Daniel Burman: “Uno tiene un potencial de daño enorme como padre”

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Daniel Burman es una de las voces más personales del cine argentino contemporáneo. Desde sus primeras películas en el circuito independiente hasta su consagración internacional con El abrazo partido, ganadora del Oso de Plata en Berlín, en 2003, construyó un universo donde la identidad, la herencia y las relaciones entre padres e hijos fueron siempre el centro de su mirada. Con Las maldiciones, miniserie –o como le dicen ahora, “serie limitada”– de Netflix, basada en la novela de Claudia Piñeiro, el realizador retoma esas obsesiones desde una nueva perspectiva: la de un padre que entiende que la verdadera maldición es aquello que inevitablemente les transmitimos a nuestros hijos.

La novela de 2017 trata de un joven provinciano que comienza a trabajar en un partido político de un candidato a la gobernación de la Provincia de Buenos Aires. Mientras escala hasta ser su asistente personal, un día secuestra al pequeño hijo de su jefe. Las razones, los dilemas morales y el interrogante de por qué lo hizo atraviesan toda la narrativa mientras se va revelando el pasado de cada uno de los integrantes de la historia.

Burman, encargado de la adaptación y codirigiendo con Martín Hodara, cambió la locación. Mudó la acción hacia el norte argentino, donde la batalla por el litio forma parte del contexto político y árido de la región. Leonardo Sbaraglia interpreta al gobernador de la provincia anónima y Gustavo Bassani, ya visto en la serie Iosi del mismo Burman, es Román, el asistente que decide resolver un cuestionamiento moral que viene arrastrando de años.

–¿Qué te atrapó de la novela para adaptarla?

–Claudia crea personajes que tienen dilemas morales y encrucijadas que son base para la dramatúrgica, tanto de serie como de película, que los hacen tremendamente atractivos. Es una grandísima autora de una generosidad enorme con su material que te inspira, para uno poder apropiárselo y poder adaptarlo a las diferencias con necesidades narrativas o incluso geográficas. Tener esas libertades no es tan frecuente.

–¿Por qué decidiste hacer una miniserie y no una película?

–Es una buena pregunta. La verdad es que el libro, digamos, me inspiró inmediatamente. Fue muy raro y muy maravilloso lo que me ocurrió con un material que no era propio, sino de Claudia. Me inspiró no solamente qué contar, sino cómo contarlo. A veces pasa en el mundo de las películas, donde algo del material manda.

“La novela nos inspiró a todo el equipo de autores. Lo que queríamos contar se contaba en tres actos que, naturalmente, también podrían ser los tres actos de una película. Si ves los tres episodios juntos, funciona como un evento cinematográfico por cómo está filmada y cómo está narrada. Pero también por la temporalidad de los capítulos, cuánto duran. O sea, lo que a veces no se ve del otro lado.

“Uno cuenta con mucha libertad creativa en los tiempos de los capítulos, y eso permite dar cortes que, para la narrativa y para la dramaturgia, son muy ricos. Una película también lo puede lograr, obviamente, con otros recursos de dramaturgia. Acá la idea de los tres capítulos nos funcionaba a las maravillas para contar Las maldiciones al público como queríamos hacerlo».

–Los tres capítulos tienen tonos diferentes. El primero es como western. El segundo, un drama familiar muy europeo. Y el tercero es diferente a los anteriores.

–Me alegra que lo digas así. Esa es la libertad justamente que te da una serie. Y quizás en una película la gente ya entra como por un tubo en algo que, si cambiás el estilo en la mitad o en el primer tercio, puede confundir. La serie te permite eso porque es otro pacto con el espectador. Ahora, si ves otro capítulo, te voy a contar otra cosa de otra manera. Y ahí un poco está la respuesta a tu pregunta, que es muy simple: es el mejor formato para contar esta historia como la queríamos contar, con un juego de géneros manteniendo un tono único. No hay un cambio de tonalidad, sino de género.

Las Maldiciones: Gustavo Bassani como Román y Leonardo Sbaraglia como Fernando

–En la novela, el personaje principal es el de Román (Bassani), pero acá decidiste invertir y empezar con el gobernador, que interpreta Sbaraglia. ¿Eso fue a propósito o algo que se te ocurrió mientras leías la novela?

–La novela en su momento me disparó muy claramente un universo maravilloso. Obviamente, el tema de la filiación es un tema que atravesó todo lo que he hecho desde que empecé a hacer cine, con lo cual, siendo un material que no era propio, lo sentí muy mío. De todas las líneas de la novela, que es un universo muy amplio, la línea filiatoria, por decirlo de alguna manera, fue la que más me atrajo. Y fue un debate complejo del proceso con el equipo de autores. ¿Por dónde empezar? Porque todos podíamos empezarla o darla desde cualquiera de las puntas, tanto desde el personaje que protagoniza Leo Sbaraglia como el de Gustavo Bassani. Por múltiples razones de la escritura empezamos con ese punto de vista. Pero se van entrelazando, y creo que también todo el juego de los puntos de vista le da mucha riqueza al thriller.

La novela de Claudia Piñeiro, publicada en 2017, fue leída como una alegoría política. En ella, el joven Román debe lidiar con una herencia paterna que lo empuja hacia un destino político. Burman reinterpreta esa trama en clave íntima: más que la política, lo que le interesa es la herencia emocional, los dilemas morales y el peso invisible que los padres transmiten a sus hijos.

–En los últimos años fuiste yendo hacia el género, más hacia el thriller. ¿Es algo que se dio o lo fuiste buscando?

–Me siento muy cómodo en el género. El género del thriller y sus personajes son corsets, son estructuras que te protegen y que te permiten, a la vez, mucha libertad. Son códigos, pero sobre todo es lo que te pide la historia. Esta historia se podría haber contado en otro tono desde que empezamos a trabajar con Martín Hodara, colega y codirector con quien dirigimos los tres episodios.

Claudia Piñeiro, autora de

“La idea era empezar con un sutil tono western porque nos parecía que era el clima y el aroma para también construir el verosímil de esta historia, ese universo fuera de lo urbano de Buenos Aires. Fue una gran decisión llevar la acción a un lugar no determinado en el norte argentino. No determinado porque no pasa en ninguna provincia en particular, porque la serie no se articula en ningún evento real o protagonistas reales, que es una ficción. Pero nos gustaba mucho el universo y salir también de la mirada tan unitaria que tenemos, sobre todo los dramas tan porteños. A mí también, como director y como autor, a veces me asfixia.

“Invitar a la gente a salir un poco de nuestro cotidiano para montar una historia, para mí es tremendamente atractivo porque me atrae también pasar esa mirada y construir un universo nuevo fuera de lo que todos los días veo en la calle”.

–La novela transcurre en territorio bonaerense y vos te fuiste de ahí. Es algo que me imagino que lo hiciste a propósito. ¿Cómo decidiste el norte? ¿Por qué no la Patagonia o una provincia petrolera?

–Yo estuve varias veces en el norte argentino. Me gusta muchísimo su geografía, su gente, el clima, la luz, la fotografía. Lo patagónico tiene a veces otro tipo de implicancias estéticas y ciertos preconceptos donde entra el espectador cuando uno monta una historia en el sur. Me pareció que era una buena oportunidad. La verdad es que en ese aspecto tuve la libertad absoluta de decidir el escenario, que obviamente no es un escenario caprichoso porque también la aridez de la tierra, la geografía, tiene una influencia muy grande en lo que se cuenta. ¿Dónde la vamos a hacer? Después lo traje a la historia y de una manera muy natural. Lo que pasa con la tierra en la serie es muy importante. Sin avanzar demasiado en la trama, la incorporamos como protagonista.

Daniel Burman dirigiendo

“Hay algo también del proceso, que es cuando uno se aventura a un terreno no explorado y construye el universo; se aventura a configurar una historia que es nueva para uno y que también lo va a ser para el espectador, con ese espíritu de aventura que trasciende lo que uno filma. Es muy rico porque, entre muchas comillas, conquistar y crear un universo nuevo de algo que no es cotidiano y no está visto por uno, no está escuchado por uno y que tiene otras voces, otros rostros, otras geografías, otra dinámica, otra lógica, a mí me oxigena mucho. Y creo que a también a la gente”.

Burman ganó reconocimiento internacional con El abrazo partido, pero ya desde Esperando al Mesías (2000) mostraba un interés constante por los vínculos familiares. Su cine puede leerse como un diario personal, un ensayo cinematográfico que acompaña sus propios cambios vitales. Hoy, con cinco hijos, mira hacia atrás y reconoce que el buen padre es apenas aquel que logra arruinar lo menos posible la vida de los suyos.

A lo largo de su carrera ha combinado la comedia, el drama y el costumbrismo con un oído único para los diálogos. Películas como Derecho de familia (2005) o El nido vacío (2008) exploraron con ironía y melancolía la compleja relación entre generaciones. El año último presentó Transmitzvah en Cannes, una película en la que mezcla la tradición judía con la historia de una chica transexual. En Las maldiciones, ese tema retorna con otra densidad: el de un hombre que ya no filma desde la perspectiva del hijo, sino desde la experiencia del padre.

–Dicen que los directores filman siempre la misma película. Y el tema que sobrevuela tu cine es la relación de padres e hijos. Cuando estás con una plataforma, ¿cómo manejás el tema de algo que a vos te importa mucho dentro de un esquema de producción grande, donde tenés que también dejar contento a un estudio?

–A veces es muy difícil de explicar, pero en el trabajo de director, más allá de la cuestión conceptual que hay en la preproducción, existe un momento en el que te levantás a la mañana muy temprano, mucho más temprano de lo que te gustaría, y vas a contar algo. Eso que ocurre a la mañana, hace que te suba el cortisol. Mirás el plan de rodaje y decís, voy a contar esto. Ahí no existe el estudio y no existe la independencia. Vos podés tener la posibilidad de contar lo qué querés, cómo querés, en este caso con un apoyo, digamos, muy grande. Estás ahí a 4800 metros de altura contando algo. No viene nadie a decirte cómo narrar las cosas. Vos te alineás en un principio. Si vamos a contar esta historia así, bueno, yo la quiero hacer así. ¿Están de acuerdo? Bueno, ahí vas para adelante.

“El día a día del hacer no cambia sustancialmente a cuando hago una película, entre comillas, independiente. Pero tampoco porque soy un nene caprichoso y hago lo que quiero, sino porque me pongo de acuerdo y voy a contar esto de esta manera. Después, esa manera es tu manera, con lo cual no tenés que seguir ningún lineamiento que está en un libro o en un manual de instrucciones, sino tenés que ser consistente con lo que contaste que vas a hacer. En ese cotidiano del día a día de director no sentís ninguna diferencia. Incluso no sentís ninguna diferencia si es una película o una serie. Porque en mi caso, la única manera de hacer esto y no enloquecer es pensando que cada día es el primero y es el último.

“Cuando alguien se me acerca y me dice “mañana”, mañana quizás estemos muertos. Tengo una mirada, vivo como una mariposa que acaba de salir de ser larva. Y vivo cada día como único en el rodaje, con toda la intensidad que eso a veces significa. La idea de la totalidad subyace casi de una manera inconsciente, pero no la traigo todo el tiempo a escena. Es una manera también de disfrutarlo como lo disfruto cuando filmo una serie como Las maldiciones.

Las Maldiciones. (L to R) Mónica Antonópulos as Lucrecia, Leonardo Sbaraglia as Fernando in Las Maldiciones. Cr. Jeannie Margalef / Netflix ©2025

“Es verdad que uno cuenta la misma película varias veces. Cuando filmé mi primera película no era padre y ahora, que tengo 51 con 5 hijos de diferentes edades y generaciones, el cambio de perspectiva es fenomenal, porque en realidad uno cuenta cosas nuevas. Cuando era más joven, mi obsesión era respecto a la cuestión de la filiación y a la idea del buen padre, la buena madre, qué transmiten, qué no y qué nos hace padres. Ahora ha mutado por algo que pude contar y explorar muy bien en esta serie: en realidad, uno tiene un potencial de daño enorme como padre y el buen padre es el que le jode la vida lo menos posible a los hijos. Es un cambio de perspectiva muy grande.

“Yo cada día trato de ser lo menos dañino, tener la menos interferencia en la vida de mis hijos, porque eso es todo lo que uno puede hacer. El potencial de daño que tiene un padre con una frase, una actitud mínima, una mirada, una ausencia o a veces una presencia, es tan grande que en realidad es la administración de eso. Cuando terminé de leer esta novela, en la primera charla que tuvimos con Netflix, la frase que dije para expresar por qué quería hacer esta serie era: la verdad es que la maldición somos nosotros, los padres, hacia nuestros hijos, y tenemos que administrar esa maldición para que no les pase. Y hoy cuando veo que es parte de la serie y del tráiler me emociona muchísimo, porque esto es como llevar una llama olímpica por un campo de viento. Tenés que llevarla y tratar de cubrir esa primera idea, ese primer entusiasmo que te genera el material hasta el final. Cuando la veo en el tráiler mismo, y en la serie, digo “bueno, valió la pena”. Perdón que seguí de largo, pero me agarraste muy visceral».

–Cambia la perspectiva de contar una historia como hijo y ahora como padre.

–Me da mucha gracia cuando se habla de las películas como hijos. Ojalá uno pudiera rebobinar a los hijos y afirmar “no te quise decir eso”. Cambia muchísimo. Como hijo uno siempre está en la posición también de espera, del reclamo y de querer comprender eso que se proyecta sobre uno. Y como padre es esta nueva perspectiva. Es un dilema al cual la distancia o la medida es siempre compleja, y a uno siempre le hace sentir que se quedó corto o que se pasó. Pero el cambio de perspectiva atraviesa también lo que cuento. Así que el material que vino a mis manos, y que agradezco mucho la generosidad de Claudia de poder hacerlo propio, me vino también en un momento muy particular en la medianía, espero, de la vida. Porque nunca sabes si estás en la mitad o ya está terminando el partido.

–Tu cine es un cine de actores. ¿Pensás en ellos cuando imaginás el proyecto?

–Absolutamente sí. De hecho, es una buena pregunta porque me genera una angustia enorme cuando tengo un proyecto y no le encuentro el actor. A Leo lo conozco de hace muchísimos años, pero nunca habíamos trabajado juntos. Lo primero que hice como showrunner y director fue preguntarles a los actores si quieren y pueden. A partir de ahí todo fue un camino mucho más placentero sabiendo que ya estaban ellos ahí. Con muchos trabajé, con otros quería trabajar porque también te pasa que hay gente que querés, pero no encontrás el personaje o el proyecto. Con Mónica Antonópulos quería trabajar hace mucho también. Hay actores que vienen de diferentes universos y me gustaba amalgamarlos a todos en la misma historia y con un mismo tono.

CANNES, FRANCE - Javier Méndez, Penelope Guerrero, Ariel Gurevich y Daniel Burman en la presentación de la película

–Fundaste tu productora y fuiste ejecutivo de Mediapro. ¿Cómo es estar del otro lado?

–Mediapro es mi casa y mi familia, la que me permite contar lo que me gusta y donde exploré diferentes facetas mías. Actualmente no tengo ningún cargo ejecutivo, sino que trabajo para el estudio creando las historias que me gustan, y es el lugar en el que me siento muy cómodo. Habiendo atravesado diferentes cargos más ejecutivos en los casi ocho años que estoy en el estudio, hoy me encuentro totalmente focalizado en mi trabajo creativo y artístico con absoluta libertad, pero enmarcado en una compañía tan relevante como Mediapro Studio, que me da un territorio cómodo para poder contar lo que necesito y lo que quiero contar.

“Con el tema de los ejecutivos, ellos están en el lugar más complejo de toda la industria cinematográfica porque es una actividad megaindustrial, pero finalmente el producto se hace de una manera artesanal. Yo ahora estoy en un rodaje y hay una cámara y un actor, y estás repitiendo catorce veces de una manera hiperartesanal cómo toma ese actor una botella de agua. Siempre la imagen que tengo de la industria cinematográfica es compleja, donde por un lado tenés todo el mecanismo industrial que existe, que son los engranajes de algún material noble, pero metálico e indeformable. Y, por otro lado, tenés unas piezas de madera balsa, digamos, hechas a mano. Hay un momento de encuentro entre los dos materiales, entre algo frágil y algo muy sólido, donde lo frágil se necesita para que tenga su autenticidad y lo sólido se necesita para que exista, que es el ejecutivo, el contacto entre dos universos muy diferentes, opuestos, pero que tienen que hacer la alquimia para que eso ocurra. Así que me sirvió mi paso también como ejecutivo para entender lo complejo de estar en ese lugar.

–En los últimos meses da la impresión que las plataformas son el salvavidas del cine argentino.

–He estado trabajando con plataformas desde hace siete u ocho años. Lo que más me angustiaba cuando hacía una película era cómo va a hacer la gente para verla. Yo me acuerdo que, cuando estrenaba una película en el cine, iba, miraba y, si había mucho sol, decía “La gente no va a venir al cine”. Si llovía me preguntaba cómo iba a llegar. Que vaya gente al cine me emociona. Pero para mí también empezar un proyecto sabiendo que del otro lado, como este caso, hay 300 millones de personas que la pueden ver, realmente te genera una emoción muy grande. Capaz que está un poco idealizado, pero yo soy de la época en la que había que viajar con una valija llena de guiones, atravesar el universo, pedir 50 reuniones de las cuales en 40 me maltrataban y, de las otras 10, lograr que una tenga algún interés para financiar una parte de la película para dejar una parte de mi vida ahí. Lo que te digo no es muy poético, pero es muy dramático y realista porque a veces la vida no es tan larga y prefiero poner todo mi tiempo en contar mi historia. Cuando trabajás en una plataforma y trabajás bien, los ejecutivos entienden tu mirada y podés disfrutar del proceso.

Con Las maldiciones, Daniel Burman confirma que sus obsesiones personales tienen alcance universal. La miniserie es una fábula sobre la herencia, la política y la familia, pero también es un testimonio íntimo sobre lo que significa ser padre. En cada plano, en cada diálogo, late esa convicción: que el cine es una forma de administrar la herencia, de transformar en relato lo que de otro modo sería una condena silenciosa. Esa es su manera de filmar, y también su manera de ejercer la paternidad: con conciencia de que toda transmisión es, al mismo tiempo, una bendición y una maldición.

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