Lejos de todo. Lejos del ruido, de los turnos programados con meses de anticipación, de los diagnósticos despersonalizados. Como si construir algo distinto hubiera necesitado esa distancia. O quizás otro tipo de acercamiento. En Ruca Choroi, el Centro de Salud Intercultural Ragiñ Kien parece una barcaza flotando entre montañas. No es un hospital: no hay quirófanos, ni camas de internación, ni urgencias. Tampoco es un centro exclusivo para el pueblo mapuche. Es, ante todo, un lugar de consulta, de acompañamiento y de diálogo entre formas de atender y de entender la salud que no siempre convivieron de manera pacífica.
Jorge está sentado junto a su esposa en la sala común del centro, esperando para ver al machi —una figura clave en la cosmovisión mapuche, una suerte de sanador espiritual y físico—. Jorge viaja hasta Ruca Choroi una vez por mes desde San Martín de los Andes. Tiene cáncer de colon y está en tratamiento oncológico con médicos clínicos, estudios y quimioterapia. “No vine a reemplazar nada. Vine a sumar”, explica, mientras sostiene dos botellas de gaseosa reutilizadas con preparados vegetales —lahuen— que le ayudan, dice, a descansar mejor, a transitar con más calma los efectos de la quimio, a no sentirse solo. “La mejoría fue evidente”, asegura. Pero nadie habla de curas milagrosas. Lo que se ofrece aquí es otra cosa: una forma distinta de ser mirado.
Desde la parte alta del camino, una medialuna azul recorta la tierra, recostada sobre una loma baja, mirando hacia el este. Al fondo, el río Ruca Choroi serpentea tranquilo. Más allá, arboledas dispersas y las montañas nevadas cierran el horizonte. No hay sirenas, ni pasillos fluorescentes. No hay mostradores de acrílico ni carteles de “Prohibido el paso”. Hay pasto, barro, silencio. Hay ruca, hay viento, hay fuego. El diseño responde a una lógica espiritual: el edificio mira al sol naciente, y la ruca —una construcción tradicional de piedra y madera, ubicada detrás— aloja ceremonias colectivas. La arquitectura misma es una declaración. Una forma de habitar. Un gesto de respeto.
Soñado en las rogativas, exigido pacientemente y construido en conjunto entre las comunidades mapuches y el sistema público, Ragiñ Kien es un espacio donde los lahuen —preparados con plantas recolectadas en cerros y arroyos— conviven con estetoscopios, carpetas médicas, silencios y palabras.
“Acá el territorio es parte de la medicina”, dice el machi Víctor Cañiullan, que llega desde Carahue, en Chile, para atender a pacientes mapuches y no mapuches de toda la provincia, de otras también, y también del exterior. “Si se lastima la naturaleza, se enferma el cuerpo. Sanar es también reparar ese vínculo.”
Otra forma de pensar la salud
Ruca Choroi está a 13 kilómetros de Aluminé, al final de una ruta de ripio que se congela en invierno. No hay farmacias cerca. Ni taxis. Lo más cercano es una vertiente de agua helada y limpia. En esa aparente lejanía —que no es sólo geográfica—, el Centro de Salud Intercultural Ragiñ Kien opera como un puente. Entre saberes. Entre mundos.
“No es un hospital. Es un centro de salud”, insiste en aclarar el doctor Fabián Gancedo. “Porque fue eso lo que se eligió: un lugar donde la gente se encuentre, no solo donde se cure.” Gancedo es médico formado en la UBA, jubilado del hospital de Aluminé, con más de 30 años de experiencia rural. Se involucró profundamente con las comunidades desde los años 90, las acompañó en la recuperación de tierras y estuvo en las primeras reuniones que dieron origen a este proyecto.
“En los hospitales de ciudad, a las cinco de la tarde limpian la sala de espera. Si quedó un abuelo sentado, le dicen que levante los pies. Acá no puede pasar eso. Acá el paciente es alguien que entra a tu casa.”
Una sola medicina no alcanza
En Ragiñ Kien, la biomedicina y la medicina mapuche coexisten sin mezclarse. Hay consultorios clínicos, odontológicos, de niñez, de laboratorio. Y hay también consultas con el machi, el lawentuchefe (especialista en plantas), el kellu (asistente espiritual), y otros agentes de salud tradicionales.
Pero no es una mezcla arbitraria. “No es sincretismo, es diálogo”, aclara Gancedo. “Cada modelo mantiene su autonomía. Pero cuando una persona enferma se atiende con ambos, somos nosotros quienes debemos aprender a escucharnos.”
El caso de Florencio es una muestra. Un hombre solo, con una herida profunda en la pierna. Llegó al hospital de Zapala con infección severa. El diagnóstico biomédico era claro: amputación. La sobrina pidió otra oportunidad. Lo llevaron a Ragiñ Kien. Un año después, caminaba con andador. Sin cirugía. Sin amputación. “No sé cómo lo hicieron. Pero lo hicieron”, admite Gancedo.
“El machi ve todo en la orina. Yo lo veo en los análisis. Pero a veces miramos lo mismo. Desde distintos lados”, agrega.
Los pacientes encuentran en Ragiñ Kien algo más que un diagnóstico: acompañamiento. Una confianza que no siempre ofrecen las salas asépticas de un hospital. “Siento que acá me entienden, algo más profundo”, dice Jorge. Y en esa frase, se resume buena parte del espíritu del lugar.
El machi: soñar, mirar, devolver el equilibrio
Víctor Cañiullan lleva 37 años como machi. Dice que el rol se forma en revelaciones. “Desde chico soñaba. Veía cosas. Uno no se convierte en machi: nace así. Después, si el espíritu lo confirma, se entrena. Pero no hay escuela. Es personalizado. Como la medicina misma.”
El tratamiento mapuche incluye hierbas, también sueños, baños, ayunos, conversación, silencio. Cada lahuen —remedio vegetal— se prepara con una precisión que combina saber botánico, espiritualidad y territorio. Las plantas no se compran: se recolectan. Algunas vienen de Chile, otras de Villa La Angostura. Se preparan más de 1300 litros por semana, para 110 pacientes. Las combinaciones cambian según la hora del día, la estación, el tipo de desequilibrio.
“Una planta no tiene la misma propiedad si crece entre piedras, en el agua, o al sol. El dolor de panza puede venir de muchas cosas. No se cura con una receta universal. Hay que escuchar”, dice el machi.
Y luego, más profundo: “La enfermedad es un desequilibrio. Y para sanar, hay que mirar los cuatro planos: físico, psicológico, espiritual y social. Si uno falta, no hay medicina que alcance.”
De todo lo que se atiende en Ragiñ Kien, lo más frecuente no son las enfermedades agudas ni las urgencias clínicas, sino los problemas cotidianos, persistentes, estructurales. “Lo que más vemos es sobrepeso, hipertensión, diabetes. Y detrás de eso: mala alimentación, pobreza, falta de vivienda adecuada”, dice Gancedo. “La medicina sola no puede resolver eso. Pero sí puede acompañar, escuchar, ayudar a que no se conviertan en condenas.”
Víctor va más allá: “Hoy se perdió la conciencia de que la alimentación también es medicina. La gente come lo que puede, o lo que se impone desde afuera. Ya casi nadie prepara comida natural. Todo viene del supermercado. Y lo que entra por la boca enferma el cuerpo, sí, pero también la mente, el ánimo, la conexión con uno mismo.”
La obesidad, en comunidades donde alguna vez hubo escasez extrema, convive con la desnutrición. No por falta de comida, sino por falta de calidad. “Acá no hay panza vacía, pero sí hay muchas panzas inflamadas de harinas, de azúcar, de comida chatarra. Es un hambre distinto. Y más difícil de ver”, explica Fabián.
Los problemas de vivienda también aparecen. Muchas familias viven en condiciones precarias, sin calefacción adecuada, sin agua segura. El frío, la humedad, el hacinamiento, la imposibilidad de mantener rutinas saludables, todo eso va calando. La enfermedad no llega de un día para el otro. Se instala lentamente.
“Por eso este centro no se limita a recetar. Pregunta. Acompaña. Contempla. A veces lo más urgente no es dar un medicamento, sino escuchar. O ayudar a tramitar un módulo alimentario. O simplemente estar”, dice Fabián.
Y ahí es donde Ragiñ Kien se convierte, de verdad, en un espacio de salud: porque entiende que curar no alcanza, si no se dignifica.
La escucha también cura
Entre los pasillos del centro, entre frascos de lahuen y cuadernos con anotaciones a mano, se mueve Neris Quintunahuel. Es kellu, asistente del machi, y una de las figuras más activas del equipo mapuche. Trabaja desde hace tres años junto a Víctor Cañiullan, pero su formación —dice— no comenzó ahí, ni en ningún aula formal. “Nuestra escuela es la casa, la comunidad, la conversación. Soy hijo de un lonko, y aprendí observando, escuchando, caminando el territorio.”
Neris prepara los lahuen, acompaña los tratamientos, guía a los pacientes, y ayuda a que cada práctica conserve su profundidad espiritual. Pero insiste: lo suyo no se limita a las plantas. “También es medicina la charla. La palabra cura. Escuchar es medicinal. A veces no hace falta más que eso: alguien que te escuche con respeto.”
Su historia personal es la de muchos jóvenes mapuches que se alejan de su comunidad buscando futuro en la ciudad. Se fue a Neuquén, trabajó en otros rubros, intentó encajar. Pero algo no cerraba. “El mapuche que vive lejos se siente solo. Yo soñaba mucho. Una y otra vez veía a mi papá en un ataúd. Hasta que entendí que tenía que volver. Que no podía vivir negando lo que soy.”
El retorno fue también un despertar. “A los 20 sentí que estaba inmerso en una sociedad que no era la mía. Me quisieron imponer otras creencias. Nunca acepté. Siempre supe que nuestra espiritualidad, nuestras rogativas, nuestra forma de mirar el mundo, tenían valor. Pero había que recuperarlas.”
Para Neris, este centro de salud es parte de un proceso profundo de revalorización cultural. “Este lugar no es casualidad. Se pidió en las rogativas. Se soñó en comunidad. Y se construyó con esfuerzo. Antonio Salazar, un lonko muy sabio, tuvo mucho que ver. Y muchos otros también.”
Cada mañana, antes de que empiecen las consultas, Neris enciende el fuego, prepara las plantas, limpia el espacio, hace una rogativa. Es una forma de agradecer, de centrar la energía, de recordar que la salud —para el pueblo mapuche— no es un evento clínico, sino una práctica cotidiana, comunitaria y espiritual. “Lastimar la naturaleza es enfermarse. Hablar sin cuidado también es una forma de herida. La palabra tiene poder. Y eso, si se olvida, se pierde todo.”
Un modelo sin precedentes
El Centro de Salud Intercultural fue inaugurado en 2021, tras 13 años de trabajo conjunto entre las comunidades Aigo y Hienhiegual, el hospital de Aluminé y el Ministerio de Salud provincial. Se apoya en el Nor Feleal, un sistema de conducción horizontal que incluye autoridades sanitarias, políticas y espirituales. Se trabaja también con las postas rurales de Carri Lil y Ruca Choroi.
No todo es fácil. En Argentina no existe una política de salud intercultural con presupuesto y marco legal. A diferencia de Chile, donde estos centros forman parte del sistema de salud pública, aquí todo depende de decisiones provinciales o de voluntades políticas. Los agentes mapuches cobran por práctica. No hay previsión de continuidad. El financiamiento es frágil.
“La medicina mapuche siempre existió, pero era privada. Hoy el Estado empieza a reconocer que debe garantizar el acceso. Eso es histórico. Pero falta mucho”, reconoce Gancedo.
Más que salud
En el centro se atienden dolencias, pero también se cocina, se conversa, se acompaña. Soledad prepara hamburguesas de garbanzo. Marina, enfermera y facilitadora intercultural, lleva las carpetas, traduce, conecta programas. Brígida organiza los turnos. Sergio recuerda cómo todo empezó: “Lo medicinal estaba cubierto. Lo que faltaba era atención social, humana. Que la salud se acerque a la vida de campo.”
El 50% de los pacientes no son mapuches. Muchos vienen de lejos. Algunos de Buenos Aires, otros de Francia o Estados Unidos. No buscan solo un tratamiento: buscan otra forma de ser mirados. “La biomedicina no siempre da respuestas. Y hay gente que se cansa de no ser escuchada”, dice Fabián.
Sanar también es recordar
La historia del centro está tejida con hilos de lucha. Fue posible gracias a la insistencia de crear un modelo de salud que durante siglos negó, persiguió o ridiculizó los saberes originarios. Hoy, cuando se enciende el fuego en la ruca y se canta en mapudungun, se recupera una memoria.
“Este centro es parte de la historia de resistencia del pueblo mapuche”, dice Gancedo. “Es una raja de luz en un sistema que muchas veces oscurece. Un espacio donde la medicina vuelve a tener sentido. Donde sanar es volver a estar en equilibrio con uno mismo, con el otro y con el lugar.”