Es así. La mayoría de las veces que usamos una expresión que escuchamos hasta el hartazgo no tenemos idea de su origen. Pero todas lo tienen. En este caso, quiero poner la lupa en una frase, “tirar la chancleta”, que connota algo así como entregarse al desenfreno, dejarnos llevar por aquellas pasiones que producen placer o diversión. “Esta noche, en el cumple de Fede, vamos a tirar la chancleta”, podemos decir, y la Real Academia nos aclararía que estamos hablando de “darse súbita e inesperadamente a una conducta más liberada”.
Pues bien, cuando se busca seguir el rastro de esta particular construcción, que solo se usa en el habla de Argentina y Uruguay, llegamos a un lugar un tanto turbio, que tiene que ver con la Buenos Aires de los burdeles y lupanares de fines del siglo XIX y principios del XX. La expresión se remonta, así, al bajo fondo porteño, específicamente a las trabajadoras sexuales de origen francés que, al ingresar con un cliente a su habitación dejaban en la puerta sus sandalias o chancletas. Las tiraban allí para que se supiera que el cuarto estaba ocupado.
La expresión, entonces, se origina en aquel lado B de una ciudad cuyo vigoroso crecimiento basado en la inmigración no escapaba a la existencia de un submundo prostibulario que se codeaba con patanes arrabaleros, vinculados al delito y la violencia. Malevos y cuchilleros dispuestos a matar o morir solo porque los miraron mal. Varones de avería que supieron inspirar a maestros como Borges o Carriego.
De acuerdo con el libro Poetas, malandras, percantas y otras yerbas, de Jorge Higa, a los sectores de la urbe donde los hombres, incluso los ‘niños bien’, iban a buscar placer alquilado se los llamaba “barrios alegres”. Entre ellos figuraba el paseo del Temple –actual Viamonte, entre Suipacha y Carlos Pellegrini-, la zona de Plaza Lavalle, algunas cuadras de Montserrat, especialmente en la calle Aroma, llamada anteriormente “del Pecado”, ciertas zonas de La Boca y de Barracas.
Hay que decir que en los burdeles distribuidos por la ciudad y sus márgenes la música de fondo era de un género que recién estaba emergiendo en el Río de la Plata: el tango. Al comienzo, quienes amenizaban esos reductos eran tríos tangueros conformados por violín, flauta y guitarra. Y más adelante, según cuenta León Benarós en La historia del tango, llegaron el organito y la pianola, instrumentos mecánicos que suplieron, para su desgracia, a los músicos en vivo.
Un tema grabado en el año 1888 y cuya letra y música se adjudica a un tal Juan Pérez es la muestra viva de la relación primigenia entre el tango y los antros donde se practicaba el comercio carnal. Y también, con intención de denuncia o no, esta pieza musical expone el oprobio y la explotación a la que se veían sometidas las mujeres que ejercían ese oficio, la más de las veces contra su voluntad. Para no dar más vueltas, el tema se llama “Dame la lata” y hace patente el reclamo que le hace a su “protegida” el hombre que vive de ella, el rufián, que en la jerga lunfarda supo tener muchos nombres, algunos de los cuales siguen vigentes hasta el día de hoy: cafishio, cafiolo, canfle, confunfa, caferata, bacán o macró.
La lata del título de la canción hace referencia a una especie de ficha metálica que el cliente, cuando pagaba por anticipado a la madama del burdel, recibía a modo de ticket de consumición para entregar a la señorita que compartiría un rato con él. Los lunes, cuando el rufián llegaba a ver a su “pupila”, ella le entregaba todas las latas que había reunido en la semana para que él pudiera cambiarlas otra vez por efectivo.
El tango retrata con crudeza el espantoso y despiadado modo en que estos hombres trataban a las mismas mujeres de cuya explotación vivían: “Dame la lata que has escondido/ qué te pensás, bagayo,/ ¿Qué soy filo?/¡Dame la lata y a laburar!/si no la linda biaba/te vas a ligar”.
Tirar la chancleta. Está visto que todo un universo, mucho más cruel que deseable, subyace del otro lado de estas tres palabras.