Esta nota originalmente fue publicada en el diario La Gaceta. Es una crónica de alta calidad periodística que LA NACION publica por gentileza de ese periódico tucumano.
AUSCHWITZ.- Anna tiene el pelo completamente blanco y ojos grises. Su nieto, Benjamin, no aparenta más de catorce o quince años. El azar hace que coincidamos en el mismo asiento de una camioneta que nos lleva desde Cracovia a Auschwitz.
Viajan callados, durante varios minutos tomados de la mano. En la hora y media de viaje que compartimos, cuando ofrecen convidarme una galleta de un paquete que abren, solo alcanzo a agradecerles, preguntarles sus nombres y de dónde vienen. Pero la respuesta a esta última referencia geográfica –vienen de Birmingham- está acompañada de un dato estremecedor. “Vuelvo al campo después de veinte años, ahora con mi nieto; el hermano de mi padre estuvo allí”, revela Anna.
El reflejo periodístico cede ante el respeto por el silencio que han mantenido a lo largo del trayecto. El lenguaje a veces encuentra una frontera, un punto a partir del cual se extravía o se convierte en un artefacto inútil para expresar lo que el cerebro elabora o lo que los sentidos registran.
La contabilidad de lo indescriptible
¿Cómo contar Auschwitz? Veo flaquear a periodistas experimentados. “No importa lo que te digan, ni 50 años te preparan para este golpe en el estómago. Vi mucho por el mundo pero Auschwitz es indescriptible”, dice Marcelo Rech, uno de los más reconocidos periodistas brasileños. Ricardo Kirschbaum, editor de Clarín y periodista acostumbrado a procesar diariamente miles de palabras, no encuentra las adecuadas para contar lo que ha visto.
Hay algo dentro del horror condensado allí que permite un primer intento narrativo. Las múltiples referencias de una contabilidad macabra. Los detalles técnicos de una cuidada planificación, de una razón productora de un universo monstruoso. Esa mecanicidad, alimentada por una frialdad matemática, explica buena parte de las condiciones de posibilidad de esa maquinaria infernal.
El proceso
Un millón de personas fueron asesinadas allí. Es el lugar de mayor destrucción humana por metro cuadrado de todo el mundo.
Todo, dentro del campo, estaba meticulosamente previsto. Cada una de las fases que los prisioneros, y quienes no sabían que ya estaban condenados a muerte, debían atravesar. Al bajar del tren, los miembros de las SS ordenaban las filas. Mujeres y niños por un lado; hombres por otro. Un oficial, a veces un médico, decidía su suerte. Una mano levantada hacia la derecha implicaba un camino directo a las cámaras de gas. Para evitar el pánico se les decía que tomarían una ducha. Debían desvestirse para –les decían- luego recoger su ropa. Entraban entre 700 y 1000 personas en los recintos en los que el Zyklon B les produciría la muerte por envenenamiento. Sofocación, convulsiones, espasmos y un ataque cardíaco que demoraba demasiados minutos en llegar.
A los que eran dirigidos a la izquierda les esperaba una vida de hacinamiento en precarias barracas que albergaban a más de 400 personas, trabajos forzados y altas probabilidades de contraer disentería, neumonía o tifus. También una marca que los distinguía de los prisioneros de otros campos: un número tatuado en sus brazos. El promedio de vida, para ellos, era de tres meses.
Podían salvarse, por poco tiempo, algunos chicos, sobre todo los mellizos a los que Josef Mengele solía sacrificar en sus experimentos, entre otras atrocidades, inyectándoles tinta azul en sus ojos.
Auschwitz-Birkenau fue, en palabras de Hannah Arendt, una sistematizada fábrica de cadáveres.
“El trabajo te hace libre”
Auschwitz, hoy convertido en museo, es visitado diariamente por unas 5000 personas. El recorrido habitual se inicia traspasando el conocido portón de hierro que en su parte superior tiene forjada la conocida y cínica frase: “Arbeit macht frei” (El trabajo te hace libre).
Grupos de entre veinte y treinta personas, conducidos por un guía, ingresan en las barracas, las oficinas administrativas, las celdas de castigo. De las 170 hectáreas que ocupó el complejo Auschwitz-Birkenau, que llegó a encerrar a 100.000 prisioneros, el itinerario abarca un recorrido de unos tres kilómetros con distintas paradas. Las vías y la estación de trenes, los crematorios, las cámaras de gas. Desde hace poco más de un año, antes de salir al exterior los visitantes pasan por un túnel, de unos 50 metros, en el que se oyen nombres de las víctimas emitidos por parlantes disimulados en las paredes.
Restos que hablan
Auschwitz ofrece el más impactante testimonio del Holocausto. Quedan restos de la barbarie que no alcanzaron a ser destruidos por los nazis, antes de la liberación del campo por las tropas soviéticas, el 27 de enero de 1945.
Siete mil kilos de pelo, que era empleado para hacer abrigos, pueden verse detrás de una vitrina. 40.000 pares de zapatos acumulados detrás de un vidrio. Miles de anteojos, prótesis, juguetes. Pertenencias cuyos portadores fueron convertidos en cenizas en los crematorios.
La inmovilidad de los objetos es sobrecogedora. Congelados en el tiempo resaltan las ausencias, potencian la voluntad de recordar a quienes fueron sus dueños.
En la librería del campo encuentro un libro en el que Henryk Mandelbaum cuenta su experiencia en el Sonderkommando, equipo de trabajo integrado por judíos encargados de cremar los cuerpos, extraer las muelas con oro, cortar el pelo de los cadáveres y, en ocasiones, ayudar a desvestirse a quienes, sin saberlo, ingresaban a las cámaras de gas. Mandelbaum rememora de este modo su primer día en Auschwitz: “Recordé las palabras de mi madre cuando me decía que si no me portaba bien iría a parar al infierno. Ese día vi el infierno”.
Aquellos que no recuerdan…
El exterminio a gran escala comenzó en 1942, después de la conferencia de Wannsee en la que se decidió implementar la “solución final” pergeñada por Adolf Eichmann, quien terminaría viviendo un tiempo en Tucumán bajo el nombre de Ricardo Klement. Seis campos de exterminio funcionaron en Polonia, donde vivían tres millones de judíos.
Anna señala con su dedo índice a su nieto una frase de George Santayana inscripta en un cartel en la entrada de una de las barracas: “Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”.
Hace pocas semanas tuvo lugar la “marcha de los vivos”, en conmemoración del octogésimo aniversario de la liberación del campo. Una caminata de tres kilómetros, desde la entrada de Auschwitz hasta los crematorios de Birkenau, encabezada por 80 sobrevivientes acompañados por 8000 jóvenes de más de 50 países.
Un millón y medio de personas ha visitado Auschwitz en el último año. 30 millones, en el último medio siglo. Una procesión incesante que mantiene viva la esperanza en el aprendizaje, en el género humano.
El recorrido pautado en Auschwitz dura tres horas. Esa era la expectativa de vida para el 80% de los judíos que entraron a este campo entre 1942 y 1945.