Hace 30.000 años, en medio del implacable frío de la última Edad de Hielo, una especie de lobo primitivo se acercó a un humano. En aquella noche gélida, en lugar de atacarlo, el animal buscó refugio, el calor de la fogata, las sobras de una comida en esa estepa árida donde escaseaban las presas.
Así nació una relación que fue cambiando a lo largo de los siglos: los descendientes de aquellos lobos primigenios se transformaron en perros guardianes, pastores de ovejas y compañeros de cacería. Pero el avance de la agricultura y el calentamiento del clima pronto los privaron de esas tareas. Con el tiempo y a través de las cruzas, aquellas bestias temibles de media tonelada se convirtieron en criaturas de compañía de apenas diez kilos: caniches, bulldogs o mestizos incapaces de casi cualquier otra cosa que no sea comer o dormir. La ecuación se dio vuelta: ahora nos toca a nosotros protegerlos a ellos.
Lisa es una dachshund –o perra salchicha– con la que vivo desde hace diez años. Su pelaje es blanco con manchas color chocolate y un defecto congénito la dejó ciega de un ojo cuando todavía era una cachorra. Por la mañana, cuando apago la primera de las dos o tres alarmas que programo para despertarme, sube hasta mi almohada y se duerme un rato más pegada a mí. A esa hora temprana, el compás sereno de su respiración me recuerda que el mundo fuera de mi habitación no es siempre horrible. Su compañía me ayudó a atravesar muchos momentos difíciles. Tengo un retrato suyo en la oficina. Me la tatué en un brazo. Si te metés con ella, te metés conmigo.
No tengo un carácter fuerte. No me gusta discutir ni alzar la voz. Suelo guardar silencio cuando alguno de esos ciclistas que violentan todas las normas de tránsito me grita por cruzar la calle cuando me corresponde. Mantengo la compostura ante el apriete tenaz de vendedores callejeros de medias o plantines. Pero ser pusilánime tiene un costo. Durante la madrugada, revivo esas situaciones y me desvelo imaginando las respuestas cortantes que debí haberles lanzado y callé.
Si al menos tuviera un físico imponente, pienso, que infundiera respeto por sí solo, sin la necesidad de conjurar valentía. Pero no. Sin embargo, descubrí algunos años atrás que hay una situación que me ayuda a superar todas estas resistencias mentales y físicas. Algo tan, pero tan indignante, que de solo pensarlo siento que me transformo en una criatura colérica irradiada por rayos Gamma.
Sucedió una noche cuando caminábamos con Lisa por una calle elegante de Belgrano. Al doblar en una esquina, pasamos frente a la puerta de una farmacia de guardia donde esperaba una mujer mayor que podría ajustarse al arquetipo de una vecina del barrio. Lisa, medio ciega como estaba, percibió a la desconocida y se acercó a olfatear uno de sus tobillos. Entonces, la cara de la mujer se torció en un gesto de asco y su boca se abrió en bordes desparejos como un pozo ciego.
“¡Sacame a este perro inmundo de acá!”, me gritó.
Podía tolerar el desprecio, pero no había excusa alguna para maltratar a una criatura inocente de diez kilos. Me invadió la bronca. La sangre subió en torrentes hasta mi cara; sentí calor. Miré a la mujer a los ojos y la insulté. No puedo decir qué le dije, fue algo del estilo “¿qué te pasa, tonta?”, aunque con muchas, muchas más palabras, cada una más irreproducible y ofensiva que la anterior. Cuando por fin me callé, estaba exhausto y mareado por esta sensación desconocida.
“¡Ay, qué ordinario!”, rugió la señora tras un instante, con un enojo algo sobreactuado.
La boca me temblaba. Sentía orgullo, pero también vergüenza. No terminaba de reconocerme en eso que acababa de pasar. La señora me miró en silencio, una máscara de cera derretida por el resentimiento. Nos fuimos con Lisa. No nos siguió. Su melena teñida, iluminada por la luz blanca e inclemente de la farmacia, desapareció en cuanto dimos la vuelta.
Lisa, que parecía ajena a toda la secuencia que ella misma había desatado, tiraba fuerte de la correa. Quería olfatear una baldosa sucia o un poste, no sé. Esa parte no la recuerdo.