Cuando Milada Baraga volvió a tocar el barro, supo que no se iba a ir más. Para entonces, ya había vivido muchas vidas: fue periodista en Córdoba, conductora de televisión, emprendedora textil, vendedora de purificadores, empresaria del esquí. Había abierto un restaurante, fundido otro, mudado de ciudad y empezado de nuevo más de una vez. Pero ese día, en el taller de una amiga ceramista en Mendoza, algo se encendió: “En la primera clase supe que de esto tenía que vivir. Tenía que encontrar la forma de no trabajar en otra cosa”.
Su vínculo con los oficios venía de antes, aunque no lo supiera. Su padre emigró desde Eslovenia a finales de la Segunda Guerra Mundial. Allá, la madera y la cerámica eran oficios nobles. “Mi tío era escultor. Mi papá, pintor. Así que creo que algo de eso está en la sangre”, dice Milada. Nació en Córdoba, pero su verdadera infancia fue en La Cumbre, al pie del Uritorco, cuando aún no se hablaba de ovnis ni energía cósmica. Vivía en una casa con gallinas, huerta, caballos y un vivero lleno de rosales. “Mi mamá tenía más de 200. ¡Era un paraíso!”.
El colegio al que fue —La Cumbre School— era, en sus palabras, “medio hippie”. No había materias tradicionales. Aprendían jugando. Tenían cocina, cerámica, música, carpintería, pintura, telar. Los cursos estaban mezclados y los maestros eran artistas: ceramistas, pintores, hacedores. “Éramos pocos y muy libres. Esa escuela la habían creado un grupo de padres que querían una educación distinta”.
También estaban las tradiciones de los ingleses que vivían en el pueblo: los bailes benéficos, los eventos solidarios, el legendario flower show donde las jardineras competían por una cucarda. Y la adolescencia, intensa: “Había tres colegios pupilos con chicos de todo el país, de países limítrofes, incluso de Malvinas. Para los que éramos del pueblo, era un festival. Más de 300 jóvenes que organizaban ‘dances’ todos los fines de semana. La pasábamos bárbaro”.
Estudió periodismo en Córdoba capital. Se le daba bien la comunicación, trabajó en radio, condujo un programa en Canal 8. Un día, una amiga que se mudaba a Buenos Aires pasó a buscarla: “Armé las valijas y rajé”. En Buenos Aires trabajó en una minera y en una empresa marítima. Más tarde, conoció a quien sería su marido, que tenía un negocio de esquí. La ciudad le quedaba chica. Mendoza ofrecía una vida más serena, con montañas cerca y una cultura vibrante. Se mudaron. Montaron una cadena de locales de esquí: tres en Mendoza, dos en Buenos Aires, uno en Bariloche. Luego vino la separación. Y el deseo —urgente, visceral— de empezar algo propio.
“Antes de volver a la cerámica, hice de todo. Pero sabía que ahí estaba la clave. Aunque no me gustaba hacer vajilla igual, ni tenía talento para la escultura. Entonces pasó algo”. Su madre trajo de Sudáfrica un set de identificadores de copas con figuras metálicas de animales. Su suegro, enólogo, recibió otro de Estados Unidos: bolitas de plástico de colores. Ahí entendió algo: “Dos países productores de vino y los identificadores eran importados. Pensé: esto en Mendoza tiene que funcionar”.
Y funcionó. Las bodegas recién comenzaban a abrir sus salas de turismo. Vendían vinos, pero los turistas no se los llevaban por el peso. Milada propuso algo nuevo: merchandising cerámico con logos. Tapones, servilleteros, corta gotas, pinches de picada. Cada pieza, única. Su hermana Nadia la ayudaba: una modelaba, la otra esmaltaba. Vendían bien. Muy bien.
Pero faltaba algo. El conocimiento técnico. “Abría el horno y encontraba piezas deformadas, rajadas. No sabía por qué”. Una compañera del taller que estudiaba en la Universidad Nacional de Cuyo le dijo: “Diseño podés tercerizarlo. Estudiá cerámica industrial. Lo técnico es lo que necesitás”. Y lo hizo. Fue, dice, “la mejor decisión” de su vida.
Aprendió a formular pastas, a diseñar esmaltes, a entender las temperaturas. Incorporó a José Altamira y Macarena Páez, compañeros de la facultad. Juntos profesionalizaron el taller. Así nació Barrovino.
Un día, recibieron la visita de una máster sommelier canadiense. En el asador de su casa, Milada tenía una vasija de más de 100 años que había pertenecido a la finca Navarro Correas. “La vio y dijo: ¡qué molde gigante se necesitaría para hacer esto!”. Esa frase quedó resonando. Se puso a investigar. Descubrió que hacía más de dos siglos que en Mendoza no se producían vasijas vinarias. La madera había reemplazado al barro. Los terremotos destruyeron los hornos. Pero en Europa, las ánforas nunca dejaron de usarse.
Así empezó una obsesión. Durante siete años, el taller hizo más de cien pruebas con pastas, moldes y temperaturas. Fracasaron muchas veces. “Una sola vez bajé los brazos. Me largué a llorar y dije basta. Pero mis compañeros me dijeron: abramos un vinito y empecemos de nuevo”. Hoy, Barrovino fabrica vasijas de 33, 90 y 300 litros, usando arcillas locales y técnicas ancestrales. Bodegas boutique de todo el país las usan para producir vinos naturales, orgánicos, biodinámicos.
En paralelo, creció la vajilla gourmet. La primera gran colaboración fue con el chef Lucas Bustos. “Venía con dibujitos a mano alzada, ideas locas. Pero siempre respetó el oficio, los tiempos. Es un tipo generoso y paciente”. Después vinieron Iván Azar, Germán Martitegui, los equipos de Casa Vigil, Angélica Cocina Maestra, Azafrán, Centauro, La Vid y tantos otros. Hoy, Barrovino está en algunos de los restaurantes más destacados de Sudamérica.
Cada proceso es único. “Nos cuentan una historia, una filosofía. Nosotros la traducimos en forma. Bocetamos, modelamos en pasta, horneamos a 1000 grados, aplicamos esmalte, y otra vez al horno, esta vez a 1260. Es un ritual”.
A veces el resultado es lúdico. Como el plato de Centauro que reproduce el camino satelital hacia un puesto de Lavalle. O el de San Alberto Lodge, que representa la Cordillera del Tigre: el comensal sopla una cucharita-pipa y esparce especias, como si el Zonda cruzara los Andes.
“Ver una pieza mía en una mesa especialmente montada me llena de orgullo. Pero siento que todavía falta visibilizar más el trabajo artesanal en la gastronomía. Como se hace con los productores de quesos o verduras. Hay un trabajo detrás de cada plato. Una historia que contar”.
Y eso es, en definitiva, Barrovino: un taller donde el barro cuenta historias. Donde el horno manda, y la sorpresa es parte del oficio. Donde cada pieza, por más que se repita, es única. Como la vida misma.
Si hoy pudiera hablarle a aquella Milada que recién empezaba, le diría: “Es por ahí. Hacelo todo igual. Incluso los errores. Todo eso te trajo hasta acá”.