Claudio Fabián Tapia estaba elogiando un invento argentino: el torneo de 30 equipos que en parte heredó (Julio Grondona había sido el primero en ampliar la cantidad al decretar diez ascensos en una temporada) y en parte promovió (el número había empezado a bajar antes de que los dirigentes actuales decidieran suspender dos veces los descensos). Mientras le contestaba a Pedro Rosemblat en el canal de streaming Somos Gelatina, Tapia pasó de elogiar la competitividad del fútbol argentino a referirse a uno de los rubros más polémicos que lo rodean: “Central Córdoba le ganó a Flamengo en el Maracaná por la Copa Libertadores. Y no dirigió un árbitro argentino. Porque cuando ganan esos equipos acá dicen: ‘Es porque los dirigió Carlitos Balá o Chasman’”. Le faltó nombrar a Chirolita.
La competitividad no es hija del formato de un torneo. Quedó dicho dos columnas atrás: esa es la característica que distingue al futbolista argentino en comparación a cualquier otro del resto del continente y de buena parte del mundo entero. Y en Río de Janeiro, a Central Córdoba no lo dirigió obviamente un árbitro compatriota. Pero casi a la misma hora del lunes en la que se difundía la entrevista, al equipo santiagueño lo dirigía Luis Lobo Medina frente a Huracán. Chasman lo hubiese hecho mejor.
La AFA que alberga una selección mayor ejemplar y proyecta juveniles promisorios es la misma a la que no le interesa ser creíble en estas cuestiones. Tal vez no sea una coincidencia sino una causa: la tercera estrella concede. Más allá de las declaraciones de rigor, en los últimos años nada cambió para que cambiara la imagen del arbitraje. La defensa habitual apunta a recordar que los argentinos son valorados para dirigir las competencias internacionales. Si en el exterior son bien considerados, resulta peor que a nivel doméstico sean cuestionados y hasta repudiados.
El arbitraje parece un medio, no un fin. Se lo utiliza para ejercer poder. El dirigente que no se alinea con la conducción le teme a la designación de algún árbitro que, justo ese día, se despierte con tendencia a perjudicar a su equipo. Muchos técnicos desconfían, los jugadores protestan mientras tienen que jugar; pocos critican públicamente porque saben que pueden ser sancionados. Los hinchas, la base de la pirámide y a la vez los destinatarios, antes valoraban la rebeldía y ahora piden peso en la AFA; si analizamos, se le llama obsecuencia.
Claro, todavía hay espacio para que haya árbitros con sentido vocacional en sus carreras, aquellos que seguramente salen a las canchas a hacer lo que soñaron. Sí está claro que cambió el núcleo del poder en el fútbol argentino. Que los ascensos de equipos como Barracas Central o el propio Central Córdoba pueden generar condicionamientos. Lo mismo pudo haber ocurrido en años anteriores con Tigre, ligado al poder nacional de otro turno. Cada uno que se sentó en la mesa chica, haya sido de equipos grandes, medianos o chicos, generó desconfianza.
Eso es lo que sucede en primera división. En la medida que las categorías pierden repercusión, las anécdotas sobre las actuaciones arbitrales crecen. Es decir, cuantas menos cámaras tiene la transmisión del partido, más sospechas se generan. Los propios jueces refuerzan en off el imaginario popular. Hace años, este columnista tuvo la siguiente charla con un árbitro calificado:
-¿Por qué ustedes, los que se equivocan pero con buena fe, no exponen a los otros?
-¿Y por qué ustedes, los periodistas que saben que hay otros que operan, no hacen lo mismo?
Como mínimo, para pensarlo.
El ideal sería diferenciar los errores propios de cualquier actividad humana de los que podrían surgir de dichos condicionamientos. En la semana hubo un ejemplo. En el partido de Copa Argentina entre Independiente Rivadavia y Estudiantes de Buenos Aires jugado el miércoles, Fernando Echenique tuvo una equivocación inolvidable. No sancionó con tiro libre indirecto el toque de pelota con la mano del arquero del equipo mendocino (Gonzalo Marinelli) tras el pase deliberado de un compañero (Sheyko Studer). Cualquiera lo habría cobrado, hasta en un torneo amateur. La Dirección Nacional del Arbitraje que encabeza Federico Beligoy obró rápidamente. Hizo correr entre sus dirigidos la preocupación por decisiones que “debieran conocerse desde los inicios de la carrera” y los instó a trabajar con “seriedad, profesionalismo y responsabilidad”. Horas más tarde, comunicó que Echenique no dirigiría Riestra-San Lorenzo, el partido para el que había sido designado.
Podría ser un buen punto de partida. Un sistema verdadero de premios y castigos tal vez genere excelencia y, sobre todo, la recuperación de aquella credibilidad. El sistema no tendría que castigar sólo a aquellos que tienen una distracción -por mayor que sea- o una equivocación grosera, como le sucedió a Echenique, sino también a aquellos cuya sola mención genera suspicacias. Hay nombres de árbitros que provocan llamados internos, ideas de que el rival se movió para intervenir en la designación, preocupaciones a cuenta. Existen, en consecuencia, partidos que el imparcial mira imaginando que puede haber un error importante. Pocas veces lo defraudan.