NUEVA YORK.- Donald Trump no es un tipo conocido por hacer los deberes: es más de los que siguen sus instintos. Y de todo lo que está haciendo actualmente, lo que me resulta más aterrador es que parece estar confiando mayormente en su instinto para apostar a que puede trastocar radicalmente el modo de funcionamiento de las instituciones de Estados Unidos y la relación del país con sus aliados y adversarios, y que todo eso saldrá bien… Algo así como que Estados Unidos será más fuerte y poderoso, el resto del mundo simplemente se adaptará, y listo, al tema siguiente.
Pero ¿cuáles son las verdaderas chances de que a Trump todos esos complejos asuntos le salgan bien -confiando solo en sus instintos- cuando el mismo día en que anuncia un apabullante aumento de aranceles a las importaciones que llegan del todo mundo invitó a la Casa Blanca a Laura Loomer, una conspiracionista que cree que los ataques del 11 de Septiembre fueron obra “de un trabajo interno”?
Allí estaba Loomer, para aleccionar a Trump sobre lo desleales que eran los integrantes claves del Consejo de Seguridad Nacional. En consecuencia, Trump despidió a al menos seis de ellos. Así que no me extraña para nada que cuando estuve en Pekín, la semana pasada, muchos chinos me preguntaran si los norteamericanos estábamos teniendo una “revolución cultural” al estilo Mao Tse-Tung. Ya volveré sobre esto más adelante.
Efectivamente, ¿cuáles son las chances de que un presidente aparentemente dispuesto a manejar la política exterior siguiendo el consejo de una conspiracionista entienda cómo funciona el comercio internacional? Yo diría que las chances son muy escasas…
¿Y qué es lo que Trump y sus instintos llenos de resentimiento no entienden? La época que estamos viviendo, si bien lejos de ser perfecta y equitativa, es considerada ampliamente por los historiadores como una de las eras más pacíficas que haya vivido el mundo, en gran medida gracias a la globalización y el fortalecimiento de la red comercial internacional, pero también gracias al predominio mundial de una potencia hegemónica inusualmente benigna y generosa llamada Estados Unidos, que está en paz y en situación de interdependencia económica con su mayor rival, China.
En otras palabras, desde hace 80 años, el mundo es como es porque Estados Unidos es como es: una superpotencia dispuesta a dejar que otros países se aprovechen un poco de comerciar con nosotros, porque los presidentes anteriores entendieron que si el mundo se volvía sostenidamente más rico y más pacífico, y si Estados Unidos igual seguía quedándose con la misma tajada del PBI mundial -alrededor del 25%-, entonces los norteamericanos seguiríamos prosperando jugosamente, ya que el tamaño total de la torta a repartir sería cada vez más grande. Y es exactamente lo ocurrió.
El mundo es como es porque China sacó a más personas de la pobreza más rápidamente que cualquier otro país en la historia, en gran medida gracias a su gigantesco e imparable motor exportador, que aprovechó el sistema de libre comercio global diseñado por Estados Unidos.
El mundo es como es porque Estados Unidos tuvo la suerte de tener como frontera a dos democracias amigas: México y Canadá. Juntas, las tres naciones tejieron una red de cadenas de suministro que las enriqueció, sin importar que muchos productos fabricados en Norteamérica llevaran una etiqueta que dijera: “Hecho en conjunto por Estados Unidos, México y Canadá”.
El mundo es como es gracias a la alianza entre Estados Unidos y los demás miembros de la OTAN y la Unión Europea, que con la ayuda de Estados Unidos han mantenido la paz en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la invasión rusa a Ucrania de 2022. Esa vasta y próspera alianza transatlántica ha sido un pilar del crecimiento y la seguridad globales. El mundo es como es porque el sector público de Estados Unidos tenía una planta laboral con una experiencia, una incorruptibilidad y un nivel de financiamiento de la investigación científica que eran la envidia del mundo.
Trump ahora apuesta a que el mundo seguirá siendo como era —cada vez más próspero y pacífico— por más que convierta a Estados Unidos en una potencia depredadora dispuesta a apoderarse de territorio, como Groenlandia, o por más que el mensaje que les envía a los aspirantes a inmigrantes legales con talento sea: “Si vienen acá, tengan mucho, mucho cuidado con lo que dicen”.
Si Trump resulta tener razón —si seguimos disfrutando de los beneficios económicos y de la estabilidad que hemos tenido durante casi un siglo por más que Estados Unidos repentinamente pase de ser una potencia hegemónica benigna a ser un depredador, de principal defensor mundial del libre comercio a un gigante global de los aranceles, de protector de la Unión Europea a decirle a Europa que se las arregle sola, y de defensor de la ciencia a ser un país que expulsa a un destacado especialista en vacunas como el Dr. Peter Marks por negarse a seguirle la corriente a la falsa medicina—, no tendré problema en retractarme.
Pero si resulta que está equivocado, entonces Trump habrá sembrado vientos y Estados Unidos, como país, cosechará tempestades. Pero también cosechará tempestades el resto del mundo, y les puedo asegurar que el mundo está preocupado.
La semana pasada estuve en China y fueron varios los que me preguntaron si Trump estaba lanzando una “revolución cultural” como la de Mao Tse-Tung. La de Mao duró 10 años -de 1966 a 1976- y devastó íntegramente la economía china tras ordenarle a la juventud de su partido que aniquilara a los integrantes de la burocracia estatal que, según él, se le oponían.
Esa pregunta está rondando tanto que la semana pasada un alto funcionario chino retirado me envió un email con una advertencia: Mao envió a los cuadros jóvenes del partido a atacar “a toda persona pensante: de la élite gobernante, como Deng Xiaoping, hasta profesores universitarios, ingenieros, escritores, periodistas, médicos, etc. Mao quería embrutecer a toda la población para poder gobernar sin obstáculos y para siempre”, me escribió el exfuncionario. “¿No le suena parecido a lo que está pasando en Estados Unidos? Ojalá nos equivoquemos”.
Yo también espero equivocarme, sobre todo por la razón que plantea Stephen Roach, economista de la Universidad de Yale con amplia experiencia en China. Roach señala que cuando tuvo lugar la Revolución Cultural de Mao, China estaba básicamente aislada del mundo, y por lo tanto sus efectos se sintieron mayormente fronteras adentro. Hoy en día, advierte Roach, una revolución cultural similar en Estados Unidos podría generar un tremendo impacto en todo el mundo.
(Traducción de Jaime Arrambide)