Cada vez que llueve es una mala noticia para Celeste Gómez. Significa que a Franco, su pareja, no le va a salir ninguna changa de albañilería y que tendrán que arreglarse con la que tiene en la alacena, una reserva que a fin de mes escasea pero que no puede dejar con hambre a Cristal, la hija de ambos, de solo tres años.
La lluvia también es sinónimo de que no podrá ir a ver a sus padres, porque en la zona en la que tienen asentada su casa no existe el asfalto y los piletones que se forman vuelven intransitables los caminos.
Celeste tiene 26 años y vive junto a su pareja y su hija en Villa María Ampliación, un barrio de las afueras de Añatuya, una ciudad de 30.000 habitantes ubicada a 184 kilómetros de Santiago del Estero capital. Su casa es un ambiente de ladrillo sin revocar y techo de chapa construido en un terreno que compró cuando vendió una moto que se ganó en un bingo y a eso le sumó un crédito que tomó en la Anses.
La vivienda cuenta con un baño pero no tiene cocina. Un ropero hace las veces de pared: de un lado, la cama matrimonial y la camita de la nena; del otro, una cocina comedor improvisada. “Con tanta lluvia se nos humedecieron todos los ladrillos y filtra un poco de agua hacia adentro. Pero, gracias a Dios, solo eso”, le dice a LA NACION.
Celeste terminó el secundario, hizo un curso de preceptora y tiene hecha la mitad de la carrera de maestra rural, pero tuvo que abandonar durante el embarazo de Cristal, en el que debió hacer reposo durante varios meses. Sueña con terminar la carrera. Sueña con construir una cocina independiente que le permita ubicar a su hija al otro lado del ropero. Sueña con darle a Cristal todo lo que le pida pero necesita, por sobre todas las cosas, que Franco consiga un trabajo estable.
Por estos días, cuenta con orgullo que le pudo comprar a su hija casi todas las cosas que le pidieron en el jardín y que se esfuerza para que la niña encuentre fruta cada vez que abre la heladera. “Con ella quiero romper el círculo, pero es muy difícil”, dice, refiriéndose al historial de pobreza y privaciones que vivió de chica, que vivieron sus padres y que puede reconstruir en la generación anterior, la de sus abuelos.
La pobreza estructural
Los especialistas llaman pobreza estructural a todo ese montón de carencias que se transmiten de generación en generación, como una herencia, al punto de que terminan normalizando la falta de acceso a los derechos más básicos.
Se trata de un tipo de pobreza que, según las mediciones del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, afecta casi a la cuarta parte de la población argentina: en el tercer trimestre de 2024 el 23,9% de los argentinos padecían pobreza estructural. La cifra fue superior a la registrada el año anterior, cuando alcanzó al 22,4%.
Si bien no hay acuerdo unánime acerca de cómo medir este tipo de pobreza, que no necesariamente baja cuando la pobreza por ingresos desciende, como dio cuenta el Indec, las estimaciones de la UCA consideran que, al menos desde hace 20 años, uno de cada cuatro argentinos la padece. Es un flagelo que se extiende por todo el país pero es especialmente intenso en el Noreste y Noroeste y en los suburbios de las grandes ciudades de todo el país.
“Son familias que tienen afectadas sus condiciones de vida además de padecer una carencia de ingresos”, dice Agustín Salvia, quien explica cuáles son las dimensiones que el Observatorio tiene en cuenta a la hora de medir este tipo de pobreza: alimentación y salud, vivienda, educación, servicios, medio ambiente saludable y seguridad social.
“Si bien, quizás en las últimas dos décadas experimentaron mejoras en algunas dimensiones, como podría ser la educación en algunas regiones, o ciertas mejoras en las viviendas, empeoraron en otras, como podría ser la precarización del empleo. Todo esto dificulta que salgan de esta situación de pobreza estructural”, agrega el experto.
Leonardo Gasparini, director del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (Cedlas) de la Universidad Nacional de La Plata considera que los actuales niveles de pobreza son más altos que hace 50 años. “Es posible que la dirección de los cambios de la pobreza estructural haya sido semejante”, dice. “La principal razón es que Argentina no ha logrado crecer sostenidamente. A esa falla de crecimiento, se suma un aumento de la desigualdad. Más allá de las fluctuaciones, la desigualdad hoy es mayor que hace cinco décadas”, señala el especialista.
“Son familias que no cuentan con educación de calidad ni con servicios básicos. Es gente que se muere por enfermedades que ya no generan muerte pero que resultan fatales porque ellos no pueden comprar los remedios, o porque los hospitales más cercanos no tienen médicos o porque las especialidades médicas que necesitan están en las capitales y ellos viven en la periferia y no pueden llegar”, grafica Catalina Hornos, fundadora de Haciendo Camino, organización que tiene presencia en el noroeste argentino desde hace 19 años tratando de equilibrarles la cancha a los niños y las familias más vulnerables de la zona.
“Nunca festejamos los cumpleaños”
Celeste fue beneficiaria de la organización junto a su hija y ahora colabora como referente. “Cuando me quedaba corta, me ayudaban con pañales o con la leche”, recuerda. “Gracias a mi hija los conocí y fue mucho lo que hicieron y hacen por nosotras”, reconoce.
Además de su trabajo en Haciendo Camino, la joven contribuye a la economía familiar: de lunes a sábado, limpia y colabora con la administración de una iglesia, por lo que recibe un sueldo modesto. Cobra la AUH y la tarjeta Alimentar. “Son una ayuda, pero no alcanza. Yo además trabajo, pero igual no alcanza. El problema es que en Añatuya no hay trabajo estable”, dice con desesperación.
En sus 26 años de vida, jamás tuvo agua de red, ni cloacas, ni asfalto. Estudiar casi siempre fue un sacrificio descomunal. De pequeña, debía caminar siete kilómetros para llegar a la escuela. De adolescente, pudo estudiar gracias a que recibió una beca. A los 15 tuvo que empezar a trabajar para comprarse todo aquello que la magra economía de sus padres, ambos pensionados y haciendo changas, no le podían comprar. “Cuando empezaban las clases, mi mamá compraba lo que podía: unos cuadernos, una cartuchera, unos lápices. Lo ponía sobre la mesa y había que repartirlo entre todos”, recuerda.
La joven creció en Tacañitas, un paraje rural ubicado a 26 kilómetros de Añatuya, junto a Eladia y Alberto, sus padres, y cinco hermanos menores. “Mi papá tenía animales así que nunca nos faltó de comer”, dice. Su casa, en donde nunca se festejaron los cumpleaños, era un rancho en donde también un ropero funcionaba como separador: a un lado, la cama de sus padres, al otro, una sucesión de camas en donde los hermanos y tres primos huérfanos dormían de a dos. A ella le tocó con su prima. A los 8 años, cuando su mamá tenía que salir y su papá se internaba en el campo, ella quedaba al cuidado de sus hermanos pequeños.
“Mi papá llegó a segundo grado y mi mamá a quinto. Así que ellos siempre nos insistieron para que estudiemos”, recuerda Celeste. Su abuelo paterno trabajó en el campo y su abuela paterna murió durante un parto, cuando su papá tenía nueve años. Cuenta que su papá siempre dice que se crió solo y que trabaja desde que tiene memoria. Celeste no sabe quién es su abuelo materno porque su mamá tampoco lo sabe. De su abuela materna no sabe mucho, pero lo poco que conoce está atravesado por la violencia, el abuso y el abandono.
Condiciones que frenan el progreso
Gasparini, del Cedlas, explica el proceso de transmisión intergeneracional de la pobreza así: “Cuando una generación enfrenta escasas oportunidades, sus ingresos suelen ser bajos, la acumulación de riqueza prácticamente nula y el acceso a redes sociales limitado. Esas mismas condiciones restringen las posibilidades de progreso de la siguiente generación”, dice.
Es lo que Celeste y Catalina llaman el “círculo de la pobreza”. “Un niño que nace con las necesidades básicas insatisfechas no se desarrolla adecuadamente. Cuando llega a la escuela, le va mal: repite o lo dejan pasar de grado sin aprender lo básico. En algún momento, abandona la escuela y comienza a tener trabajos mal pagos, dando origen, un tiempo después, a una nueva familia con necesidades básicas insatisfechas”, grafica Hornos. “En Haciendo Camino trabajamos para romper ese círculo cambiando el principio.
Gasparini hace hincapié en dos vías esenciales para que la pobreza estructural deje de ser una carga que muchos heredan solo por haber nacido en el seno de una familia vulnerable. “Hacen falta intervenciones estatales para mejorar dimensiones como ingresos, empleo, vivienda, infraestructura, apoyo social y educación. También hace falta un crecimiento económico sostenido en el tiempo e inclusivo, que amplíe las oportunidades laborales para los sectores más vulnerables”, describe el experto.
Ahora que Cristal está un poco más grande, Celeste proyecta retomar sus estudios el año próximo para recibirse y tener un trabajo estable. No está en sus planes ampliar la familia. “Prefiero darle a una hija todo lo que necesite que tener más bocas que lo que puedo alimentar”, dice. En Añatuya está bajando la intensidad de la lluvia pero la joven sabe que tendrán que pasar varios días hasta que se reactiven las changas para su marido. Sueña con un futuro distinto para los suyos. Sólo espera que el contexto esté de su lado.
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