Llovía. Llovía desde temprano. Fuerte, parejo, sin pausa. A las tres y media de la tarde, el Museo Güiraldes evacuaba. Vitrinas levantadas, computadoras cubiertas, puertas cerradas. Sabían qué hacer. En 2022 habían armado un protocolo. En marzo del 24 lo habían ensayado. Esta vez, tocaba en serio. A esa misma hora, en Cinacina, Cristian Ramírez cortaba la luz. Antes había subido las térmicas. Después vendrían los animales y la evaluación del daño en el laberinto de bambú. En La Olla de Cobre, Teresa Gabba apilaba sillas con su equipo. En el hotel Draghi, la familia subía colchones al entrepiso. No hablaban. No hacía falta. En Colorado, Ignacio Ortiz de Rosas miraba el agua avanzar por la calle Arellano. No era la primera vez. Ni siquiera hacía falta ver el río. Bastaba con el cielo. Bastaba con el cuerpo. Sabía que iba a entrar. Y entró.
En cuatro días llovieron 436 milímetros. El río Areco alcanzó los 5,95 metros y se mantuvo por encima del nivel crítico durante 116 horas. La cifra más alta en más de una década. Pero ningún número puede explicar lo que se vivió en esos días: el silencio de la madrugada del sábado 17, cuando ya no había nada más por hacer. El barro subiendo por los escalones. Los vecinos salvando perros en canoas. Los cepillos de dientes recolectados por chicos de la escuela para limpiar vitrinas del museo. Lo que se perdió fue mucho. Lo que se sostuvo, también.
Areco no se inunda por primera vez. Pero esta vez fue diferente. No por el agua, sino por todo lo que siguió después.
El viernes, mientras crecía la intensidad de la tormenta, el museo Gauchesco Ricardo Güiraldes seguía recibiendo visitantes. A las 13.30 se cortó la luz. A las 15.30 llegó la notificación de la Secretaría de Seguridad: había que evacuar. Para entonces, el equipo ya había activado el protocolo de emergencia. “Fue como accionar un mecanismo de memoria colectiva”, dice su director, Patricio Santos Ortega.
Con sogas, linternas y cajones plásticos como estructuras improvisadas, comenzaron a elevar vitrinas, muebles y computadoras. A las 17.30 evacuaron el edificio. El agua aún no había entrado, pero ya se sentía cerca. Al día siguiente, regresaron en lancha. Entraron con el agua a la cintura. Lograron rescatar las colecciones y trasladarlas al lugar seguro dentro del predio. El patrimonio quedó a salvo. Cuentan con una ayuda clave: la Universidad Nacional de San Antonio de Areco (UNSAdA) ya puso a disposición espacios (en carácter de laboratorios) para trabajos de conservación de bienes patrimoniales.
Lo que no se pudo evitar fue el daño estructural cotidiano: vitrinas, herramientas, talleres de restauración, mobiliario, los baños. “¿Cómo seguimos funcionando sin puertas en los baños? ¿Alguien hace de campana?”, ironiza Santos Ortega. Pero no hay lugar para el drama: en 48 horas, una cuadrilla de paisanos convocados por la Asociación de Amigos del Museo retiró el barro con hidrolavadoras. El proceso de secado llevará meses.. Las salas permanecerán cerradas hasta diciembre, pero ya retomaron el programa de radio, los talleres infantiles, las colaboraciones con escuelas. “Al patrimonio hay que saber esperarlo —dice el director—. Aquí lágrimas no, por favor. Bastante condensación tenemos ya”.
A esa misma hora, Ignacio Ortiz de Rosas empezaba a levantar todo lo que podía en su restaurante Colorado. “La vi venir. La impotencia de saber que se viene un desastre y no poder hacer nada más que levantar”, dice. Cuando el agua bajó, el daño fue claro: muebles, electrodomésticos, elementos de la cocina. “Cuando está todo lleno de agua no tomás dimensión. Pero cuando se va, te das cuenta de que mucho de lo que tenías ya no sirve”. También quedaron imágenes grabadas con fuerza: vecinos ayudando, animales rescatados, y sobre todo, su equipo. “Vinieron todos, sin que los llame. A ponerle amor a la limpieza. Eso me sostuvo”, dice. Reabrieron rápido. No porque estuviera todo resuelto, sino porque había que hacerlo. “Tropezamos por algo que no podíamos manejar. Caímos, pero ya nos levantamos”.
En Cinacina, una de las estancias icónicas del pago, Cristian Ramírez recorría las más de 40 hectáreas del predio. Cortó la luz, elevó térmicas, rescató animales. Solo una hectárea quedó sin agua. “Es angustiante que el agua avance y uno no pueda hacer nada… ni siquiera irse a dormir. Son muchas horas sin descanso”, cuenta. El caballo que rescataron en kayak, los animales sobre las vías del tren, el hotel inundado. Todo quedó grabado.
Para Mariela Cabrera, gerenta del hotel, la angustia fue doble: “Duele pensar en los compañeros de trabajo. Aceptar que está pasando de nuevo. Ya lo vivimos en 2009. Y aún así hay que empezar otra vez”. El Laberinto Pampa, formado por más de 4 mil plantas de bambú y ubicado en la estancia, fue de las primeras zonas en inundarse y será de las últimas en secarse. “Estas plantas necesitan respirar. Lo que se pierde es vida, y no se puede comprar otra”, dice May Borovinsky, creadora del espacio. “Aprendemos de nuestra historia. Seremos resilientes como el bambú. Porque con el tiempo, hasta el viento más fuerte se cansa”.
En La Olla de Cobre, la histórica fábrica de chocolates de Areco, Teresa Gabba también actuó con rapidez. “Por los pronósticos ya sabíamos que iba a ser grande”, cuenta. Con su familia y su equipo levantaron todo lo posible.
“En ese momento solo atinas a hacer lo urgente. Lo demás aparece cuando el agua baja”. Ya pasaron por varias. Ninguna igual. “Hay que poner todo en marcha, y seguir. Al turista tenemos que mostrarle la mejor imagen”. Y agrega: “Los arequeros somos muy resistentes. Y nosotros, con La Olla de Cobre, no nos iríamos a ningún otro lado”.
Lucila Draghi, desde el hotel que lleva su apellido, resume otro momento: el silencio. “La madrugada del sábado 17 fue lo que más me impresionó. Ya no había más nada que hacer. Solo esperar y ver hasta dónde entraba el agua”. Levantaron muebles y trasladaron lo esencial. “Es la cuarta o quinta vez en dieciséis años. Pero nunca sabés si esta vez va a ser peor”. En medio de todo, Areco siguió ofreciendo hospitalidad. “Cada fin de semana, sus habitantes se preparan para recibir. Y en esta circunstancia, esa vocación de servicio se volcó entera en ayudar”.
En el taller ubicado en Arellano 45, apenas a una cuadra del río, el platero Patricio Draghi cuenta sobre el momento exacto en el que tomó consciencia de que la lluvia “iba en serio”.” “Empezamos a subir todo lo que pudimos y cerramos. Otra cosa no podíamos hacer”, se lamenta.
Draghi lleva cinco inundaciones a cuestas. Tiene, como él dice, algo de práctica. Pero la incertidumbre sigue siendo la misma. “Lo más difícil es reaccionar a tiempo y tomar decisiones inteligentes: qué levantar, qué evacuar. El daño se ve cuando volvés a entrar a tu espacio. No hay ganancia en una catástrofe: si tenés suerte, perdés menos de lo que imaginabas. Es cuestión de azar”.
Patricio recuerda el momento exacto en que todo cambia: cuando se corta la luz, cuando las calles se vuelven canales, cuando llega ese silencio “atroz”. “Es un momento sombrío. Es extraño, como si el sonido se modificara”.
Pero también habla del después. De volver a abrir. De la necesidad de trabajar. “Esta vez tuvimos más agua, pero bajó más rápido. Ya estoy recibiendo gente. La primera inundación me llevó tres meses volver al ruedo. Ahora tenemos más gimnasia para regresar. Es fundamental tener cierto orden mental: retomar la actividad es clave”. Y también subraya algo que se suele olvidar: “Areco tiene un imperativo marcado por el turismo, que exige una recuperación a corto plazo. Pero hay mucha gente que no vive del turismo, que también se ve afectada y no tiene los recursos para levantarse tan rápido. Esta es una situación que se repite y se repite”.
La Municipalidad estimó más de 300 familias afectadas. El gobierno nacional declaró la emergencia ambiental, social y productiva. Se enviaron generadores, motobombas, colchones, alimentos. También subsidios directos. Pero eso llegó después. Lo primero que se activó fue otra cosa: vecinos organizándose, juventudes que tomaron la posta, comerciantes que no se resignaron. Está claro que, en Areco, lo primero que responde es la comunidad.
El agua se retiró. El barro cedió. El Museo sigue cerrado, pero vivo. El Laberinto, en pie. Los hoteles, abiertos. Los restaurantes, de nuevo con mesas servidas. Y una frase que se repite como un eco: “Estamos listos para recibir”.
El desastre va quedando atrás y renace la propuesta del reencuentro. Areco no necesita compasión. Necesita tiempo, y presencia. Porque, como dice uno de sus vecinos, “caímos, pero nos estamos levantando”. Y eso también merece ser visto.