Cuando en septiembre de 2022 irrumpió sobre el escenario de Vélez como número de apertura de Green Day, es probable que Billy Idol jamás haya imaginado que el público argentino no sólo lo tenía aún presente en su memoria desde su primera visita al país ocurrida en 1991 sino también que una nueva, joven y muy nutrida camada de oyentes se acoplaría tan naturalmente a su propuesta.
Fue tal el impacto causado durante aquella multitudinaria velada en Liniers que apenas dos días después ofreció un show propio en el Luna Park, donde además de demostrar toda su vigencia prometió volver muy pronto.
A tres años de ese último y febril desembarco y cumpliendo con su promesa, el veterano artista británico de 69 años regresó a estas tierras a bordo de la llamada “It’s a Nice Day To… Tour Again!”, una exitosa gira con la que recorrió gran parte de Estados Unidos en compañía de Joan Jett, una ausencia muy lamentada por cierto entre no pocos de sus seguidores latinoamericanos.
Más allá de esta particularidad y tras su paso por Brasil, Idol recaló en un Movistar Arena colmado y expectante montado a la archiconocida, aunque siempre atractiva y explosiva, oferta musical por él patentada a principios de la década del ochenta. Esa misma en la que la fuerza y la energía del punk se fusionaron magistralmente con el melodismo del pop y la new wave, dando como resultado una fórmula irresistible, bailable, lúdica, ciento por ciento entretenida y sin dudas efectiva.
Si bien el concierto se apoyó fundamentalmente en los infaltables clásicos que todos ansiaban escuchar, lo cierto fue que el exvocalista de Generation X aprovechó esta nueva escala en Buenos Aires para dejar bien en claro que su intención no se basa en descansar sólo sobre su glorioso pasado. Y de hecho, el contagioso puntapié inicial vino de la mano de “Still dancing”, un tema con el indiscutido “sello Idol” perteneciente a Dream into it, su más reciente álbum de carácter conceptual y autobiográfico y en el que amplía sus horizontes hacia los terrenos del rock, el country y la música electrónica, tal como destilaron “77” (grabada a dúo con Avril Lavigne), “Too much fun”, “Gimme the weight” y “People I love”, los otros estrenos de la agitada noche.
Una dinámica puesta en escena conformada por atrayentes visuales, que viraban entre edificios de una ciudad abandonada y monitores con el rostro del cantante, sumada a un ingenioso juego de luces aportaron la atmósfera ideal para un espectáculo que fue elevando su temperatura a medida que se fueron desencadenando los primeras muestras de un extenso listado de hits, como “Cradle of love”, “Flesh for fantasy”, “Mony Mony” y la muy celebrada “Eyes without a face”.
La interpretación de “Love don’t live here anymore” (cover de Rose Royce, una exitosa agrupación estadounidense de soul y R&B de la década del setenta) bajó un tanto los decibeles y permitió un sensual juego de voces y de movimientos entre Idol y una de sus dos coristas. Acto seguido, el “olé, olé, olé, olé, Bi-lly, Bi-lly” que descendió desde las ubicaciones más elevadas para replicarse en todos los rincones del estadio caló hondo en el protagonista estelar de la noche. Fue así que antes de atacar con los veloces acordes de “Ready, steady, go” se miró sorprendido con uno de sus músicos para luego girar su vista hacia el público y exclamar sonriente: “Ustedes están absolutamente locos”, como intentando comprender semejante muestra de cariño y apoyo genuinos.
A diferencia de lo ocurrido en el ya citado evento en el estadio José Amalfitani, donde fue calentando motores de a poco y recién entró en sintonía tanto con su banda como con el público a partir del tercer o cuarto tema, esta vez William Broad (tal su nombre real) apareció en escena pisando el acelerador desde el primer minuto y conquistando a sus seguidores con una estampa y una actitud de auténtica estrella de rock, un carisma intacto y su típico mohín frunciendo los labios hacia un costado.
Luciendo su habitual cabellera rubia platinada, su look de cuero, cadenas, anillos y pañuelos y varios cambios de vestuario que respetaron siempre el riguroso negro, Idol desgranó todas sus dotes de showman recorriendo el escenario de una punta hacia la otra, arengando a la multitud en cada estribillo y, más allá de bajar algunas tonalidades y agregar algunas pausas, denotando un saludable estado vocal considerando el tiempo transcurrido y desarreglos varios a lo largo de los años.
Stephen McGrath (bajo), Billy Morrison (segunda guitarra), Erik Eldenius (batería), Paul Trudeau (teclados) más dos coristas integraron una sólida banda comandada por la siempre filosa, inspirada y pirotécnica guitarra de Steve Stevens.
Fiel ladero desde hace más de 40 años, sería injusto encasillar o delimitar la tarea de Stevens a la de mero guitarrista de Idol. Se trata en realidad de su histórico socio creativo y compositivo a quien conoció por intermedio de Bill Aucoin (mánager de Kiss). Es también el arquitecto que ayudó a edificar no sólo un concepto sino también un sonido poderoso y distintivo y que a esta altura resulta toda una marca de fábrica.
Precisamente, por estos motivos a nadie le resultó extraño que el experimentado músico neoyorquino (que entre otros trabajos colaboró en Bad de Michael Jackson) tuviera su propio espacio dentro del concierto, mostrándose en estado de gracia y derrochando todo su buen gusto técnico en la guitarra acústica a través de breves fragmentos de clásicos tales como “Eruption” (Van Halen), “Over the hills and far away” y “Stairway to heaven” (ambos de Led Zeppelin). Como si eso no hubiera sido suficiente y tras la volcánica “Blue highway”, Stevens se despachó con “Top Gun Anthem”, leit motiv musical del film homónimo que en 1986 consagró mundialmente a Tom Cruise como actor.
“En 1983 coincidí en una fiesta con los Rolling Stones. Mick Jagger, Keith Richards y Ronnie Wood estaban bebiendo un whisky cuya nombre yo desconocía. Me acerqué a ellos, les pregunté cómo se llamaba eso que estaban tomando y Jagger me contestó: ‘Rebel Yell’. Entonces pensé: “¡qué buen título para una canción!”. Esta anécdota relatada por el propio Idol sirvió de preámbulo para la furibunda versión de una de sus canciones más exitosas y emblemáticas que no sólo hizo estallar al público generando un frenético pogo sino que culminó con el cantante en cueros tras arrojar su remera a las primeras filas.
“Oooh Billy Idol, es un sentimiento, no puedo parar”. El clásico cántico futbolero de una multitud totalmente entregada recibió a Idol para los bises finales. Y él no defraudó: ahí nomás, el Arena de Villa Crespo se transformó en una pista de baile incandescente al ritmo de “Dancing with myself”, “Hot in the city” y “White wedding”. Fue el inmejorable epílogo que alguien con mucho oficio como el “viejo” Billy pudo haber hilvanado para culminar una noche plena de hits que maduraron muy bien. Pero también fue una velada en la que a través de su más nuevo material confirmó que no desea vivir de la nostalgia y que todavía tiene mucho más para decir. Y para rockear.
