Alquimia en la cocina: el baño María y su origen en antiguas recetas familiares

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Es domingo, y como varios domingos iremos a comer a casa de mi abuela materna. Mi padre baja a poner en marcha el auto. Años setenta, quizás tempranísimos ochentas: en invierno los autos se ponen en marcha un rato antes, sobre todo para poder agarrar con ímpetu en marcha atrás la subida empinada del garaje de mi casa de la infancia. Me subo en la parte trasera de la coupé Taunus y salimos hacia La Lucila. Tengo una foto de mi padre parado junto a ese auto en el zoológico de animales sueltos de Cutini, una visita obligada de la época en la que se podía manejar despacio entre los leones. Otro mundo. Los niños íbamos sin cinturones de seguridad y hoy casi no existen los zoológicos. Lo viejo no siempre funciona.

En la casa de mi abuela nos reciben los perfumes de su cocina. Desde la entrada misma puedo saber qué vamos a comer. Creo que todas las personas a las que les gusta cocinar tienen el recuerdo de alguna madre, tía o abuela y esos platos de la niñez con los que sueñan, esos que se añoran de por vida. En la mesa habrá pastas caseras con su salsa y su queso rallado a mano y pan recién comprado y alguna fresquísima ensalada para comenzar. Con mucho vinagre, como te gusta a vos. De postre, espío en la heladera y veo lo que en esa casa se llaman “cremitas”. Entre el polaco original, el castellano aprendido y su convivencia con otros inmigrantes italianos, el vocabulario de mi abuela es conciso y al pie. Un postre cremoso, suave, casi aterciopelado, hecho de leche, azúcar y huevos: cremitas. Es una cruza perfecta entre unas natillas, un custard inglés y una crème brûlée y al mismo tiempo no es exactamente ninguno de los tres.

La cantidad de agua que debe consumir para bajar el azúcar en la sangre y regular el colesterol

Mi abuela rompe los huevos uno a uno en un enorme bol de cerámica y los mezcla utilizando un batidor de alambre pero de esos que tienen una manijita que se hace girar a velocidad para que las paletas roten. Es una tarea larga. Le pide a mi abuelo que continúe con el batido mientras ella agrega azúcar como una lluvia y un hilo de leche que se va incorporando a la mezcla, que ya luce más clara y espumosa.

En el fuego pone a hervir una gran cacerola con agua y pasa la mezcla a otro bol de metal que coloca encima. Con una cuchara de madera revuelve pacientemente y me explica que eso es cocinar “a baño María”. Automáticamente asumo que la técnica se llama así por su nombre, porque ella, mi abuela, María Rychlak de Patejuk, cocina así. A baño María. Solo omite los apellidos porque son engorrosos.

Utilizada desde tiempos antiguos, esta forma de cocción lenta y delicada atraviesa generaciones y se convierte en ritual doméstico

Según escritos de Hipócrates, los antiguos griegos usaban el baño María en la preparación de sus remedios, allí por el siglo V antes de la era común; el mayor, político y agricultor romano instruye a sus lectores a verter la mezcla de una torta de queso “en una vasija de barro, sumergirla en una olla de cobre llena de agua caliente y hervirla sobre el fuego”. Por lo visto, el baño María es cosas de viejos pero bastante más que mi abuela. El más completo libro de recetas romano recomienda que muchas preparaciones se cocinen ad aquam calidam, latín para “en el agua caliente”. ¿Cómo llega María a apropiarse del término? Aún en mi infancia, en algún momento supuse que se trataba de la virgen, o de alguna mujer que, por pudor a mostrar su cuerpo desnudo, se bañaba en un etéreo camisolín blanco. ¿Por qué llegué a esa conclusión? ¿Quién era esta divina María?

Lo que viene es mezcla de historia y leyenda: como en una fórmula secreta, no se sabe bien en qué proporciones. Antes de la ciencia moderna existió la alquimia, esa práctica semimística de manipular materiales con la esperanza de convertirlos en oro o en el elixir de la vida. En Alejandría, Egipto, cuando todavía era una provincia romana con una larga tradición de influencia griega, se escribió uno de los más tempranos libros de alquimia. Zosimos, su autor, menciona a otros grandes alquimistas que lo precedieron. Entre ellos, una mujer judía de nombre Miriam (o María en griego). De acuerdo a Zosimos, María inventó varios instrumentos de química, entre ellos el kerotakis, un baño de doble olla para fundir metales blandos como el cobre o el plomo. La olla inferior contenía mercurio o azufre (no agua), pero el dispositivo funcionaba como un baño María, manteniendo en la olla superior la misma temperatura que en la inferior.

Con el paso de los siglos se fueron agregando detalles que completan el perfil de esta María: para unos fue maestra de filósofos y para otros la Miriam bíblica, hermana de Moisés. Jamás lo sabremos con exactitud. Para el siglo 17 el Balneum Maris ya era el nombre común usado en laboratorios, y cien años después el término baine-Marie, en francés, era popular en las cocinas.

A la hora de templar un chocolate, espesar una salsa holandesa, derretir una miel cristalizada o inclusive para desmoldar un flan, el baño María será el método elegido.

Mi abuela ha puesto un banquito junto a las hornallas de la cocina para que yo pueda espiar el proceso a prudente distancia del fuego. Me muestra cómo la cuchara de madera marca un trazo perfecto en el fondo de la olla con la crema espesando. Me mira. Pocas palabras. Luego agarra una cuchara de postre y comprueba que la crema la cubra completamente. Me mira. Me la da y me deja probar los restos del milagro que allí queda. Ni un grumo. Sabe de su éxito. Coloca una fila de vainillas en el fondo de una fuente de vidrio y con cuidado vierte la preparación encima hasta cubrirlas por completo. Luego irán a la heladera. Las gloriosas e irrepetibles cremitas de María, de mi abuela María, que nunca podré preparar así, tal cual como las hacía. Alquimia pura.

El ritual de cocinar hace que los sabores persistan en el tiempo

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