Cuando la empatía puede ser un malentendido

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El relato lo hace Carolina Abarca, una coach y articulista que participó en un curso intensivo con el reconocido biólogo chileno Humberto Maturana. El tema a tratar era el de los vínculos. Al inicio del encuentro, y a modo de introducción, el científico preguntó qué era la empatía. Las respuestas no demoraron en llegar, y todas iban por el lado de “ponerse en el lugar del otro” y, más aún, “ponerse en los zapatos del otro”.

Maturana, científico él, propuso entonces un experimento para validar, o no, esta última afirmación. Propuso a las 150 personas presentes que intercambiaran sus zapatos para confirmar esa idea de que sacarse el propio calzado y colocarse el del vecino tenía un efecto “empatizador”, como algunos suponían.

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Es de imaginar lo que sucedió. Zapatos grandes, otros chicos, algunos con tacos imposibles para los señores presentes, y así. Científicamente comprobado: ponerse en los zapatos del otro en nada colabora con “eso” a lo que se llama empatía, por lo que la definición de esa posibilidad humana debería apelar a otro tipo de imágenes para ser clarificada.

La capacidad de sentir compasión, de ofrecerle al otro un espacio vincular en el que pueda expresarse, aceptando la existencia de sus estados de ánimo y, eventualmente, “resonar” afectivamente con él sin juicios ni domesticaciones, es algo no solo muy lindo y eficaz para nuestro desarrollo, sino que existe desde hace milenios.

El factor emocional atenta no solamente contra la inteligencia, sino que también perturba la eficiencia para producir bienes y servicios

Ahora se empezó a llamar “empatía” a la mencionada capacidad, agregándole desde la psicología un marco conceptual más complejo, lo que está muy bien. Se trata de una cara de lo humano que había quedado de lado frente la idea mecanicista de la realidad, que imperó y aún impera en nuestro mundo y asemeja a los humanos a máquinas que deben amputar su emocionalidad y singularidad para cumplir con la “eficacia” del caso.

Según esta última visión, el factor emocional atenta no solamente contra la inteligencia, sino que también perturba la eficiencia para producir bienes y servicios, en una sociedad en la que se la da excesiva importancia, justamente, al aspecto productivista/materialista de las cosas. En ese contexto desangelado, frío y normativista (poco inteligente, por cierto), surgieron con intención compensatoria varias corrientes tendientes a integrar la emoción, la espiritualidad y, ¿por qué no decirlo? la bondad en la ecuación. Es allí que apareció la idea de empatía.

Pero allí empezaron los malentendidos. El tema de los zapatos es solamente un pequeño ejemplo de lo mucho que se ha desvirtuado la idea de empatía al confundirla con una suerte de sometimiento al sentir ajeno, o con la “fusión” o “pegoteo” con el otro, en vez de un acompañamiento de ese otro, que solamente puede ocurrir si tenemos nuestros propios pies bien firmes en el piso.

Señalamos un abuso en el uso del término y llamamos a la cordura y al sentido común al respecto. Es que la empatía no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar un mejor vínculo con las propias capacidades y con la trama compleja de la realidad que nos hace ser lo que somos.

Sin pegotearse

Entrar en el mundo emocional del otro sirve… un ratito. Luego mejor es volver al propio mundo, porque no se trata de ser anexados por ese otro, sino de acompañarlo (y ser acompañados) en clave de vínculo, y no, como decíamos antes, de pegoteo simbiótico.

A veces resonamos con el sentir del otro, pero… igual hay que hacer las cosas que se deben hacer. “Entiendo tu miedo a ir al colegio por primera vez, a mí me pasó cuando era chico, pero… tenés que ir al colegio”, sería la cuestión. La empatía humaniza y le ofrece cercanía y recursos a las situaciones, pero luego hay que hacer algo con eso. No se trata del famoso “déjalo pobrecito, que tiene miedo” y no ir más allá.

A veces resonamos con el sentir del otro, pero… igual hay que hacer las cosas que se deben hacer

También señalamos una solapada y cuestionable manifestación de superioridad moral por parte de aquellos “empativistas” militantes. Son los “buenistas” que no asumen que el respeto a la subjetividad del prójimo no pasa por subordinarse sin más al universo de sus emociones. De hecho, son muchos los casos en los que dichas emociones corren el riesgo de transformarse en tiránicas si no son bien entendidas, y pasan a regirlo todo porque, de tanto empatizar, nadie se toma el trabajo de regular desde afuera ese sentir.

Bienvenida la empatía entonces, pero tampoco la pavada. De hecho, los autores que han investigado y escrito acerca del tema tienen claro lo que acá decimos, pero el uso habitual y extendido del término ha dado pie a distorsiones que merecen ser señaladas para que no se pierda su espíritu original. Ese que permite que podamos vivir sin perder la dimensión humana, pero no al servicio de nuestro propio ombligo, sino al de generar una convivencia más amable y genuina, sin negar las asperezas naturales de la vida.

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