Autora: María Inés Falconi, basada en El Diario de Ana Frank. Dirección: Carlos de Urquiza. Intérpretes: Luz Diéguez, Candela Sol Díaz, Juancho Ferrería y Solange Perazzo. Música: Ricardo Scalise. Vestuario: Lucía de Urquiza. Iluminación: Pía Baschong. Escenografía: Carlos Di Pasquo. Diseño audiovisual: Candela Sol Diaz y Fernando Diaz. Sala: Auditorio UPB, Céspedes 3929. Funciones: sábados a las 19, viernes 1° de agosto a las 18. Duración: 65 minutos. Nuestra opinión: buena.
Comienza por el final. El retorno a Ámsterdam del padre de Ana Frank, único sobreviviente de su familia tras el paso por los campos de concentración nazi. La entrega de los escritos de su hija, resguardados por Miep Gies, la protectora de la familia judía que cuidó su escondite durante dos años, hasta que los gendarmes al servicio de la SS irrumpieron en su refugio. La constatación de que Ana había muerto en el campo de concentración de Bergen-Belsen, en febrero de 1945, pocas semanas antes de la llegada de las tropas aliadas. Tenía apenas 15 años.
Pero la historia en sí arranca cuando Ana cumple 13 años, el 12 de junio de 1942. Cuando recibe, como el regalo más preciado, un cuaderno de tapa roja y negra, provisto de una pequeña cerradura dorada, que se convertiría en El diario de Ana Frank.
De precoz talento literario, Ana registró los acontecimientos de su entorno, en la improvisada y reducida vivienda escondida tras oficinas en que se tuvo que recluir con su familia y algunos allegados a pocas páginas de iniciado el Diario. Pero a la vez puso en palabras su propio desarrollo personal, con los vaivenes cotidianos y sobre todo retratando su crecimiento, su cada vez mayor capacidad de lúcida introspección, en ese diálogo secreto con su diario, al que puso nombre, Kitty.
María Inés Falconi convierte a Kitty en personaje. Transforma al diario en una especie de “amiga invisible”, encarnada por una actriz (Candela Sol Díaz). Avanza cronológicamente a través del diálogo de Ana con Kitty, pero intercalando una y otra vez la ominosa fecha del 4 de agosto de 1944, de la detención de la familia Frank y la interrupción de la escritura del diario, a través de la mirada retrospectiva de Miep y el padre tras la guerra.
De sus recuerdos y reflexiones como sobrevivientes surge la decisión de publicar el diario. La misma Ana había pasado en sus páginas de caracterizarlo como un registro íntimo al deseo de poder dar testimonio para que la historia no se repitiese.
En la puesta en escena de Carlos de Urquiza, proyecciones fílmicas documentales dan pantallazos del afuera, del auge y caída del nazismo. Sirven a la ubicación histórica de los hechos, sobre todo teniendo en cuenta que Ana y Kitty se dirige a un público a partir de los diez años, probablemente muy ajeno a los tiempos de la Guerra Mundial y el Holocausto.
Sin embargo se evita en la puesta los tonos tremendistas. La alegría vital de Ana, en la interpretación de Luz Diéguez, genera la empatía de los espectadores que se le acercan en edad. Y se reproduce también tanto en la interlocución con Kitty, como en Miep (Solange Perazzo), que a pesar de todo no pierde el principio esperanza que irradiaba Ana y sacude así un tanto la consternación y tristeza del padre (Juancho Ferrería).
El inteligente dispositivo escenográfico de Calos Di Pasquo ayuda a separar y a la vez articular los espacios de la cronología del diario, de la escena de irrupción nazi, del rescate del diario en la posguerra y del fondo fílmico de contexto histórico.
La marcación de actores se caracteriza en tanto por el cuidado de no invadir a los chicos con el desasosiego, pero dándoles a la vez la posibilidad de tener una mirada propia sobre la historia.
Las mismas páginas del Diario original reflejan esa impronta de energía positiva de Ana Frank en circunstancias nada fáciles. Pero también ahondan, a medida que avanza el tiempo de su paso a la adolescencia, en la reivindicación de una independencia emocional adquirida a fuerza de lágrimas, en un proceso de maduración acelerado por lo que le tocó vivir. La atraviesan en ello no solo la amenaza del nazismo, sino también la relación conflictiva con la madre y el surgimiento del amor juvenil.
Ahí se queda un tanto la propuesta teatral en la fase más infantil, más ingenua del personaje, no acompaña del todo el crecimiento que se puede leer en las páginas impresas ni recorre el registro anímico cambiante que puso allí de manifiesto Ana. Es la música de Ricardo Scalise la que da el tono más melancólico. Ana y Kitty es así una buena introducción al legado de Ana Frank, que invita al público infantil a encontrarse en un futuro con las páginas originales de su Diario.