Rebeca Aguilar mantiene tres conversaciones a la vez, mientras se pasea nerviosa por su puesto de ropa infantil en un rincón de la feria La Salada. Con el celular que tiene enganchado al gorro, pegado en su oreja derecha, habla con una clienta del interior, y con un segundo celular entre las manos, chatea con su socio. En medio del caos comunicativo se anima a encarar una tercera conversación, presencial, con LA NACION.
“Estoy que no paro. Como la feria está casi toda clausurada, los clientes mayoristas ya no vienen, así que hay que llamarlos para llevarles los productos. Si no lo logramos, morimos”, dice, y enseguida aparta la mirada y vuelve a dirigirse a su clienta a través de uno de los teléfonos: “Ahora salimos para allá, esperanos”. Detrás del mostrador, su empleada se apura empaquetando pequeños mamelucos de plush.
Este mecanismo de venta es su manotazo de ahogado ante el derrumbe económico que implicó para ella y otros miles de vecinos de la ciudad de Ingeniero Budge, Lomas de Zamora, la clausura de los principales predios de la icónica feria. Ocurrió el jueves pasado, tras la detención, en su casa de un barrio cerrado de Luján, de Jorge Omar Castillo –conocido como “el rey de La Salada”– y otros 15 líderes del complejo; entre ellos, uno de sus hijos, su esposa, su suegra y varios de sus socios. Los acusan de maniobras de lavado con más de 25 empresas constituidas en la Argentina y en Panamá.
A la detención siguieron, ese mismo día, los allanamientos de los tres principales predios de la feria: Punta Mogote, Urkupiña y Ocean. Desde entonces, permanecen cerradas las persianas del emporio de venta mayorista y minorista textil más importante del país, con fama internacional por tener entre sus puestos locales con ropa de marca falsificada.
Cuando se habla de La Salada, se habla de un mercado de más de 20 hectáreas, donde cada lunes, miércoles y sábados trabajan –o al menos, trabajaban– unos 8000 vendedores, según información judicial. Empezó hace 30 años como una pequeña feria junto a la ribera de Ingeniero Budge, en un terreno tomado, que poco a poco se fue ampliando hasta terminar convertido en una colección interminable de galpones y edificios. Se convirtió en la principal fuente de ingresos de la zona y, a la vez, en el mercado del que se nutren un porcentaje importante de los locales de ropa barata del país.
Los puestos de venta, de acuerdo con un informe presentado este año por la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos, son alquilados a los comerciantes por la administración de la feria sin declarar al fisco. Además, afirma el reporte, gran parte del personal contratado trabaja en negro, al igual que los empleados de seguridad privada y los transportistas, entre muchos otros.
Esta mañana, las calles por donde antes circulaban miles de compradores que llegaban desde todo el país, vendedores y carreros (quienes llevan las mercancías de los estacionamientos hasta los locales) estaban repletas de manteros, que aprovecharon la clausura de los principales predios feriales para adueñarse del asfalto.
Los puesteros de las galerías de La Salada que sí continúan abiertas, que antes veían a los manteros como sus principales enemigos, hoy no se hacen problema por su presencia. Tienen preocupaciones más importantes: primero, la falta de compradores al por mayor, ausentes desde los allanamientos y las clausuras de la semana pasada; segundo, la inseguridad de la zona.
“Las grandes ferias tenían mucho personal de seguridad privada para evitar que les entraran a robar las bandas de la zona. Ahora que están casi todas cerradas, sentimos mucho miedo. Cuando cerramos el local y salimos, lo hacemos lo más rápido que podemos”, cuenta Catalina, una puestera de nacionalidad peruana que vive hace más de 30 años en la Argentina, dedicada a la compra y venta de productos de cotillón. Solo se ve un cordón policial en el acceso principal a Mogote, como custodia de la clausura.
El poco movimiento de la zona donde se encuentra su local contrasta con las manifestaciones que esta mañana realizaron en Puente La Noria los carreros de la feria visibilizando su reclamo por la reapertura del complejo, con bombos y carteles en los que se leía “Necesitamos trabajar” y “No a la clausura”.
Entre ellos, había también puesteros como Rosa, de 45 años, que tiene su mercadería atrapada dentro del predio clausurado. “Todo mi capital está ahí adentro, en el galpón de Mogote. Yo no vendo nada falsificado ni nada robado, pago por el puesto a la administración de la feria y pago mi monotributo”, afirma la mujer, que se dedica a la venta de marroquinería y dice pagar de alquiler por día de feria $100.000. “Es caro, pero es rentable. Compramos en Once y revendemos acá”, comenta.
“La Salada tiene mala prensa. Dicen que acá hay explotación laboral, y es verdad: mi patrona, que vende pijamas en un puesto de Urkupiña, me paga a mí $22.000 por día. Cuando se va de vacaciones y alquila el local, me quedo sin trabajo hasta que vuelve. Pero otra opción no tengo”, relata Lorena, de 42 años, vecina de la zona y vendedora del mercado. “Yo antes iba a trabajar a Flores y también me explotaban. Allá también estábamos muchos en negro, trabajando unos días en un local, otros días en otro”, agrega la mujer, quien vive junto a su marido, que trabaja empaquetando carbón en una empresa de la zona, también en negro.
“Yo quiero que metan presos a los que tengan que meter presos, pero que nos dejen trabajar a los que somos honestos y necesitamos llevar dinero a nuestros hogares. Tengo cinco hijos”, reclama mientras camina entre los manifestantes con bombos Isabel Cahuantico, nacida en Perú y nacionalizada argentina hace 35 años. Ella trabaja revendiendo ropa “sin marca” desde los inicios de la feria. “Cuando mi marido y yo empezamos, la feria eran un par de puestos de fierro sobre un terreno, una feria para vecinos. Hoy La Salada da trabajo a gente de todo el país, compradores y vendedores”, cierra la mujer.