El nombre de Anthony Ervin resuena en la historia olímpica, no solo por sus logros en la piscina, sino por su fascinante (y algo caótica) travesía personal. Su recorrido hacia la redención y la victoria fue un cóctel explosivo de medallas, crisis existenciales, reapariciones sorpresivas y una lucha constante contra los propios límites de su cuerpo y su mente.
Nacido en 1981 en Valencia, California, Ervin creció bajo la influencia de una familia multicultural, hijo de un padre afroamericano y una madre judía.
Desde joven, mostró una habilidad notable para la natación, pero esa misma capacidad que lo llevó al éxito también estuvo rodeada de luchas internas que lo acompañarían a lo largo de su vida.
Según la revista Rolling Stone, cuando tenía apenas siete años, sus padres, preocupados por su energía desbordante y su comportamiento difícil, lo inscribieron en un equipo de natación, con la esperanza de que el deporte le ayudara a canalizar su inquietud.
Pronto comenzó a destacar, rompiendo récords locales y mostrando un talento natural para la velocidad en el agua. Sin embargo, a medida que crecía, los problemas personales comenzaron a aflorar.
Durante su adolescencia, Ervin fue diagnosticado con el síndrome de Tourette, un trastorno neurológico que causa tics motores y vocales involuntarios.
Años más tarde, Ervin relataría cómo esta condición, combinada con su comportamiento inquieto, lo hacía sentir “dañado en el cerebro”, según lo expresó en su autobiografía Chasing Water.
El síndrome de Tourette, lejos de ser solo una molestia física, también afectó su vida emocional, dejándolo con una sensación de alienación en un mundo que no comprendía completamente lo que vivía.
La natación fue su refugio, el único lugar donde Ervin se sentía realmente en control de sí mismo, aunque esa sensación de control sería efímera.
En 2000, con solo 19 años, el joven nadador alcanzó la cima de su carrera al ganar la medalla de oro en los 50 metros estilo libre en los Juegos Olímpicos de Sidney, compartiendo el primer lugar con su compatriota Gary Hall Jr.
Fue un logro impresionante, un triunfo que catapultó a Ervin a la fama mundial, pero también marcó el inicio de una profunda crisis personal.
A pesar de la victoria, la atención mediática y las expectativas que surgieron de su éxito no lo hicieron sentirse satisfecho, sino más bien desbordado. El brillo del oro olímpico fue efímero. En lugar de seguir con su carrera, Ervin se alejó del deporte a los 23 años.
Su vida, que antes estaba marcada por la disciplina y el enfoque en los entrenamientos, se sumió rápidamente en la oscuridad.
En su autobiografía, Ervin reveló cómo se adentró en una espiral de autodestrucción, perdiéndose en el consumo de drogas alucinógenas, alcohol y comportamientos autolesivos. “Estaba buscando algo, aunque no sabía qué era”, confesó en una entrevista con Rolling Stone.
A medida que los años pasaron, Ervin se adentró en una vida paralela al mundo de la natación. Según People, trabajó en una tienda de tatuajes y se unió a una banda de rock llamada “Weapons of Mass Destruction”.
La música se convirtió en su nueva forma de escape, su modo de exorcizar los demonios internos. Pero el caos no tardó en desbordarse.
Según reseña Rolling Stone, en 2004, después de una serie de noches de excesos, Ervin intentó quitarse la vida con una sobredosis de tranquilizantes, algo que años después describiría como un punto de inflexión en su vida.
“Me desperté a la mañana siguiente y descubrí que ni siquiera había sido capaz de matarme. Y pensé, si no puedo ni destruirme a mí mismo, quizás es que no puedo ser destruido”, relató a Rolling Stone.
En lugar de sucumbir a la desesperación, este episodio le ofreció a Ervin una oportunidad para reconstruirse. Comenzó a explorar el budismo, buscando respuestas en la meditación. “Me enseñó a observar mis pensamientos en lugar de ser guiado por ellos”, compartió en una entrevista con Red Bulletin.
A lo largo de los siguientes años, siguió buscando una forma de reconciliarse con su pasado, y aunque la depresión seguía presente, sus esfuerzos por encontrar un propósito más allá de la natación comenzaron a dar frutos.
En 2007, completó su grado en lengua inglesa en la Universidad de Berkeley, un paso importante para desmarcarse del joven nadador famoso y empezar a trazar un nuevo camino.
En 2011, a sus 30 años, Ervin decidió regresar a la natación competitiva. Sin embargo, la mayoría de los expertos lo consideraron un regreso improbable. Su retorno a la piscina fue, en principio, una forma de rehabilitarse físicamente, pero no pasaron muchos meses antes de que comenzara a competir nuevamente.
En 2012, se clasificó para los Juegos Olímpicos de Londres, aunque no logró medalla. Sin embargo, su participación representó algo mucho más importante que los resultados: había superado una gran parte de su batalla interna.
El regreso completo a la gloria ocurrió en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016, donde, a los 35 años, se convirtió en el nadador más veterano en ganar una medalla de oro individual en la historia de la natación olímpica.
Su victoria en los 50 metros estilo libre, con un tiempo de 21.40 segundos, sorprendió a todos, incluso a él mismo.
Fue una victoria simbólica, no solo por el tiempo transcurrido desde su primer oro olímpico en 2000, sino por todo lo que había tenido que superar. En esa misma edición de los Juegos, formó parte del equipo que ganó la medalla de oro en el relevo 4×100 metros, sumando un segundo oro.
Si bien no se ha comprometido a seguir compitiendo en los próximos Juegos Olímpicos, su legado está asegurado no solo por sus victorias, sino por la forma en que ha sabido lidiar con sus demonios personales, mostrándole al mundo que la verdadera victoria está en la superación de uno mismo.