Así entrena el narco a sicarios en la Sierra de Guerrero: “Tuve que matar a mi hermano”

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La falta de oportunidades convierte a menores en víctimas del reclutamiento criminal. (Jesús Aviles/Infobae México)

El estado de Guerrero figura entre los más marginados del país. Según el Informe Anual sobre la Situación de Pobreza y Rezago Social 2025, elaborado por la Secretaría de Bienestar, el 60.4% de la población guerrerense vive en condiciones de pobreza. De ese total, el 38.1% se encuentra en situación moderada y el 22.2% en pobreza extrema. A nivel nacional, sólo Chiapas y Oaxaca superan a Guerrero en estos indicadores.

Esta precariedad estructural es aprovechada por el crimen organizado. De acuerdo con una investigación publicada por el diario El Financiero, para 2023 operaban alrededor de 20 grupos criminales en la entidad, extendiendo su influencia en los 81 municipios. En estas regiones donde los recursos escasean, muchas familias se ven atrapadas por un entorno dominado por la lógica del narcotráfico, en uno de los estados clave para la producción y el tránsito de drogas hacia Estados Unidos.

“Esos grupos luchan por el cultivo, acopio y trasiego de enervantes, y el control de delitos como el secuestro, extorsión a particulares y autoridades, cobro de derecho de piso, robo de vehículos y huachicol”, señala el reportero David Saúl Vela en su artículo.

El adiestramiento impartido por estas organizaciones en la Sierra de Guerrero adoptó un carácter cada vez más militarizado. En campamentos ocultos entre zonas rurales y montañosas, los cárteles forman a sus futuros sicarios. En estas llamadas “escuelas”, jóvenes, e incluso menores de edad, son preparados para operar como parte del brazo armado del narcotráfico.

Aunque en muchos casos el reclutamiento ocurre de forma forzada para reemplazar bajas o extender el control territorial, también existen historias como la de Pedro, quien fue seducido por promesas de riqueza inmediata y terminó coaccionado para integrarse a una de las células más violentas del estado guerrerense.

El estado de Guerrero ha sido un territorio de alto interés para el crimen organizado desde la década de 1990. (Infobae México/Jovani Pérez)

“Mi único miedo es perder a mi mamá”

Pedro nació el 28 de octubre de 1996 en un pequeño poblado enclavado en la Sierra de Guerrero, un territorio ignorado por el Estado pero no por el crimen organizado. A los 18 años fue detenido y, al momento de relatar su historia a la psicóloga y criminóloga Mónica Ramírez Cano, ya había pasado un año recluido en un penal federal.

Según su relato en el libro “Las puertas del infierno” (2022), de la psicóloga Mónica Ramírez Cano, desde muy joven, su vida estuvo marcada por el abandono y la marginación. Su padre desapareció antes de que pudiera recordarlo, y su madre, dedicada al trabajo doméstico, formó otra familia. Él quedó al cuidado de sus abuelos, quienes cultivaban marihuana. Tras la muerte de ambos, Pedro se quedó completamente solo.

A los 13 años, se acercó a un grupo criminal que había llegado al pueblo. “Me acerqué y les pregunté cuánto pagaban, me dijeron que lo que quisiera ganar; hay buena oferta en el gremio”, recuerda. Así fue como entró al mundo del narcotráfico. Le dieron un rifle, lo enviaron a un campamento de entrenamiento en la sierra y ahí comenzó su entrenamiento. “Te enseñan a sobrevivir, a matar sin miedo y a comer carne humana”, confesó Pedro sin titubear.

Su adiestramiento, supervisado por un exmilitar, duró poco más de tres meses. Reclutado junto a uno de sus medios hermanos, enfrentó una prueba de iniciación brutal: “Nos dieron una pistola a cada uno y nos dijeron que sólo uno sobreviviría. Tuve que matar a mi hermano”.

A los pocos días de haber sido ascendido, Pedro se convirtió en sicario a tiempo completo. “Duré con pesadillas como una semana, pero pues hasta ahora he matado cientos, ya es como tomarte una Coca-Cola”. Luego fue promovido a jefe de plaza. “Me eché cinco años en el trabajo; no sé a cuántos cabrones maté. Me encargaba de mi pueblo. Es un problema traer gente al mando, se me complicaba la administración de los gastos”.

Pedro expone cómo la violencia se institucionaliza dentro del crimen organizado. “Yo entré ganando cuatro mil pesos a la quincena para halconear; luego, como jefe de plaza, me pagaban veinticinco mil, y me daban doce mil más por cada vato que mataba”, explicó.

Narró que durante su entrenamiento debía armar un rifle en pocos minutos, y si fallaba, recibía golpizas con cables. “Entrenaban de diez en diez, por tres meses. Reclutan adolescentes más que nada para sicarios y luego pues lo que caiga”.

Desde niño sabía manejar armas. Su primera ejecución dentro del grupo criminal fue la de su propio hermano. “Después de mi entrenamiento, a los pocos días, tuvimos un enfrentamiento con la Marina, y a disparar. Siempre andaba drogado con cocaína y marihuana… pero siempre preferí la marihuana, con ella te vale la vida”.

En uno de esos operativos, resultó herido. A partir de entonces, lo asignaron al cuidado de “los amarrados”, como llaman a los secuestrados. “Tenía 23 amarrados… a mí me gustaba matar en enfrentamientos, pero no a los amarrados, que no se pueden ni defender”.

Pedro comenzó a fumar marihuana desde los ocho años y soñaba con ser mafioso. Aislado, sin reglas en casa, vivía entre los sembradíos de droga. “Mi único miedo es perder a mi mamá, aunque la quiero nada más porque me trajo al mundo”.

El ex sicario asegura que lo que más disfrutaba eran los enfrentamientos y la adrenalina. Sin embargo, una de las pérdidas que más lo afectó fue la de su colega más cercano, el mismo que lo había iniciado en la organización. “Era el que más estimaba, pero estaba loco. Amarraba a su familia, los torturaba, y comía partes de los cuerpos de sus víctimas. A veces les arrancaba el corazón y nos obligaba a morderlo. Si no lo hacías, te mataba. Yo sólo debía morder el corazón. Lo comíamos crudo… sabe bien culero, a la grasa del pollo”.

El reclutamiento de menores de edad en el narcotráfico pone en riesgo su desarrollo, exponiéndolos a una vida de violencia y explotación. (Imagen Ilustrativa Infobae)

El canibalismo del narco

Sobre el canibalismo, fue tajante: “El miedo; si no comías, te mataban. Aunque a veces sonaba chido que sus poderes se me pasaran”. Cuando Mónica le preguntó si pensaba que lo que hacía estaba mal, respondió: “Nosotros no tenemos esas oportunidades; ahí, o te chingas o te jodes”.

Las ejecuciones eran un ritual. Los cuerpos eran descuartizados, empaquetados en bolsas negras y arrojados en fosas clandestinas o ríos. “La idea era que no pudieran reconocer el cuerpo… A otros los matábamos con motosierra, pero esos eran los que más tardaban en morirse. A algunos los mataba a machetazos”.

Pedro espera sentencia por 23 secuestros. Está convencido de que fue delatado, y mantiene viva la idea de buscar a quien “lo puso” si algún día recupera la libertad.

Este testimonio, recogido por la psicóloga, Mónica Ramírez Cano, revela la brutal realidad de muchos jóvenes atrapados por la narcoestructura en regiones donde el Estado es sustituido por cárteles. Ramírez Cano, con más de dos décadas de experiencia perfilando criminales de alto poder, apunta que la historia de Pedro ilustra cómo la descomposición social, la falta de oportunidades y la desensibilización frente a la violencia pueden convertir a un adolescente en verdugo por instinto de supervivencia.

Miembro del Ejército muestra el campamento y laboratorio clandestino que el Ejército Mexicano destruyó junto a cuatro hectáreas de plantas de coca, hoy en el municipio de Atoyac de Álvarez, en la sierra del estado de Guerrero (México). EFE/David Guzmán

¿Cuántos cárteles operan en la Sierra de Guerrero?

La violencia en Guerrero se intensificó a partir de 2009, cuando fue asesinado Arturo Beltrán Leyva. Su muerte fracturó al Cártel de Sinaloa y provocó una feroz disputa entre grupos menores que buscaban controlar Acapulco, según documentó el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan. Aunque la presencia del narco en la región data de los años noventa, fue entonces cuando comenzaron a multiplicarse las organizaciones delictivas.

Entre los grupos destacan cárteles nacionales como el Cártel Jalisco Nueva Generación y bandas locales como Los Tequileros, que en 2020 anunciaron una alianza para despojar a la Familia Michoacana de su dominio en Tierra Caliente. Sin embargo, gran parte de la violencia en Guerrero se explica por las acciones de grupos regionales que operan de forma independiente o como satélites de organizaciones mayores.

Los Ardillos, surgidos en los 2000 como brazo armado de los Beltrán Leyva, que ahora controlan gran parte del centro del estado. Actualmente están liderados por Celso Ortega Jiménez y sus hermanos. También están Los Rusos, una célula asociada al Cártel de Caborca, con presencia en Acapulco y Costa Chica. Su líder visible era Ramiro “N”, abatido por la Fiscalía en noviembre de 2023, y acusado de al menos 34 asesinatos.

Otra agrupación con fuerte influencia es la de Los Tlacos, formada en 2017 a partir de una policía comunitaria en Heliodoro Castillo. Actualmente, mantienen enfrentamientos con La Familia Michoacana y Los Ardillos, además de ser señalados por amenazar a varios alcaldes en las regiones Norte y Tierra Caliente. El informe de Tlachinollan señala que al menos 11 presidentes municipales pidieron apoyo directo a la gobernadora Evelyn Salgado, aunque los acuerdos siguen siendo desconocidos.

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