Tengo con la religión una relación ambivalente. Creo que creo. Por momentos me parece imposible que lo que somos, el cúmulo de emociones y sentimientos que nos habita, la percepción de aquello en nosotros que está más allá de la realidad material del cuerpo, concluya para siempre con el último suspiro y el mundo siga adelante con su indiferencia, como si nunca hubiéramos existido. Tiene que haber algo, algún lugar de donde toda esa energía brota y hacia la que vuelve. Pero ¿qué? ¿Cómo? ¿Dónde? Las dudas son muchas. Sin embargo, creo que creo. Un poco como Johan, el personaje de Erland Josephson en Saraband, la película de Bergman. Después de una vida de encuentros y desencuentros con Marianne (Liv Ullmann) marcada por sus propias inconsistencias emocionales, un Johan ya viejo y menesteroso le confiesa a quien fue la mujer de su vida: “Mi amor es como es. No puedo describirlo y no suelo sentirlo”. Es quizá la línea más honesta del personaje en toda la película. Su amor es, está, pero lo olvida. Tiene un sentimiento del que solo es consciente por momentos. O que por momentos no siente, aunque esté. Algo así me pasa con Dios. Ojalá el Ser Supremo sea tan comprensivo conmigo como Marianne lo es con Johan.
Con una fe tambaleante, los planteos de los que no creen pueden resultar persuasivos. Sobre todo cuando no provienen de posturas militantes, porque tratándose de asuntos tan íntimos y tan ligados a la experiencia me parecen inútiles e invasivos los intentos de convencer al otro de la creencia propia. Da lo mismo si se trata de quienes, Biblia en mano, intentan catequizar al pecador, o de los evangelizadores del ateísmo, como Richard Dawkins o Sam Harris, para quienes solo somos el resultado de una serie de carambolas atómicas. Pero de pronto leo al físico teórico Carlo Rovelli, que en su libro Helgoland –sobre teoría cuántica– dice que aquello que consideramos el “yo” no existe como tal, que no hay una conciencia (¿un alma?) separada del cuerpo. ¿Qué somos, entonces? Somos, dice Rovelli, el conjunto integrado de nuestros procesos mentales. De allí deduzco que cuando nuestro cerebro se apaga nos apagamos con él y todo termina. Lo interesante es que en el mismo libro Rovelli describe la simetría que existe entre los descubrimientos de la física cuántica y los principios contenidos en los textos sagrados del hinduismo. Nada es lo que parece.
El Bergoglio que como arzobispo de Buenos Aires viajaba en subte continuó en aquel que, ungido papa, rechazó los zapatitos rojos que la tradición papal impone
Adentrarse en estos misterios puede resultar apasionante, por momentos angustiante, pero podemos elegir la línea que con maestría y erudición ensayó Borges en su literatura. Es decir, tomar estas cuestiones de la metafísica y los misterios religiosos como un territorio donde la especulación poética encuentra infinitas posibilidades. De cualquier modo, es difícil escapar del interrogante esencial, que se resume en tres palabras: ¿hay algo después?
Es curioso que ante la muerte del papa Francisco se escribiera mucho sobre el impacto de su papado en la sociedad, la cultura y la política, y por supuesto sobre los cambios que impulsó en la misma iglesia católica, pero menos o muy poco del dilema de la trascendencia, cuya resolución positiva –hay algo después– es la razón de ser de la Iglesia. Imposible saber si durante el papado de Jorge Bergoglio creció en el mundo el número de las personas que creen. Pero leí que la actitud abierta que Francisco tuvo hacia ciertas cuestiones espinosas para la doctrina católica habría acercado a un número importante de personas a la Iglesia. Si la fe, más que expresarse en palabras, se vive en el rito, quizá haya más creyentes entre nosotros.
Hice la primaria y la secundaria en un colegio católico, pero dejé la práctica religiosa al poco tiempo de egresar. Tiendo a ver al Papa como a un hombre más, un hombre entre los hombres, sin desconocer el peso del cargo que ocupa. Por eso, el Francisco que me gustó más –en medio de aspectos que me gustaron menos– es aquel que fue capaz de prescindir de algunos de los fastos vaticanos para mostrarse como los demás, ya sea en la vestimenta, en el modo de transportarse o en el trato con la gente. El Bergoglio que como arzobispo de Buenos Aires viajaba en subte continuó en aquel que, ungido papa, rechazó los zapatitos rojos que la tradición papal impone y siguió usando los tamangos negros con los que había llegado a Roma. Una sencillez que acaso aluda a lo esencial. En los testimonios que la tele recogió en la Plaza de San Pedro durante estos días, los fieles le expresaban un afecto sincero, desprovisto de la idolatría que suelen inspirar las cabezas máximas de las instituciones regidas por una jerarquía férrea. Hay algo ahí.
El ensayista inglés John Gray escribió que la concepción cristiana de la historia entendida como un drama de redención fue desplazada hace ya tiempo por credos laicos como la ciencia y el progreso. Quizá no sea mala idea volver a ella en un mundo en el que, caída la confianza en el progreso, acaso la fe más extrema la profesan quienes rinden culto a la tecnología, en la que incluso depositan sus esperanzas de vida eterna. Curiosa forma de no creer.