Cristina Kirchner tuvo la suerte de nacer en la Argentina. Si hubiera nacido en Francia, su deriva de abogada exitosa a presidenta corrupta habría tenido, para ella, costos mucho más altos de los que debe afrontar en estas tierras. Hay que ver nomás la pena que está cumpliendo el expresidente francés Nicolás Sarkozy por un hecho sin duda muy grave, pero que, comparado con el latrocinio sistemático ejecutado por el matrimonio Kirchner durante su paso por el poder, parece la travesura de un aventurero, la cana al aire de un sinvergüenza impenitente.
Sin embargo, ese hecho –haber recibido dinero del dictador libio Muammar Khadafi para su campaña política- bastó para que allá sentenciaran a Sarkozy por asociación ilícita y para que lo encerraran en una celda en la prisión parisina de La Santé. Aquí, a pesar de todos sus méritos -reflejados en una serie de megacausas conectadas entre sí por una infatigable dinámica afano/lavado a cargo del mismo elenco estable- las andanzas de la expresidenta no calificaron, a ojos de los jueces, para encuadrar en la figura de asociación ilícita, y hoy Cristina cumple su condena en la comodidad de su amplio departamento, donde no pierde las ínfulas ni la posibilidad de ejercer un rol político activo en un peronismo en decadencia y en un país que lo asimila casi todo.
Como líderes, Sarkozy y Cristina Kirchner han compartido ciertas características. Dejo de lado la ideología, que en esta clase de políticos no es mucho más que un atajo para llegar al poder, y voy a las semejanzas. Quizá la principal sea la arrogancia innata de los que se creen superiores al resto, y la fatal cuota de inconsciencia que les permite leer la realidad de tal modo que los confirme en esa creencia. Se muestran despectivos, lanzados, seguros, y generan tanto aduladores que los aman como opositores que los detestan. A la hora de polarizar, ambos se presentaban como defensores de los débiles contra las elites, rasgo elemental de todo populista. “Un ambicioso, que no duda de nada, sobre todo de sí mismo”. Así describió a Sarkozy su mentor Jacques Chirac. Pero lo mismo puede decirse de nuestra expresidenta. Y aquí acaban los parecidos. Porque, si ambos tuvieron, durante sus mandatos, frecuentes problemas con la ley, lo cierto es que la Justicia los trató de modo bien distinto.
En el balcón, cada tanto la señora se regala un baño de multitud y despunta su pasión por el baile
Visitemos la celda de Sarkozy, de once metros cuadrados, en la que está encerrado desde el martes tras una condena de cinco años con ejecución provisoria. ¿Qué vemos? Una cama adosada a la pared, un estante a modo de escritorio, una televisión, una pequeña heladera, una cocinita eléctrica y un teléfono fijo. Nada de celulares. Al llegar le dieron dos mantas, una toalla y algunos artículos de limpieza. Pasa ahí el día en soledad, con dos salidas diarias al patio. Puede recibir, tres veces por semana, la visita de su familia. La cantante Carla Bruni, su esposa, lo acompañó hasta la cárcel, pero quedó del lado de afuera y ahora Sarkozy, para ennoblecer de algún modo el oprobio, busca consuelo en la lectura de El conde de Montecristo, la novela de Alejandro Dumas, uno de los dos libros que llevó consigo.
Visitemos ahora la casa de Constitución donde Cristina Kirchner cumple su condena. Lo que vemos no es una prisión, sino un confortable bunker político. Allí, en San José 1111, la expresidenta fragua la oposición dura mediante posteos en las redes y reuniones con visitas que desfilan en procesión. El departamento, de 230 metros cuadrados, tiene cinco ambientes y balcones donde cada tanto la señora se regala un baño de multitud y despunta su pasión por el baile.
No parece el mejor ámbito para la introspección y el arrepentimiento. Lejos de eso, en su bunker Cristina pergeña con sus abogados artilugios para impedir al avance de las causas Cuadernos y Hotesur–Los Sauces, y para evitar el decomiso de sus bienes y la restitución de parte de lo que ella y su marido les robaron a los argentinos mediante una ingeniería de saqueo de una magnitud nunca vista en la historia del país. Son 685.000 millones de pesos, unos 530 millones de dólares, solo por el fraude al Estado cometido con las licitaciones de las rutas de Santa Cruz, descripto con lujo de detalles por los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola en los alegatos de la causa Vialidad.
“La víctima de este saqueo es la sociedad, porque priva de recursos a los más necesitados”, dijo esta semana el fiscal Luciani, que no se cansa de insistir en la necesidad de avanzar con la restitución de lo robado ante una Justicia que, oscilando entre el coraje y el miedo, parece siempre a medio camino entre combatir la impunidad o garantizarla. “La gran corrupción es un atentado contra la democracia”, suele repetir el fiscal. Y la nuestra es una democracia que mañana va a las urnas debilitada por una corrupción endémica que viene de lejos, pero que llegó al colmo en los gobiernos del kirchnerismo.
Pero volvamos al juego de las similitudes y las diferencias entre los dos políticos condenados. Infatuados por el glamour del poder y el lujo, tanto el expresidente francés como la líder santacruceña se lanzaron a la aventura de la política para recorrer el arco que lleva del ascenso a la caída. Resultó estruendosa en el caso de Sarkozy. Y resulta más lenta, en cambio, la de Cristina. Es la ventaja de haber desplegado sus andanzas en un país pobre, pero generoso. Tanto, que ella espera cantar victoria mañana. Ocasión para otro baile.
