La naturaleza se hace describir. Todas las cosas se ocupan de narrar su propia historia. Nada ni nadie caminan o transcurren por la Tierra sin imprimir en ella y en sí mismo las huellas de su marcha o transcurrir. En la roca encontramos escrita la historia de la montaña, en los genes de la orquídea leemos su pasado y todo acto del ser humano se describe a sí mismo en la memoria de la humanidad y en la supervivencia de la cultura que lo cobijó. El aire está lleno de sonidos, el cielo de señales, el planeta es un sinfín de recuerdos y todo lo que nos rodea nos habla de ese ayer.
Desde la creación, hace 2300 años, de la biblioteca de Alejandría con su “Museion” o Templo de las Musas, los museos conservan y amplifican aquellos sonidos y señales del pasado que expresan de distintas formas (artística, científica, humanística, tecnológica) la condición humana. Han sido la memoria colectiva de la civilización, reflejando para eso las historias del universo, de la Tierra, de la vida y de las culturas. Simbolizan, además, el lugar del ser humano en el cosmos y la sucesión y continuidad de los hechos que lo llevaron a ese sitio. Por eso son un factor integrador de la humanidad. Años atrás, el escritor irlandés y Premio Nobel de literatura George Bernard Shaw (1856-1950), se preguntó ¿por qué necesitamos al teatro? Su respuesta fue: “Es un formador de conciencia social, un historiador del futuro, un arma contra el oscurantismo y la desesperanza y un templo en el ascenso de la humanidad”. Esta respuesta bien puede aplicarse a los museos.
El filósofo danés Soren Kierkegaard (1813-1855) sostuvo que pronosticar es reflexionar sobre el futuro basándose en el pasado. El célebre aforismo del filósofo y escritor español George Santayana (1863-1952), “aquellos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo”, es otra manera de expresar la imposibilidad de pensar un futuro sin referencia a los sonidos y señales del pasado. Hoy la humanidad atraviesa por uno de los períodos más críticos de su historia. Es paradójico que en el mismo momento en que comenzamos a descifrar los secretos de las galaxias y de las partículas atómicas, los enigmas de la biología molecular y los del origen de la vida, hayamos herido en su centro a la naturaleza. La pérdida de biodiversidad y el calentamiento global son ejemplos de este daño. Esta conducta humana se da –y no por azar– en una época que adora el dinero, la fama, el poder y los fetiches de la violencia. Época en la que poderes mediocres pueden destruirlo todo; en la que desaparecen idiomas, culturas, antiguas destrezas y sabidurías milenarias. Época donde de los cerca de 8000 millones de personas que habitan nuestro planeta, casi 1000 millones viven en extrema pobreza, la mayoría en contextos de conflicto. Y es hoy, en este momento crítico de la humanidad y del planeta, cuando los museos (con sus sonidos y señales del pasado) son una herramienta educativa fundamental para un regreso pleno a los valores esenciales de la humanidad: el juzgar por la verdad, la bondad y la belleza y el de actuar por la igualdad, la libertad y la justicia.
La pérdida o deterioro de un museo es una forma de olvido. Tal como lo ha sugerido Homero en su Odisea, olvidar es una manera de perder la identidad. Ulises enfrenta la amenaza del olvido primero con las invitaciones de los lotófagos, después con las pociones de Circe y más tarde con el canto de las sirenas. En cada caso Ulises debe abstenerse si no quiere olvidar, pero ¿olvidar qué? : olvidar el hogar, el camino y el sentido del viaje. En otras palabras, Ulises no debe olvidar la forma de su destino. En las colecciones de los museos están contenidos: nuestro hogar (el planeta Tierra, su biodiversidad y la historia de la especie humana), nuestro camino (el arte, las humanidades, la ciencia, la civilización y las distintas culturas) y el sentido del viaje (la posición del ser humano en el cosmos). Por eso, cifrada en los museos, está la forma de nuestro destino.
Investigador del Museo de La Plata