Contra el sentido común: “No se cosecha jamás lo que se siembra”, escribe Paula Jiménez España

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No podía ser más linda la presentación de Obrera, el libro que reúne la obra de la poeta argentina Paula Jiménez España, con amigos y lectores, y amigos lectores llenando la sala del centro cultural Brandon, en Villa Crespo, música y la poeta sencillamente en una tarima, un poco leyendo, un poco dirigiendo la batuta.

Videos, canciones, palabras mientras Jiménez navegaba por su obra, eligiendo un poema de cada uno de sus libros, desde Ser feliz en Baltimore, de 2001, hasta El latido que pulsa entre tus cosas, de 2025.

Entre otros textos, Jiménez España leyó Las cosechadoras de flores, de 2014. Allí, en ese texto entre poesía y prosa, algunas frases relumbran: “Para decir las grandes cosas no faltan las palabras ni voces ampulosas”, escribe Jiménez, como si hablara de su poética y de esta presentación misma. Sin voces ampulosas, con sentimiento y hondura.

Dice, también, “No se cosecha jamás lo que se siembra”. Contra el sentido común de “cosecharás tu siembra”, como si entre la voluntad de la siembra y la cosecha no hubiera nada, no hubiera mundo, no hubiera desgracias o viento de cola. Como si fuera uno y su siembra. Jiménez discute: “Se cosecha lo que al viento sobrevive, al agua, al fuego, a la torpeza humana, al robo, a las enfermedades de la tierra”.

La poeta no siempre habló de flores. También supo contar, en versos que fueron recordados en la presentación, el lado B de la noche porteña y el circuito de la droga. “Una leyenda antibolita cuenta/ que una vez una mujer llegó a Retiro/ con un niño en brazos./No era una guagua, no, no estaba vivo,/ era un cadáver chiquito/embalsamado y lleno de cocaína”, escribió en tal vez uno de sus libros más conocidos, La mala vida, de 2007.

Nació en Buenos Aires en 1969, es poeta y psicóloga, Obrera, que ahora publica la editorial Salta el pez, es su obra reunida.

Las cosechadoras de flores

En el campo, bajo el sol de la mañana, con sus sombreros de alas anchas cubriéndoles el pelo, las mujeres cosechan. Con delicadeza de orfebre le roban una a una sus flores a la tierra.

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Sus voces, finas como los tallos, se escuchan en el tiempo del descanso, cuando se agrupan y dejan los canastos a sus pies, cuidados como niños de colores que asoman las manitos sobre el mimbre. En el trabajo son tan detallistas que incluso sus palabras parecen esculpidas con la misma atención. Juntas hablan de las hojas y los pétalos y comparten unos minutos de silencio antes de volver a la tierra, a su negociación con los terrones negros de donde salen juntos fortuna y desazón.

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Ramilletes de novias, coronas para muertos, algunas solitarias en las manos de algún tímido, exuberantes ramos en un centro de mesa coronado de helechos, flores para tirar a los cantantes, para lucir en la solapa o en la oreja, todo eso llevan, como se lleva a dios, capaz de pronunciarse en cada dicha, en toda la tristeza.

La poeta argentina Paula Jiménez España (Sebastián Freire)

Delgadas como tallos son las cosechadoras, no las empuja el viento, porque no es viento lo que hay sino ese suceder que empieza de mañana y continua deslizándose al sol hasta que cae con sus últimos rayos al Oeste. Las que cosechan van hacia delante como sopladas por el amanecer.

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Es mínimo y enorme este trabajo que solo con la lluvia se termina.

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Veían a sus madres agacharse en la tierra y apretar con sus dedos cada tallo, los canastos colmados bajo el sol, los pantalones grises manchados por la tierra, que es fría en los inviernos cuando cae el rocío, cálida en los veranos y neutra en los recuerdos. No es como la arena, como el agua o el hielo, la tierra no repele ni encandila y solo si se enoja produce algún estruendo. Su música es piadosa, imperceptible, las flores que cosechan las mujeres son notas, seminotas, silencios.

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No hay verdad alguna en eso: no se cosecha jamás lo que se siembra. Se cosecha lo que al viento sobrevive, al agua, al fuego, a la torpeza humana, al robo, a las enfermedades de la tierra. Las mujeres cosechan lo que hay, lo que se deja llevar entre sus manos. Aunque sus hombres hayan dejado tiempo atrás, dispersas en la tierra, semillas que son a veces ilusiones, o sueños imposibles.

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Para decir las grandes cosas no faltan las palabras ni voces ampulosas dispuestas a enunciar, ¡pero hay que decir pétalo, decir todos los días, cada uno, y tomar dimensión de lo que cae por el suave empujón que da una brisa o la mudez del tiempo!

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