Ajuste real y confianza política: la conjunción tan esperada

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La palabra ajuste ha sido un anatema impuesto por la política argentina para resguardar los gastos del Estado ante cualquier intento de recortes. Pero ese “cruz diablo” de los discursos inflamados, que integra el bagaje de ideas y creencias populares, solo ha servido para impedir que el país pudiese crecer y desarrollarse.

Cuando los desequilibrios fueron intolerables, el mercado los reestableció de forma caótica y los gobiernos lo siguieron, corriéndolo por detrás, con devaluaciones, pactos sociales y aumentos tarifarios. Los ajustes devaluatorios, que no atacan las causas sino las consecuencias, funcionaron como una guadaña ciega que cortó cabezas al ras, empobreciendo a los más vulnerables en beneficio del poder y sus allegados. Y de esa forma, se degradó el valor de la moneda hasta dejarnos sin ella.

La devaluación ha sido un sustituto ineficaz de las correcciones de fondo que nadie tuvo la voluntad de encarar. Un argentino de 50 años vivió cinco crisis estructurales que provocaron disrupciones institucionales: 1975, 1982, 1989, 1990 y 2001. Y cuatro crisis coyunturales profundas en 1995, 2009, 2018 y 2023. Así y todo, siempre se apostó por la inflación con tal de evitar las críticas populistas. Hasta el punto que en 2012 se reformó la Carta Orgánica del Banco Central para financiar al Tesoro emitiendo más dinero, como fue la razón de su nacionalización en 1946. La diputada Julia Strada aún sostiene que el déficit no provoca inflación, emulando a su predecesora Fernanda Vallejos, discípula de Axel Kicillof, según quien “un Estado soberano no necesita pedir dinero, porque lo puede crear”. No aprendieron, ninguna de ellas, que en ausencia de demanda de dinero la emisión va a los precios.

De tanto recorrer el camino equivocado, la palabra ajuste quedó asociada con devaluaciones y no con la sensatez de equilibrar las cuentas públicas. Cualquier cosa, menos bajar gastos que se erogan en nombre de la ética de la solidaridad, de la justicia social o de la soberanía nacional para resistir la presión del Fondo Monetario, de los acreedores externos o de sus socios locales, los vendepatrias.

La ideología que sustenta el rechazo al equilibrio fiscal tiene un origen profundo. Ya Cristina Kirchner se declaró admiradora del filósofo alemán Friedrich Hegel, para quien solo el Estado supera la visión egoísta de los individuos y puede lograr el bien común, y con ese apoyo ético expandió el gasto público hasta el 47% del PBI mientras orquestaba los pagos que describió el chofer Oscar Centeno.

El Estado no tiene superioridad ética sobre la sociedad civil. Es una herramienta creada para mejorar la convivencia colectiva, pero está expuesto a las mismas miserias de la naturaleza humana; por eso Octavio Paz lo llamó ogro filantrópico. La potestad fiscal, sus cajas diversas, su capacidad de comprar y emplear, de regular, prohibir y subsidiar, son inevitablemente usados en provecho de quienes están cerca del poder. Y para preservar la intangibilidad de esos flujos monetarios, de esos enclaves blindados y de tantos empleos privilegiados, la política se las ha arreglado para evitar ajustes reales, amparada tras el anonimato de los ajustes devaluatorios.

Cuando un país carece de voluntad política de correr el telón que oculta a los actores, tramoyistas, utileros, comparsas y figurantes que pululan en las oficinas nacionales, provinciales y municipales y de exhibir a la luz sus sueldos, suplementos, extras, viáticos, bonos e incentivos frente a la realidad de sus tareas (“tú haces que me pagas y yo hago que trabajo”), está destinado al fracaso. Todo ajuste que no contemple un programa estructural que corra ese telón y pondere el uso de los recursos públicos con la misma exigencia de productividad requerida al sector privado, hundirá a sus habitantes en la pobreza, aunque se pregone lo contrario.

Sin embargo, no puede hacer un ajuste real quien quiere, sino quien puede. Si no es acompañado por un shock de confianza que baje el riesgo país, aliente la demanda de dinero, reduzca las tasas de interés, induzca el ingreso de capitales y reactive la economía de forma genuina, las medidas “ortodoxas” aplicadas por quien no cree en ellas, pueden terminar en un desastre por falta de credibilidad en sus convicciones.

La confianza es una palabra que no integra el lenguaje populista, ya que, por definición, privilegia las improvisaciones sobre la parsimonia de las instituciones. Como el zorro de La Fontaine, son uvas que nunca están maduras y por ello el populismo la menosprecia, pues es incapaz de generarla. En su lugar predica “heterodoxias” ineficaces cortadas con el molde de sus propias limitaciones.

Ahora los economistas plantean dudas, formulan objeciones, proponen alternativas. Pero en este momento, lo crucial no pasa por las técnicas de su profesión –la Argentina está cubierta de papers y ensayos acumulados durante 80 años–, sino del apoyo político a las reformas pendientes. Como hemos dicho desde esta columna, es la primera vez que un economista ha llegado a la primera magistratura. Esta conjunción entre el vademecum correcto y la voluntad política de aplicarlo es la gran diferencia que distingue esta gestión de las anteriores.

Las instituciones son reglas de juego adoptadas para el bien común, equilibrando las demandas presentes con las necesidades futuras. Son las vigas maestras de la sociedad, para que unos puedan confiar en los otros y, entre todos, hacer del país un hogar compartido. En esta frágil transición toda medida de gobierno deberá ponderarse con una vara inflexible: si aumenta o disminuye la confianza. El Gobierno, tironeado por la necesidad de hacer concesiones para sus reformas y atender legítimos reclamos de sectores afectados, deberá preservar ese objetivo a toda costa, evitando deslizarse hacia la casuística populista.

La confianza se consolidará si se logran consensos que fortalezcan la voluntad de cambio. Desde la fuerza del voto popular, hasta las mayorías parlamentarias, pasando por el respaldo de los gobernadores y de los distintos actores de la sociedad civil. Lo primero ha sido logrado, lo segundo está en curso, lo tercero dependerá de que estos tengan su epifanía y puedan imaginar los resultados formidables de la transformación propuesta.

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