La prisión domiciliaria de Cristina Kirchner es una de las escenas más trepidantes de la historia reciente. Cristina guardada, encarcelada pero a la vista de todos: elevada por sobre los demás en su piso con molduras de pinotea, y sin embargo accesible en su opacidad. Que la rea estelar no pudiera salir al balcón, que su perfil se recortara oscuro contra la luz cálida y ambarina del interior, encendió no sólo la imaginación de sus fieles. De pronto el drama judicial la ponía en escena a la vista de todos, como si Buenos Aires entera fuera un panóptico (esa cárcel perfecta que imaginó Bentham) de ojos centrados en ella.
El balcón no sólo es un locus esencial de la escenografía peronista, sino que es un espacio teatral por excelencia. Es la arquitectura de los encuentros (y desencuentros) icónicos: Evita en el balcón de la Casa Rosada en tête-à-tête con sus cabecitas noires, Perón vaciando el balcón cuando echa a los Montoneros de Plaza de Mayo, etc. El amor de Romeo y Julieta nace en el balcón (a diferencia de Rapunzel, encerrada en una torre, el balcón es una invitación) y Jean Genet tituló su célebre pieza precisamente El balcón, que sería la obertura de la tragedia moderna.
En Genet, el balcón es un dispositivo clave: elevado, expresa una posición de dominio sobre el resto, un lugar desde donde se ejerce el poder. El que está en el balcón puede ver sin ser visto; puede dosificar la ignorancia del resto, puede tramar la realidad que proyecta. A la vez, el balcón es el umbral poroso entre lo público y lo privado, entre la fantasía interior y cómo se ejerce afuera. El balcón/mazmorra de Cristina no podía ser más ideal: son barrotes de hierro labrados en cuadrícula, incluso podríamos imaginar al gaucho Juan Moreira tras unos barrotes así, un estilo carcelario vintage. En la parte superior, el balcón-cárcel lleva un diseño de laureles, como si la estancia de Madame Kirchner en el calabozo de Constitución pudiera ser coronada con honores. Ser presidiaria como una extraña dignidad que se premia es el relato al que aspira Cristina.
Lo cierto es que Cristina está atrapada en un teatro doméstico, como un insecto prehistórico en un pequeño depósito de ámbar. Los insectos atrapados en ámbar quedaron congelados hace millones de años y habitan una cápsula del tiempo: yacen en su pequeña cárcel de luz ambarina, hasta que los descubrimos y emergen intactos, nimbados de una luz especial. Cristina también está encerrada en una cápsula ámbar de la que no puede salir, que nos permite apreciar un fenómeno extraño y maravilloso, que de otra forma se hubiera desvanecido: Cristina capturada en su fabuloso poder de representación, como una majestuosa araña prehistórica captada con su red y sus nervaduras. Algo que es muy difícil, casi imposible de ver, y que esta sentencia histórica, como un evento cósmico en el universo argentino, de pronto revela.
Encerrada en su teatro, refocilada en su poder de representación, Cristina presa deviene una instalación urbana. La adivinamos a través de su balcón y es la primera vez que podemos apreciar su poder de representación en estado puro, porque ya no tiene adónde ir. Ahora que ya no puede ejercer el poder (ha sido apartada de por vida para el ejercicio de cargos públicos) ese poder de representación deviene una forma de arte contemporáneo, una instalación urbana de la red mística y el mensaje de la más audaz y desfachatada diva argentina. Atrapada en la cápsula del tiempo presidiario, asomándose de tanto en tanto sobre su balcón, Cristina habita un calabozo with a view: una vista para ella, y para nosotros. Con un potencial de espectáculo permanente, como si la casa de Gran Hermano de pronto albergara una mártir y una piba chorra a la vez. Dos mensajes que, en el universo kuka actual, no se contradicen.
Cristina presa es un hecho estético en sí mismo, que pueden tanto disfrutar sus detractores (“vengo a ver a la chorra presa”) como sus legiones variopintas de fans. Las fans se contagian: todas llevan su tobillera de flores. “Todos estamos presos”, explica una señora exaltada.
Lo que pasa alrededor de su balcón es una muestra gratis del peronismo que ella quiso construir. En el balcón de Genet, lo que está en las calles es la revolución, pero en torno al de Cristina se hospedan la vagancia, los revoltosos, los kukas emocionales, los enamorados, las místicas enardecidas. Un cartel reza “Argentina Humana”, otro “con ese balcón creaste miles de Romeos”: en el kirchnerismo, siempre hay un evento equis al que sigue la reproducción. Un hombre vende montones de camisetas estampadas con fotos de Cristina, le preguntan qué siente: “yo nada, vine a vender, vengo porque vendo”. Constitución es un mini Estado paralelo, su pequeño Estado Vaticano donde Ella es la deidad.
Como es habitual en las obras de arte, la instalación urbana “Cristina Presa” se realiza sobre todo en los comentarios que genera, más que en el evento en sí. El frontman de Babasónicos, Adrián Dárgelos, hace un análisis curioso en un video que circula. Dice: un chofer (analfabeto) genera un diario. Que es fotocopiado por un periodista. Ese periodista genera un consenso para presentarlo como una causa. Esa causa prospera y hoy una persona (Cristina) es declarada culpable. ¿Qué diferencia tiene eso con la metaliteratura o la literatura total? Aunque el Babasónico se refería a la causa Cuadernos (que todavía no fue juzgada, y puede sumar aún más años a la sentencia actual), su posición es interesante porque… esencialmente replica la de Milei. ¿Puede el kirchnerismo generar una oposición creíble si sostiene el mismo discurso de odio al periodismo que mantiene el Gobierno? Tanto el mileísmo como el kirchnerismo reclaman el rol de ser los productores únicos de la verdad, una posición precaria si quieren competir. El castigo constante al periodismo, por cierto, no lo inventó Milei: el kirchnerismo alimentó y crio ese dragón de odio durante veinte años, y ahora lo vuela Milei.
Cuando sale al balcón, Cristina Presa manda saluditos personalizados, repletos de mohínes e interacciones. Como si dijera: “¡Ah! ¡Ahí estás, perdoná, no te ví!”. Se está yendo y de pronto se asoma desde atrás, temerosa de que alguien abajo haya quedado sin saludar. Ella no se va a olvidar de nadie: nadie se va a ir sin su saludito. Ella jamás dice que es inocente, y nadie lo piensa tampoco, ni siquiera el kukismo emocional más cerril. Como si dijera: qué se yo, robar robamos todos, pero yo por lo menos distribuyo, ¿no ven que nadie se va de acá sin su besito? Por eso puede bebotear al mismo tiempo en Instagram con su Rolex Presidente en la muñeca: ella sigue siendo la Robin Hood de ese capital de los argentinos que empezó como dinero pero ella transforma en cuidado, en amor, que sigue vertiendo sobre su red.
La mártir de la justicia quedó encerrada en el ámbito doméstico que es el origen de todo, porque allí comenzó la trama de corrupción que gestó el marido, pero ya no importa eso. Porque no hay deshonor real en estar en su casa: su presidio la confirma monarca entre sus bestias amadas, unos metros por sobre el nivel del suelo. Ya no es presi, ni Presidenta, como le gustaba decir, sino más bien una versión abreviada de la misma palabra: presa.