Cuatrocientos años de historia para una estancia que todavía se mantiene en pie

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Cuatro siglos nos separan de aquella historia que comenzó con el extremeño Cristóbal de Altamirano, aquel que fue uno de los compañeros de don Juan de Garay en nuestra fundación de 1580, al cual le otorgó la manzana de Carlos Pellegrini, Cerrito, Lavalle y Tucumán, donde a pesar del religioso nombre de la Santísima Trinidad (hoy olvidado) la nueva ciudad era campo. También le correspondió a este señor en un repartimiento, la encomienda del cacique Bagual, que por otro nombre se llamaba Minití, con todos sus indios. El R.P. Guillerno Furlong S.J. encontró un curioso documento sobre don Cristóbal, que murió en 1630 con prolongada descendencia.

Uno de ellos llamado también Cristóbal fue sacerdote jesuita, misionero, catedrático y benefactor ya que la tierra que había heredado de su padre se la donó a la Compañía de Jesús. Los religiosos fueron como lo señala Furlong “quienes no solamente tuvieron estancias sino que además las pudieron organizar en forma científica, convirtiéndolas en centros de progreso”. La de Areco tenía siete leguas de frente sobre el río de ese nombre y ocho leguas de fondo sobre el Paraná de las Palmas, en total 62.000 ha.

Magníficamente explotada en 1761 poco tiempo antes de la expulsión de los padres, contaba con 110 esclavos negros, 8700 cabezas de ganado vacuno grande, seis crías de yeguas que dieron ese año 1200 mulas y al pie de 500 potrancas y otros tantos potrillos. Las yeguas y potrancas llegaban al pie de 8500, la caballada entre redomones y potros sobre 1500, Las burras pasaban de 600, más de mil mulas de dos años y las que estaban por herrarse superaban las 1000. Había también unos 70 bueyes para el transporte en las carretas y para atar al arado. Uno de los cinco puestos en que se dividía era la estancia Las Palmas.

Peones desensillando en la estancia Las Palmas

Expulsados los jesuitas, la estancia la compró don José Antonio de Otálora, suegro de Cornelio de Saavedra; cuya hija Ana María fue la primera propietaria de Las Palmas; esta señora se había casado con Benito González Rivadavia, viudo (padre de Bernardino) y hombre de no fácil carácter como que se opuso al casamiento de sus hijas en un sonado pleito poco antes de la Revolución de Mayo. Fue doña Ana María una de esas mujeres pioneras tantas veces olvidadas, cedió su patrimonio a su sobrina Cipriana Soler casada con Rufino de la Torre, a cuya muerte se divide entre sus trece sus hijos. Uno de ellos Rufino en 1882 un año antes de su fallecimiento se la vendió a Benito Villanueva.

Allí don Benito, político destacado, emprendedor, turfman, que presidió el Jockey Club en cuatro mandatos, quien aprovechando las instalaciones más antiguas, galpones y ranchos introdujo en el lugar la cría de caballos. En 1889 vendió el establecimiento al coronel Alfredo Froilán de Urquiza, quien durante catorce años con su mujer Lucila de Anchorena se ocupó de darle una nueva impronta. Instaló una cabaña que se afirmaba: “es imposible encontrar en la provincia de Buenos Aires una mejor y más pintorescamente situada. El conjunto se compone de 1600 ha., divididas en 30 potreros, 600 ha. sembradas de alfalfa, la cría de ganado es la única industria de esta cabaña”. Ni que hablar de los tambos con tres ordeñes diario por la mañana, tarde y noche, para al día siguiente los grandes tarros de leche después de enfriarse en un inmenso piletón, marcharan a la estación para ser procesada en la capital. A la muerte del coronel, en 1939 fue su hija María Lucila Urquiza la que decidió quedarse con Las Palmas aunque “tuvo que pagar por ella lo que no valía”.

La estancia pasó a manos de sus hijas Lucilita y Eleonora, en tiempos posteriores se liquidó la magnífica cochera y finalmente un grupo privado compró en 1992 la fracción de Lucilita que falleció centenaria en el 2017.

Josefina Fornieles con rigurosidad y valiosa información le dedicó un libro a Las Palmas que narra esta historia de varios siglos, pasando por distintas familias, donde aparecen algunos pocos hombres que desde su trabajo hicieron seguramente mucho por el lugar como Penelli o Guillermo Figueroa si mencionados; o estos que los patrones retrataron al volver de la diaria faena. Al leerlo recordé aquel feliz proyecto de la Academia Nacional de la Historia de la década del 60, de la historia de las provincias argentinas. Ello me llevó a meditar que si de muchas propiedades rurales, se hiciera el seguimiento de sus propietarios seguramente haríamos una completa historia social de varios siglos, como la autora lo ha logrado en una cuidada edición de Maizal.

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