De polizón en un barco de bandera alemana, pero compartiendo mesa con el capitán del barco, Joaquín Barreiro González cruzó el Atlántico –de Vigo a Buenos Aires– con solo 19 años de edad. Escapaba de la Guerra Civil Española y no avisó a su madre (a quien nunca volvió a ver) que embarcaba con destino a la Argentina. El periplo no estuvo ausente de peligros: casi lo matan antes de llegar al puerto, pero un primo le salvó la vida y a su llegada a Buenos Aires le dio trabajo y dónde dormir. Solo eso necesitó para, en cuestión de años, convertirse en la persona que llevó a su momento de gloria a dos de los restaurantes más antiguos y legendarios de Buenos Aires: El Globo y El Imparcial.
Su historia es una de “gallegos”, de esos inmigrantes que junto con los “tanos” dieron forma e identidad a la gastronomía porteña. Para cuando Barreiro llegó a esta ciudad en 1936, buena parte de los bares y restaurantes porteños estaban en manos de españoles (como muestra el censo municipal de 1909, gallegos y asturianos, principalmente, eran quienes regenteaban el 34,3% de esos establecimientos). Quien cuenta su historia es Susana Barreiro, su hija, que forma parte de la sociedad que aún hoy se encuentra detrás de El Imparcial y El Globo.
“Mi papá era del pueblo de Morgadáns, en la provincia de Pontevedra, Galicia –comparte Susana–. A los ocho años perdió a su padre. Entonces en la familia hicieron todo lo posible para pagar un pasaje para que su hermano viniera a la Argentina. Su hermano viajó y él se quedó con su hermana y su mamá trabajando: tenían vacas y gallinas, así que iba al pueblo y vendía los huevos y los pollos. Papá trabajó desde muy chiquito. Así pasó el tiempo, todo les costaba mucho. Al principio, el hermano les mandaba algo de dinero desde la Argentina, con lo que iban pagando parte de la deuda que habían contraído para pagar el pasaje. Pero después el hermano se dio a la bebida y al tiempo se volvió a España.
–¿Por qué tu papá decidió venir a Buenos Aires?
–Cuando iba a cumplir sus 20 años, estaba por empezar la guerra civil. Él pensó: “Si yo tengo que hacer la conscripción, ¿de qué van a vivir mi madre y mi hermana?” No tenían dinero, nada. Entonces decidió irse a Vigo porque sabía que en el puerto embarcaban a gente de polizón para llevarla a América. Allí su padrino le presentó a unos marineros de un barco alemán que se llamaba Kaparcona. “Nosotros te llevamos, pero tenés que pagar”, le dijeron. No me acuerdo exactamente el monto, pero pongamos unas 20.000 pesetas. Él relata todo en unas memorias que escribió.
–¿Y tu papá tenía ese dinero?
–No. Entonces fue y le dijo a su padrino: “Necesito 20.000 pesetas”. “Pero es todo lo que tengo guardado en el banco. No te puedo dar eso”, le contestó”. “Vos me los prestás por un ratito y yo te los devuelvo”, le dijo mi papá, y lo convenció. Puso el dinero en un sobre y fue a ver de nuevo a los marineros. Cuando vieron el dinero le dijeron: “Bueno, nosotros te llevamos, pero danos ahora la mitad”. Mi papá se negó: “Les voy a dar la mitad cuando estemos a mitad de viaje, y el resto cuando llegamos a Buenos Aires”. Los marineros aceptaron y mi papá fue a devolverle el dinero a su padrino. Y el sobre que le había mostrado a los marineros lo llenó de papel de diario.
–¿Cómo fue el viaje de Vigo a Buenos Aires de polizón?
–Un detalle es que él se vino sin decirle nada a su mamá, porque no sabía si iba a conseguir que lo llevaran o no. Se trajo un traje viejo, un par de medias y calzoncillos. y se compró una camisa nueva. Ese era todo su equipaje. Entonces le dijo al padrino: “Avisale a mamá que me fui a América”. Cuando llegó al puerto, a las tres de la mañana, lo hicieron subir y lo escondieron en el bote salvavidas. “Vos quedate ahí gallego, hasta que te vengamos a buscar”, le dijeron. Pasaron las horas, el barco zarpó y después de muchas horas fueron a buscarlo: “Te conseguimos un camarote en segunda clase y te voy a meter en la mesa del capitán”. “¿Con el capitán?”, preguntó mi papá”. “Sí, porque el capitán viaja con una amante, entonces ahí nadie te va a pedir documentos”, le respondieron.
–¿Cómo fue la llegada a Buenos Aires?
–Antes, cuando estaban por llegar a Montevideo, le dijeron: “Gallego, nos tenés que dar la mitad de la plata”. Mi papá me contó que entonces se arrimó bien a la pared del barco, lo más alejado posible de la baranda por si lo querían tirar al agua, y les dijo: “Miren, yo no tengo dinero, tengo papel en el sobre. Pero quédense tranquilos porque cuando lleguemos a Montevideo van a cobrar porque ahí tengo unos primos, y si no van a cobrar en Buenos Aires, donde también tengo familia”. El asunto es que en Montevideo no encontraron a los primos y por poco lo matan a papá. Pero volvió a convencerlos de que en Buenos Aires su primo iba a pagarles. Qué coraje, ¿no? Un hombre que no conocía nada del mundo, que era la primera vez que salía.
–¿Y en Buenos Aires apareció el primo?
–Los marineros lo fueron a buscar, pero el primo no sabía que mi papá estaba viniendo a Buenos Aires. “Usted trae el dinero o lo matamos”, le dijeron y el primo fue. Cuando le mostraron a papá, les dio el dinero que pedían. Lo vistieron de marinero, le dijeron que no hablara (porque mi papá no hablaba alemán) y lo hicieron bajar del barco. Y así es como mi papá llegó a la Argentina.
–Cuando llegó, ¿a qué se dedicó?
–El primo lo llevó a un almacén que estaba en la esquina de Bogotá y Ambrosetti. Era de unos gallegos también y el primo los convenció de que le dieran trabajo hasta que encontrara otra cosa; también les pidió que lo dejaran dormir en el sótano del almacén. Papá trabajó primero en el almacén, después en otros lugares; conoció a mi mamá, que era italiana, y más tarde a un señor, un tal Jiménez, y a José Rial, que al poco tiempo llegó de España. Los tres formaron una sociedad: compraban un negocio, lo trabajaban, lo vendían, compraban otro y así.
–¿Negocios gastronómicos?
–Sí. Cuando se casó con mi mamá estuvo a cargo de un club en Flores; ahí estuvo unos añitos. Y en 1947 con estos socios compraron la llave de El Globo. José Rial trajo a dos hermanos de España, y los cinco formaron la sociedad Rial, Barreiro y Compañía. Al mismo tiempo, mi papá se metía en otros negocios: estuvo en Los 36 Billares, fue socio de una confitería en Suipacha, casi avenida Córdoba, en La Continental de Belgrano… Solían meterse por puntos, como eran las sociedades en esa época: un puntito acá, otro puntito allá, que le daban dividendos. Trabajaba de sol a sol. Llegaba a las 11 de la noche a casa y a las cinco de la mañana ya se iba.
–¿Y cómo llegó a El Imparcial?
–Fue en 1969, cuando se derrumbó el restaurante. Entonces uno de los socios de El Imparcial, Rafael Aragón Cabrera, que después fue presidente de River Plate y que era amigo íntimo de papá, le dijo: “Mirá, yo quiero que vos te hagas cargo de El Imparcial”. A mi papá le gustó la idea, pero puso condiciones. Por ejemplo: no le gustó el plano que había hecho el arquitecto para reconstruir el restaurante y le dijo: “Quiero que no tenga columnas”. Así que mi papá se lo diseño sin columnas. También se encargó de la decoración del restaurante y eligió a los empleados. Él fue quien armó todo y se quedó con tres puntos de la sociedad, nada más. Llegó a haber más de 50 socios, porque cada uno tenía un punto, dos puntos… Y todos trabajaban, eran mozos, cocineros… Esto fue una mina de oro en ese momento. El restaurante trabajaba una barbaridad. Además tenía la venta de lo que se llamaba en esa época “ultramarinos”, que eran todas las conservas, y de jamones también. Una parte del salón funcionaba como un almacén. Mi papá estuvo acá hasta que a los 65 años tuvo un ACV, y después ya no pudo trabajar más.
–¿Y volvió alguna vez a ver su mamá?
–Nunca más. Se escribían cartas. Cuando mi papá tenía 70 años yo lo llevé a España, a donde volvió por primera vez después de 50 años de haberse ido. Estaba feliz de regresar a su terruño. Un día íbamos caminando por la calle y venía una viejita, y mi papá le dijo: “¡Rosiña!” La viejita lo miró y lo reconoció: “¡Barreiriño!”, y se empezaron a abrazar. Y así pasó con otros viejitos que habían sido sus amigos y sus vecinos. Para ese entonces su madre y su hermana ya habían muerto. De su familia solo quedaban allá algunos sobrinos que no quisieron venirse a la Argentina, porque al resto papá los trajo a todos, y todos tuvieron sus negocios.