yo no tuviera humor, esto no lo podría tolerar”.
—¿Y te pasa?
—Sí, me pasa. Aunque te digo que me pongo grande y más gruñón. Mi hermano me carga y me dice: “Yo te veo siendo un viejito gruñón” (risas). Veremos.
