“Cuando terminé de escribir el libro me di cuenta de que no hay ninguna canción del siglo XXI, es todo un libro del siglo XX. Me gustan algunas bandas y canciones más actuales, pero por alguna razón natural en este libro se produjo un corte en el año 2000. Supongo que tiene que ver con esto de volver a una época y a un momento de mi vida donde las canciones se incorporaban con una fuerza que ahora ya no. No me volvió a pasar que me fanatice con una banda o una canción como me pasaba en aquellos años”. El que habla con La Nación es Mauro Libertella, sentado en un bar de Caballito, en el ocaso de una tarde invernal y a punto de tomar un café que tiene un corazón dibujado en la espuma.
El escritor, periodista y editor hace referencia a su última publicación Canción llévame lejos, trabajo que salió por el sello Vinilo, el proyecto editorial que dirige junto a Johanna Dalessio. Con un título que hace clara alusión a la canción “El Colmo” de Babasónicos, el autor se vuelve murmullo de esta ciudad, contagia melomanía e indaga en la música que atravesó un periodo pujante de su vida: la adolescencia y el paso hacia la juventud. A partir de una selección de artistas que van desde Nirvana, Nick Cave, The Beatles hasta Franco Battiato, arma un mapa emocional en el que recorre historias personales y sin querer (o quizás adrede), elabora un retrato de época con la dosis justa de nostalgia para recordar un mundo –25/ 30 años para atrás– que visto en retrospectiva y difuminado por el vertiginoso cambio tecnológico, parece muy lejano.
“Mi paso de la infancia a la adolescencia es a fines de los años 90 y me doy cuenta de que vuelvo mucho a esos años, porque son los años en que ocurrieron hechos muy formativos, muchos descubrimientos y primeras veces de mi vida: la primera vez que escuché este disco, que descubrí a un autor…En mi caso, un montón de cosas ocurrieron a fines de los 90 o en los momentos previos al cambio de siglo, que es también la antesala al salto técnico y tecnológico. El paso del mundo analógico al digital. Eso es bastante apasionante y lo vivimos como generación. Son mundos de velocidades muy distintas y de modos de relación muy distinta con la gente”, explica.
Sin querer (o quizás adrede), elabora un retrato de época con la dosis justa de nostalgia para recordar un mundo –25/ 30 años para atrás– que visto en retrospectiva y difuminado por el vertiginoso cambio tecnológico, parece muy lejano
“Elegir una canción es como enamorarse”, dijo Nick Hornby alguna vez, autor de Fiebre en las gradas y 31 canciones, entre otros. Y eso es lo que hizo Libertella: seleccionó las canciones desde el pulso del corazón y con los recuerdos que sobrevivieron al paso del tiempo, construyó historias breves en las que se percibe un contexto de apreciaciones lúcidas que narran la música de fondo que hubo en escenarios de desamor, cambios de piel y amistad. Sin caer en análisis hipercríticos ni la jactancia de hablar de artistas que no conoce nadie para crear singularidad, se sostuvo en el terreno de lo cantable.
“Las bandas que me han hecho más feliz son las mismas que hicieron felices a casi todos los demás”, escribe en el prólogo. En estos textos se percibe un ámbito de mayor libertad para explorar una forma diferente de ahondar su biografía. El recorrido tiene lado A y B como aquellos mixtapes curados quirúrgicamente –una especie de algoritmo artesanal- donde había que tomarse el trabajo de elegir, ser certero y tener en cuenta los espacios. Algo que terminó reemplazado en la acumulación indiferente de playlist con títulos de quehaceres mundanos: “Canciones para correr”, “canciones para hacer asado”, “canciones para limpiar”.
“Me costaba escribir un libro sobre música. No me siento parte de la tradición del periodismo de rock o de ensayismo sobre música, hay muchos muy importantes que saben muchísimo. Claramente no tengo una formación musical de ese calibre. He escuchado música a lo largo de mi vida, pero de una manera muy intuitiva, muy caótica y caprichosa, entonces tomar la palabra respecto de la música me parecía un atrevimiento, pero al mismo tiempo me daba una libertad que la literatura no me da, en la literatura sí me siento más encorsetado. Vengo claramente de la tradición de la literatura, por mis padres, por mi formación universitaria y porque toda la vida escribí sobre literatura en medios, hice críticas y escribí novelas. La literatura es mi mundo”, confiesa.
Hijo de los escritores Héctor Libertella y Tamara Kamenszain, talló su oficio en la biblioteca familiar y en conversaciones que alimentaron el acceso a una información privilegiada que terminó de estructurar en la carrera de Letras. Publicó las novelas Mi libro enterrado, El invierno con mi generación, Un reino demasiado breve, Un futuro anterior y los libros de ensayo Un hombre entre paréntesis. Retrato de Mario Levrero y Ricardo Piglia a la intemperie. Hasta encontrar el tono de su escritura, probó distintas alternativas que lo hicieron correrse muy rápido de prosas pantanosas y barrocas. Y hasta, incluso, de la encrucijada de pertenecer a un núcleo familiar de artistas, con riesgo de arribar en sepulcrales comparaciones.
“Ese fue un dilema bastante fuerte que tuve, sobre todo en los momentos de escribir mi primer libro. Le tenía mucho miedo a la comparación. Viniendo de familia de escritores qué derecho tengo a ponerme a escribir cuando ellos ya escribieron, los dueños de la palabra ya fueron ellos. Sin embargo, había un deseo, ganas de escribir, que no sé cuándo arrancó, pero arrancó bastante de chico. Había libros a mi alrededor y tengo ese recuerdo de agarrar todo lo que podía”, cuenta Libertella, un escritor de obra potente que supo deshacerse del tejido narrado en los renglones de sus padres.
“Un segundo momento que recuerdo, nació con la escritura y la literatura. Tendría unos 10 años, estaba leyendo una novelita infantojuvenil de un western, una especie gauchesca norteamericana, y me acuerdo que copié las primeras tres páginas, se lo llevé a mi vieja y le dije que era algo que había escrito yo, a ver qué pensaba. Se dio cuenta rápidamente de que era algo que no había escrito, pero quería ver qué pasaba cuando le llevaba a alguien un texto diciendo que era mío. Evidentemente, estaba esperando un tipo de validación de parte de mi vieja, quizás que ella me diga qué bueno que estás escribiendo”, agrega.
El hallazgo de su voz literaria fue a partir de un homenaje y el diálogo con la figura de un hombre que vivió exclusivamente para escribir, sumergido en el alcohol y al que vio partir consciente de su elección
La literatura lo rodeó siempre, una pasión que –jerga futbolera mediante– heredó desde la cuna y terminó como su camino a seguir en el mundo laboral. Pese a eso, buscó reconfirmar que la elección no estuviera inducida por la tradición de seguir con la profesión de sus padres y experimentó algunos años de rebelión contra el status quo. Cerca de las últimas hojas del calendario de su adolescencia, dejó los libros arrumbados en la biblioteca, abandonó la voracidad de la lectura y empezó a escuchar rock y fumar porro. La lucha interna por no “ser como ellos” coincidió con los años finales de la secundaria y el comienzo de la universidad, incluso en la elección de qué estudiar –hizo el CBC y un cuatrimestre entero en la carrera de Derecho–, pero la resistencia se debilitó con la necesidad de volver a leer.
Entendió que su lugar estaba en Letras.
“Cuando entré en la carrera me di cuenta del tesoro que fue tener padres escritores y esos padres escritores, además. Ahí dije “esto lo tengo que aprovechar”. Hablé mucho de literatura con ellos. Las charlas con mi viejo en los años finales fueron centralmente charlas de literatura. Le preguntaba por autores, libros, muchos chismes, cómo era tal escritor, por qué la amistad con tal o por qué la pelea con tal otro. Mucha interna del mundo literario y referencias de libros”, dice Libertella, sin dejarse tentar por la melancolía.
En su primera publicación, Mi libro enterrado, los trazos de escritura se centraron en los últimos días de su padre y en una relación con distintos pasajes dolorosos. El hallazgo de su voz literaria fue a partir de un homenaje y el diálogo con la figura de un hombre que vivió exclusivamente para escribir, sumergido en el alcohol y al que vio partir consciente de su elección. “Nunca me lo dijo, pero era obvio que ya había decidido empezar a encarar sus últimos años encerrado, casi sin dinero, fumando y tomando cantidades increíbles de alcohol y escribiendo sus obras completas. Su cuerpo se empezó a deteriorar con velocidad, y su rostro envejeció a base de mala alimentación y sedentarismo. Era diabético hacía más de dos décadas, y sabía que no soportaría por muchos años los embates de esa rutina”, escribió en un pasaje de esta novela.
Libertella está en constante exploración con su pasado, corriendo los escombros de una memoria que busca poner en orden el caos. Construye una torre de palabras como si quisiera rastrear un lugar habitable para el reencuentro con su padre y como salvoconducto de los estados de ánimo ocultos en ese fluir hacia delante que toma de enemigo al tiempo. “Es el lugar donde me acomodo con mis ideas, me acomodo en términos biológicos, acomodo mis emociones, mis traumas, mi neurosis, si no escribiría no sabría dónde poner todo ese quilombo que tengo en la cabeza y que todos tenemos en la cabeza”, dice sobre el ejercicio de escribir.
Y sostiene: “empecé a escribir seriamente en el momento paralelo en el que me empecé a psicoanalizar. Esas dos prácticas siempre quedaron como muy imbricadas en mi vida. Escribir es como repensarme todo el tiempo, es como escarbar el inconsciente en mi cabeza e ir a psicoanálisis es como escribir oralmente, es como si estuviera reescribiendo mi vida con la persona que estoy conversando que es mi psicoanalista… creo que cuando escribo hago un poco esas dos cosas, para mí escribir es terapéutico, me resulta terapéutico, probablemente me hace bien, lo necesito y cuando no escribo estoy peor y al mismo tiempo es toda la parte de terapia y análisis. Escribir es analizar mi pasado, es analizar a mis viejos, a las relaciones que tuve, los aciertos y los desaciertos que he tenido en mi vida, así que … todo eso es escribir”.
-¿Y otro poco es seguir hablando con tus padres?
-Esto es fuerte… Creo que sí. Es la manera que pude encontrar de seguir en contacto con esas charlas. Mi viejo murió antes de que escriba mi primer libro, que de hecho es sobre su muerte y entonces la conversación con mi viejo me quedó un poco más atrás; mi madre sí me pasa que todo lo que estoy escribiendo todavía está como muy impregnado de mi charla con ella y siento que escribir es de alguna manera… [Se interrumpe, los ojos se le ponen colorados, pero las lágrimas son contenidas. Sigue] Hay gente que va al cementerio y habla ahí, conozco gente que tiene una foto de su madre o de su padre en el living de su casa y le conversa, creo que todos vamos encontrando nuestra manera de que no se corte esa conversación y mi manera era evidente que iba a ser ésta, a través de los libros y de la escritura y sobre todo escribiendo texto autobiográficos, textos donde ellos siempre están. Me doy cuenta de que en general siempre aparecen en los libros que escribo, a veces como protagonistas y les dedico un libro entero a cada uno de ellos, pero sino como actores secundarios y partícipes necesarios, como en Canción llévame lejos, donde están en muchos de los textos y a veces me pregunto si eso se va a agotar en algún momento y ya no van a aparecer en los libros que voy a escribir o si van a aparecer siempre. En este momento a boca de urna siento que van a seguir apareciendo siempre. No puedo imaginarme escribir un libro donde ellos no estén mencionados, pero no lo sé.