Le quedan al otoño solo diez días, si nos atribuimos el derecho de imponerle capítulos al tiempo, y luego vendrá la larga noche invernal en la que los días cortos parecen instalarse indefinidamente. Antes, como un guiño esperanzador, muchos de nuestros árboles se incendian en una vehemente, pero breve insensatez de amarillos como de oro, rojos cegadores y ocres más tranquilos que intentan moderar este adiós pirotécnico.
Está bien, ¿pero por qué? Sabemos que hay algunas especies de árboles que se deshacen de sus hojas antes del invierno. Es una adaptación evolutiva. Fantástico. ¿Y los colores? ¿Hace falta realmente el show? ¿Es necesaria esta cosa drama queen de los fresnos y los arces, del prodigioso liquidámbar y los misteriosos taxodios? ¿Por qué no se desembarazan de las hojas y listo?
Como va en contra de nuestra propia concepción de la existencia, nos da mucho trabajo captar la ideología básica de la naturaleza. Esa ideología podría resumirse en estas cuatro palabras: nada es porque sí.
Para nosotros, los humanos, hay una dimensión vital que trasciende lo pragmático. Hacemos cosas porque sí. O porque nos embarga una emoción, porque se nos da la gana, porque podemos. Nos metemos donde no nos llaman, edificamos arte y ciencia y religión, y por supuesto nos hacemos preguntas.
El otro día, mientras admiraba la lenta mutación del follaje de mi ciprés de los pantanos, ahora con sus raíces por completo hundidas en el agua, luego de las lluvias bíblicas de mediados de mayo, me pregunté una de esas cosas que el simplificador serial despacha con un gesto de suficiencia y un mohín de desprecio. ¿Por qué cambian de color las hojas en otoño? ¿Por qué esos colores y no otros? La naturaleza no tiene mucho presupuesto y por lo tanto no da un solo paso sin razón. La vida está delicadamente entretejida, y cada bacteria, cada sequoia, cada hoja de menta, cada molécula y cada marea son engranajes de una relojería cósmica perfecta. Perfecta e inapelable.
Regresé a mi estudio con las imágenes de mis bondadosos fresnos, que ahora ya han perdido las hojas, las de un liquidámbar encendido y altísimo que se pavonea cerca, y las de mis dos vides, que son tan desmañadas (a lo mejor por pudor, claro) para deshacerse de sus hojas. Y me puse a investigar.
Por supuesto que el festivo marchitarse de algunas especies de árboles no es gratuito. Un paper de Simcha Lev-Yadun, del Departamento de Biología y Medioambiente de la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad de Haifa en Tivon, Israel, dedica 36 páginas a revisar todas las teorías que los botánicos han planteado para explicar no solo el fenómeno, sino también el hecho de que algunas regiones del mundo exponen más abundancia de ciertos tonos que de otros.
Más aún, no existe un consenso sobre por qué la naturaleza evolucionó en esta colorida dirección y por qué algunas especies se tornan amarillas y otras rojas u ocres; incluso las hay que no pierden el verde (el aliso común, por ejemplo). Pero a falta de un consenso hay un debate, que siempre es mejor. Aparte de lo obvio (reciclar la clorofila), las teorías explican el cambio de color como una defensa de los árboles frente a los herbívoros, los insectos y el estrés oxidativo. El clima y la topografía han tenido asimismo su efecto, y, como es usual, la naturaleza se tomó su tiempo. Solo la fragmentación del supercontinente Pangea llevó 100 millones de años.
En todo caso, luego de leer esas 30 páginas (seis son de notas bibliográficas), me di cuenta de que muchas de nuestras insensatas batallas culturales se cancelarían si nos diéramos cuenta de que vivimos en un planeta donde nada es porque sí. Y advertí también que ningún fenómeno natural es simple y fácil de despachar, con un gesto de suficiencia y un mohín de desprecio. Por eso las preguntas incomodan tanto.