Dar la mano y el equilibrio

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A medida que pasó el tiempo fui descubriendo las bellezas y los recovecos del Teatro Colón. También los riesgos que encierra; por ejemplo, la hermosa escalera del foyer. El encanto y el peligro se presentan juntos. Hasta no hace mucho, no les prestaba demasiada atención a los distintos tramos de escalones. Pero llegó un momento en que fueron varias cosas; la blancura del mármol era una trampa impensada. Lo que más me inquietó fue que no hubiera una baranda de donde asirse con cierta facilidad. Había que abrazarse a la masa de mármol, lo que no era nada sencillo, porque uno no terminaba de “abrazar” todo lo que debía. Lamenté que no hubiera en el centro de esa imponente escalera una barandilla metálica de menor volumen, más fina, es decir de agarre sencillo, que acompañara el ascenso o el descenso con movimientos simples. ¿Cómo había hecho durante tantos años para manejarme sin problemas? Claro, era joven. Simplemente no necesitaba ayuda. Subía de a dos o tres escalones si estaba atrasado o quería impresionar a alguien, rápidamente y con un equilibrio perfecto. En realidad, no pensaba en el equilibrio, hasta me daba el lujo de mirar la concurrencia, la ropa.

reconstruyó uno de los esqueletos de dinosaurio más grandes jamás encontrados

La primera queja fue por la falta de esa barandilla central que habría ayudado a todos en el ascenso (¡ni pensar en el descenso!) de esa mole marmórea. Me di cuenta de que delante de mí había una mujer muy elegante, hermosa, con “carácter”. Me detuve un poco más en la contemplación y la identifiqué: esa señorona era Esmeralda, “la emperatriz de la pampa húmeda”. Encuentro bendito. Hace poco la habían designado en un cargo relacionado con la cultura de la ciudad. No la dejé escapar. Le conté mis problemas de escalador. Y sin vacilar le dije que ella debía hablar con el director del teatro para poner la barandilla salvadora, que ahorraría dinero y vidas a “coloneros”. “Pensá el dinero que tendrían que poner si un señor, una señora, una ‘abuela’, ya que queremos tanto a la gente mayor, se precipitara de un salto ‘involuntario’ a la planta baja. Cuánto costaría ese accidente, quizá trágico, y la mala prensa, los votos”. Con un gesto altivo en las cejas, Esmeralda sacó a relucir “la preservación patrimonial” y “la coherencia de estilos”. Le pregunté: “¿Y la preservación de la especie humana?”. “Imaginate el horror, un abonado de platea o de palco destrozado”. El hall lleno de velitas, estampitas, flores, todo en memoria del escalador, capillitas como en Nápoles”. A esa altura, me había cansado. No sé qué dije, felicité a Esmeralda por el cargo y me fui”.

Siempre hay un arreglo para las desdichas porteñas. Las dos últimas veces que fui al Colón, quedé deslumbrado. Nada de barandillas ni de parches. Maravillosa solución. Esmeralda debe de haber hablado “arriba”. Todo solucionado. Viste los chicos jóvenes que se ocupan de acomodar al público, de repartir programas, de dar indicaciones, no sé si te fijaste son muchachos encantadores, de muy buen ver, ahora se ocupan de gente como Esmeralda, vos y yo. Lo hacen con una delicadeza casi exquisita; esos muchachitos y chicas preciosos, cuando la función termina se lanzan a la caza de septuagenarios, octogenarios, y les tienden un brazo o una mano para que se apoyen en ellos. Te ayudan a bajar la escalera de mármol, pero también las de la calle. Ya tengo mi asistente. No te piden dinero, nada de propina, te toman de la mano. Te dejan sano y salvo en el taxi, el remís o tu chofer. Hasta están perfumados. Son unos chicos educadísimos, nada de discriminación social, racial, cultural. Esa aberración la hacíamos nosotros. Ellos no, son mucho más inteligentes. De paso, aprenden ópera, un aria, unos versos para citar y conocen a la gente que hay que conocer. Como hicimos todos.

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