El siglo es veloz; nosotros, no

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Desde hace unos días vengo pensando en Boris Groys, y no precisamente porque ande diseccionando lo más sofisticado de su pensamiento.

Recuerdo algunas cosas que me dijo durante una entrevista que La Nación publicó en 2015, cuando este pensador nacido en Berlín Oriental en 1947 realizaba una de sus primeras visitas a Buenos Aires (y muchos de nosotros descubríamos, con admiración, el libro Volverse público).

Lo que me vuelve a la mente –y ya explicaré por qué– es el gesto de contenida exasperación que atravesó a Groys, un señor de aspecto más bien flemático, cuando, en pos de explicarme una frase algo provocadora (“somos mucho más lentos que la gente del siglo XIX”), pasó a detallar la rutina de su trabajo como profesor universitario: “toda la comunicación con la universidad yo la llevo con internet: mis estudiantes me presentan los papers a través de internet, yo los califico a través de internet, y el sistema informático, que está continuamente actualizándose, me dice todo el tiempo que soy incompatible con los nuevos sistemas recién actualizados. Hago las actualizaciones para que se vuelvan compatibles, pero estos nuevos sistemas son incompatibles con otros programas que vengo usando en otras áreas… Entonces, en vez de dedicarme a enseñar, paso días y días tratando de actualizar mi computadora”.

Cuando a la extraña dinámica de estos tiempos se le cae un poco el ropaje lo que habitualmente parece ordinario se revela como absurdo

Groys, podría decirse, es un hombre que habitó varios mundos. Creció y se formó en la vieja Unión Soviética (estudió filosofía y matemáticas en la Universidad de Leningrado). Luego emigró al lado oeste del planeta, hasta recalar en Estados Unidos y trabajar en las universidades de Filadelfia, Pensilvania y Nueva York.

A veces son estos recorridos los que permiten las miradas más hondas sobre ciertos fenómenos. Y lo que Groys terminó diciendo aquel día, de modo tan informal como agudo y original, fue que el Muro había caído, el comunismo se había terminado, pero que algo muy parecido a la burocracia estalinista seguía activo, fuerte por demás y capaz de permear –a través del mundo digital y sus lógicas– cada aspecto de nuestras vidas.

¿Por qué me acordé de esto? Porque, como todos nosotros, ya acepté, casi como si fuera parte del orden natural de las cosas, que buena parte de mi tiempo se diluya en renovar claves, llenar formularios, pedir explicaciones a bots que nunca tienen en su programación la opción que estoy buscando, confirmar a eventuales robots que yo no soy un robot, y seguir tildando y completando formularios para lo que sea –turnos médicos, trámites administrativos, consultas en instituciones públicas o privadas– mientras ruego que la bendita página web en la que estoy trabajando no se cuelgue, ni haya un corte de luz o catástrofe similar que me obligue a comenzar todo de nuevo (por no mencionar ciertos momentos lindantes con la locura en que me descubrí gritándole a una grabación telefónica: “¡quiero hablar con un ser humano!”).

¿Por qué me acordé de Groys? No solo por su capacidad teórica –que es deslumbrante–, sino por aquel gesto de exasperación que un poco se le escapó mientras lo entrevistaba. El mismo gesto que cada tanto se me escapa a mí cuando a la extraña dinámica de estos tiempos se le cae un poco el ropaje y lo que habitualmente parece ordinario se revela como absurdo.

Andaba con ese talante cuando, por sugerencia de un amigo, decidí ver The office, sitcom que tenía pendiente. El problema fue que no me reí de las situaciones disparatadas que propone el guion; ver a esos oficinistas enfrascados en una rutina cerrada solo me hizo pensar, una vez más, en los dichos de Groys. Y agradecí la existencia de Jim Halpert, tal vez el personaje más vital de la serie. Jim sabe cuál es el juego y acepta jugarlo. Pero, sobre todo, sabe que su vida no se reduce a eso.

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