A 40 años del atentado al Rainbow Warrior: el crimen ambiental que expuso al espionaje francés

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El Rainbow Warrior en el muelle de Marsden en el puerto de Auckland luego del atentado de 1985 (John Miller- Fotos del informe de Greenpeace: Del atentado del Rainbow Warrior a hoy, publicado en mayo de 2025)

El 10 de julio de 1985, en el puerto de Auckland, Nueva Zelanda, una embarcación de la organización ambientalista de renombre mundial Greenpeace fue destruida por dos explosiones. La nave, llamada Rainbow Warrior, estaba a punto de zarpar hacia el atolón de Mururoa, en la Polinesia Francesa, para encabezar una protesta contra las pruebas nucleares que realizaba Francia en el Pacífico Sur. Esa noche, un atentado coordinado por los servicios de inteligencia franceses terminó con la vida del fotógrafo Fernando Pereira, que trabajaba para Greenpeac. Ese hecho marcó un hito en la historia del ambientalismo internacional.

Una misión interrumpida

El Rainbow Warrior, que había partido desde Hawái rumbo a las Islas Marshall y luego a Nueva Zelanda, lideraba una campaña antinuclear para visibilizar los efectos de las pruebas atómicas francesas en territorios insulares. El plan era claro: formar una flotilla de embarcaciones para navegar hasta Mururoa y denunciar, mediante la presencia directa y pacífica, los ensayos subterráneos con explosivos de alta potencia.

Greenpeace ya había tenido enfrentamientos con las autoridades francesas. En 1972, un barco de la organización fue embestido por el dragaminas La Pamploneuse, tomado prisionero y llevado a Tahití. En 1973, otro buque ecologista fue abordado en aguas internacionales y su tripulación golpeada por marineros. Ambos episodios motivaron demandas judiciales por piratería que, si bien obtuvieron fallos favorables en primera instancia, fueron luego revertidos por apelaciones del Estado francés.

La noche del 10 de julio de 1985, apenas horas antes de la partida hacia Mururoa, el Rainbow Warrior fue blanco de una acción encubierta de la Dirección General de Seguridad Exterior (DGSE), bautizada como “Operación Satánica”. Dos buzos colocaron minas lapa en el casco del barco. La primera explosión, a las 23:28, impactó en la sala de máquinas. Los tripulantes comenzaron la evacuación. Minutos después, una segunda explosión provocó una tromba de agua que arrastró y mató a Fernando Pereira, quien había regresado al barco para recuperar su equipo fotográfico.

El encubrimiento y el escándalo diplomático

El crimen provocó una ola de indignación mundial. En Nueva Zelanda, donde la política oficial era abiertamente antinuclear, el ataque se vivió como una afrenta directa a la soberanía nacional. La policía local detuvo dos días después a una pareja de supuestos turistas suizos, Sophie y Alain-Jacques Turenge, quienes se identificaron como Dominique Prieur y Alain Mafart, agentes encubiertos de la DGSE, el área de inteligencia externa del gobierno francés.

El juicio en su contra duró apenas 34 minutos: se declararon culpables de “homicidio involuntario y graves daños materiales” y fueron condenados a 10 y 7 años de prisión, respectivamente. Sin embargo, en virtud de un acuerdo impulsado por la Organización de las Naciones Unidas —y bajo la amenaza de Francia de bloquear el acceso de productos de Nueva Zelanda al mercado europeo— ambos fueron trasladados a una base militar en el atolón de Hao. Ninguno cumplió más de dos años de reclusión.

El ministro de Defensa francés de entonces, Charles Hernu, dimitió en octubre de 1985. También fue destituido el jefe de la DGSE, el almirante Pierre Lacoste. Aún persisten dudas sobre el nivel de involucramiento del entonces presidente François Mitterrand en el hecho. ¿Sabía que la operación incluía explosivos? ¿Avaló la muerte de un civil? Tanto el periodismo como sectores políticos buscaron respuestas a esas preguntas y no pudieron hallarlas.

El mea culpa del espía

Hace una década, es decir 30 después años del ataque, Jean-Luc Kister, uno de los autores materiales del atentado, rompió el silencio. En una entrevista televisiva, sin ocultar su rostro, pidió disculpas a la familia de Pereira, a Greenpeace y al pueblo de Nueva Zelanda. “Tengo la sangre de un inocente en la conciencia y eso me pesa. No somos asesinos a sangre fría”, dijo en aquella ocasión, visiblemente conmovido.

 Fernando Pereira, fotógrafo neerlandeés de origen portugués, a bordo del Rainbow Warrior en junio de 1985 (Fotos del informe de Greenpeace: Del atentado del Rainbow Warrior a hoy, publicado en mayo de 2025)

Kister trabajaba en la DGSE como buzo táctico. Según su relato, él y su compañero Jean Camas colocaron los explosivos en el casco del barco y luego fueron recogidos por Gerard Royal, hermano de la política Ségolène Royal, en una lancha inflable. Reconoció que la orden de hundir el Rainbow Warrior provino de los más altos niveles del gobierno. “Nos dijeron que teníamos que terminar con esto de una vez por todas. Hacerle un agujero a un barco es fácil”, había dicho. Y al mismo tiempo se lamentó que se hubieran descartado opciones menos letales, como inutilizar el eje de la hélice para evitar que navegara.

Daños colaterales y ocultamientos

A la lista de implicados se sumó la figura de Frédérique Bonfleu, una mujer de unos 30 años que se había infiltrado en la sede de Greenpeace en Nueva Zelanda. Vestía jeans, usaba perfume intenso y, según los investigadores, huyó del país antes del atentado. Aunque Interpol la tenía bajo vigilancia, su rastro se perdió. Se especuló con que podría haberse refugiado en Líbano.

Por otro lado, los tres tripulantes del yate Ouvéa, que transportó los explosivos, se esfumaron después del atentado. Se presume que formaron parte de la guardia presidencial del entonces mandatario de Gabón, Omar Bongo. El cuarto miembro, el médico Xavier Maniguet, permaneció oculto en Francia. Greenpeace denunció desde un principio la magnitud y la planificación del operativo, que involucró más de una docena de agentes y la coordinación internacional de recursos.

El cuerpo y el barco

El cuerpo de Fernando Pereira fue recuperado entre los restos del barco. Su muerte, innecesaria y brutal, se convirtió en símbolo del sacrificio humano por el activismo ambiental. Desde entonces, Greenpeace ha reiterado que el atentado fue un crimen de Estado y un intento deliberado de silenciar la protesta pacífica.

El Rainbow Warrior original fue reflotado brevemente, pero el 12 de diciembre de 1987 fue hundido definitivamente en la Bahía de Matauri, en las Islas Cavalli, con un rito zahorí. Convertido en un arrecife artificial y sitio de buceo, hoy es un santuario marino y memorial silencioso dedicado a la resistencia civil.

Con la indemnización pagada por el estado francés, Greenpeace construyó el Rainbow Warrior II, operativo entre 1989 y 2011, y luego el Rainbow Warrior III, diseñado especialmente para campañas medioambientales.

Las consecuencias geopolíticas

Tras el escándalo internacional, Francia ofreció disculpas oficiales y pagó compensaciones a Greenpeace, a la familia de Pereira y al Estado neozelandés. En 1996, suspendió las pruebas nucleares en el Pacífico. Sin embargo, según Greenpeace, la motivación del ataque fue impedir que se documentaran los efectos de una última detonación subterránea de 150 kilotones en Mururoa. El atolón, compuesto por coral poroso, mostraba signos de colapso estructural y contaminación radiactiva en la población local.

El Rainbow Warrior al arribar a Honolulu (Hawái), en abril de 1985. La foto fue tomada por el fotógrafo Fernando Pereira quien murió en el atentado de julio de aquel año (Fotos del informe de Greenpeace: Del atentado del Rainbow Warrior a hoy, publicado en mayo de 2025)

“El objetivo del atentado fue evitar que Greenpeace registrara los efectos acumulativos de las pruebas nucleares sobre la salud de los habitantes del Pacífico”, señaló en su momento el presidente del Consejo Internacional de Greenpeace, David McTaggart. Para él, el atentado fue apenas el último eslabón de una cadena de agresiones que revelaban la incomodidad de las potencias nucleares ante la presión pública.

Cuarenta años después

El caso Rainbow Warrior sigue siendo un punto de inflexión en la historia del activismo internacional. Expuso los límites de la acción estatal frente al escrutinio civil, y mostró que la violencia contra el disenso puede tener costos diplomáticos y políticos duraderos. La imagen del barco hundido, la historia de Pereira y el testimonio tardío de los autores materiales configuran un relato que, cuatro décadas más tarde, sigue interpelando.

Greenpeace, ahora con presencia en más de 50 países, recuerda aquel atentado como un acto de represión sin precedentes contra un movimiento que solo buscaba proteger el planeta.

“Hundieron un barco”, dijo una vez Peter Willcox, capitán del Rainbow Warrior, “pero no hundieron la causa”.

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