Céline Frers, la fotógrafa “todoterreno” que retrata los paisajes argentinos y la vida sus habitantes

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Céline Frers creció en el campo, rodeada de horizontes infinitos, animales, pájaros y ríos. Tal vez sea por eso que hoy, a sus 43 años, se declara devota de la libertad y amante de los viajes “tierra adentro”. Fotógrafa profesional, vive en Salta junto a su pareja, Jesse Randall [presidente de la Fundación Descubrir, que promueve actividades de montaña y fomenta el cuidado de los espacios verdes] y su hijo Pampa, de tres años. Allí, cámara en mano, hace foco en la cultura y las tradiciones del lugar, como la vida cotidiana de las hilanderas de los Valles Calchaquíes, la Puna y el Monte Impenetrable. Con todas ellas, Céline logró entablar un vínculo de intimidad y confianza a base de visitas, mates, charlas y hasta noches en las que se quedó a dormir en sus casas de adobe, “humildes e impecables”. Así, el registro minucioso de manos, madejas, mujeres, paisajes y puestos inhóspitos se refleja ahora en su libro Hilando Culturas, que se presentará en la próxima edición de Pinta BAphoto, del 16 al 19 de octubre en La Rural.

Céline presentará su nuevo libro en la próxima edición de Pinta BAphoto, en La Rural

Especialista en retratar paisajes argentinos y los personajes que los habitan, Frers es también autora de los libros Colores de Corrientes, Cielos Patagónicos, Tierra de Gauchos, Patagonia Sur, Sentir Areco y Tierra Adentro. Sus numerosas travesías la llevaron a recorrer la profundidad de bosques, esteros y llanuras, y en 2020, fue reconocida como Personalidad Destacada de las Artes de Buenos Aires.

–Céline, ¿cómo es el backstage de los retratos que revelan la intimidad de las hilanderas? ¿Cómo establecés esa confianza?

–Las escucho, les pregunto por sus vidas. Les doy el tiempo necesario. A veces pueden pasar dos o tres días hasta que saco el equipo. Vamos tejiendo esa confianza juntas, me cuentan sus problemáticas familiares y laborales.

–¿Te instalás en sus casas?

–Sí, duermo con ellas en sus casas de adobe, humildes e impecables. Las historias de vida me conmueven genuinamente, ellas tejen y yo lloro… Hay dramas, mucho dolor. Las tejedoras tienen una entereza infinita, son muy generosas y honradas. Sus manos lo transmiten todo. La belleza y la prolijidad de los puntos me fascinan. Sobre todo, cuando se trata de lana de vicuña, un hilo muy fino, difícil de hilar y súper exclusivo.

Imágenes que aparecen en Céline trabaja con el registro de manos, madejas, mujeres y paisajes

–¿Sentís un contraste con tu propio camino y con tu historia familiar?

–Yo me crie en el campo, pasé los veranos con mis abuelos, rodeada de gauchos, en Corrientes. En el fondo siempre vuelvo a esas vivencias, a la gente simple que me produce admiración.

–¿Tus padres te transmitieron el amor por la naturaleza?

–Más mi mamá [Celina Moens de Hase Zorraquín], que es correntina y ama la vida de campo. Mi papá [Ricardo Frers] es bien porteño, es ingeniero agrónomo, pero se dedica a los negocios inmobiliarios. Muy urbano. Mi mamá, en cambio, es más rústica: nos sacaba a las tres hermanas a la naturaleza. Allí, decía, teníamos libertad total. No podíamos ver tele adentro de la casa. En cambio, aprendimos a andar a caballo de chiquitas, a pleno rayo del sol; aprendimos también a arriar vacas y ovejas. Conocimos desde adentro la idiosincrasia de los gauchos. Y ahora es lo que más me gusta. Muchas veces salgo a caballo a tomar fotos.

–¿Encarás sola las travesías?

–Voy siempre acompañada. Mi mamá se suma a varios circuitos, alguna amiga o mi pareja. Me hacen compañía y me ayudan a romper el hielo. Nunca llego con contactos: camino, pregunto por los pueblos, las escuelas, hasta que doy con la persona indicada que se sienta cómoda y que abra su intimidad.

Con su pareja, Jesse Randall, y su hijo Pampa

–Fuiste al colegio en Vicente López, viviste en San Telmo, estudiaste en Estados Unidos. ¿Cómo fue el camino que te trajo ahora a Salta?

–Hoy vivimos con mi pareja y nuestro hijo Pampa en San Lorenzo Chico, en las afueras de Salta, cerca de un río y una reserva natural. Allí instalé mi estudio, en medio de los cerros, junto a Jesse, que también se crio en el campo, en La Pampa. Tengo un espíritu bastante nómade: estudié Dirección de Fotografía en la Universidad del Cine, en el corazón de San Telmo, y en Nueva York cursé en el Instituto de Fotografía. Di la vuelta al mundo, trabajé como instructora de esquí, fui moza en Hawái. Hasta que me instalé cerca de Capilla del Señor. Mi primer marido era entrenador de caballos, murió en un accidente de autos. Yo apenas tenía 31 años.

–¿Cómo conviven tus recorridos con tu vida junto a tu hijito y tu pareja?

–Antes me iba de viaje por mucho tiempo. Este proyecto me asentó, de alguna manera. La maternidad me llegó de grande y así tenía que ser. Me daba mucho miedo perder mi independencia. En verdad tenía miedo de todo. Pero sin pensarlo pasó y hoy lo vivo con muchísima alegría. A Pampa me lo llevo a las travesías. En el Altiplano, por ejemplo, me lo sacaban de las manos, le hacían upa para que les sacara fotos con él. Y esa situación permitió una apertura increíble, la predisposición necesaria en este entretejido de confianza que busco para las tomas. Igual a Pampa no le gustan las fotos, apenas saco la cámara se da vuelta [risas].

–Atravesaste situaciones extremas, de riesgo ¿Cuál fue la travesía que más te marcó?

–En Nazareno, Salta, caminé por senderos al borde del precipicio. Me temblaban las piernas, pero vi a dos mujeres mayores pasar como si nada, al trote, y eso me dio fuerzas para seguir. Y en la Patagonia, estábamos con Jesse en la cordillera, queríamos cruzar a El Chaltén, pero una lluvia de más de tres días nos dejó varados. Estuvimos bajo el agua, con frío, adentro de una carpa, comiendo arroz, empapados. No podíamos avanzar ni retroceder. Estábamos helados y nevaba. Pero lo logramos.

–¿Por qué te pusieron un nombre en francés?

–Mi abuelo era belga, llegó al país después de la guerra y compró campos en Corrientes. La primera lengua de mi mamá y mis primos fue naturalmente el francés, pero yo no hablo bien el idioma. Solo algunas frases, por pura supervivencia [risas]. Cuando trabajo con franceses, que aman la Patagonia y me invitan a comer, tengo que advertirles que no manejo mucho su lengua.

–¿Qué reflexión final te queda de tu trabajo con las hilanderas?

–Entendí que el tejido calchaquí es un acto comunitario, un momento de encuentro, de intercambio, de favores mutuos. Los procesos textiles promueven actividades comunitarias y favores mutuos; los productos finales son parte de trueques, ajuares u obsequios en ocasiones especiales que refuerzan los vínculos sociales. Esos textiles son pura identidad y memoria. Enhebrar vínculos me emociona. Podría quedarme todo el día mirando cómo tejen. En las despedidas, siempre queda la promesa de volver.

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