Entre la aridez altiplánica y la espesura verde del piedemonte jujeño, se puede hacer una travesía de 65 kilómetros que condensa en cuatro días la diversidad extrema del norte argentino. El camino que une Tilcara con el Parque Nacional Calilegua a pie, siguiendo antiguos senderos de pastores y arrieros, es un viaje por tres mundos: la puna, la transición y la yunga. Su exigencia y belleza lo convierten en uno de los mejores trekkings del país; su mística en una experiencia reveladora.
El punto cero y zona de aclimatación es Tilcara, a unos 2500 metros de altura, donde se recibe una charla técnica sobre la expedición. Al día siguiente y a primera hora partimos en camioneta durante una hora hasta Casa Colorada a 3000 msnm para dar inicio al trekking. El grupo lo lidera Rosario, guía autorizada y gran conocedora de la región.
El primer ascenso lo realizamos a paso lento y constante, buscando aclimatar el cuerpo a las condiciones de la puna. A nuestras espaldas se encuentra la quebrada de Humahuaca, con sus distintos tonos de ocre. En la mañana, avanzamos por un camino de piedra y baja vegetación donde habitan cortaderas, tolillas, chijuas, añaguas y cactus, entre otros arbustos y flores silvestres. Lo curioso radica en la forma de las rocas y sus colores que van del verde al amarillo, del rojo al violeta y múltiples marrones. También las piedras sueltas del camino con grabados de restos fósiles que dejan en evidencia la presencia de un pasado marino.
Siguiendo la hoja de ruta avanzamos a través de una quebrada con arroyos congelados hasta el Abra de la Cruz a 4165 m. Este es el punto más alto de la travesía. Aquí las ráfagas de viento ingresan con fuerza, el aire es seco, el sol intenso y el paisaje se abre en una sucesión de cerros ocres y pasturas donde se alimentan llamas, burros, guanacos y ovejas. El grupo lo cierra Arturo, el arriero, responsable de transportar provisiones y brindar información clave sobre la región. “La ruta ancestral Tilcara-Calilegua ha sido fuente de comercio e intercambio cultural entre la puna y la yunga”, comenta. De la selva se transportaban cítricos y frutas, mientras que de la altura papas, habas y maíz, entre otras variedades de alimentos y mercancías.
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Por la tarde, bajamos por una ladera cubierta de nubes hasta llegar al primer refugio, Yuto Pampa. Marcela y su familia, los anfitriones del paraje de tierra y chapa, reciben con una sonrisa. Entre guisos, sopas y charlas termina la primera jornada de 20 kilómetros. Con la energía agotada, descansamos acompañados del viento y sus fuertes ráfagas nocturnas.
Del amarillo al verde
Unos mates calientes y un nuevo colchón de nubes inauguran la segunda jornada. Hoy se espera caminar 13 kilómetros hasta el segundo paraje, Molulo. El cambio de relieve se nota al instante. El terreno es más húmedo y los tonos amarillos de la puna se transforman en un verde incipiente. Caminamos por un nuevo paisaje al que se lo conoce como “vegetación de transición”, una franja biogeográfica que une el altiplano con las yungas. La guía comenta: “Se conforma de pastizales de altura, arbustos y las primeras especies de árboles, como alisos y queñoas”.
Durante la mañana descendemos por una quebrada angosta con arroyos de agua cristalina mientras las nubes comienzan a formar mantos sobre las cumbres; la temperatura baja lentamente. Los guías locales suelen señalar rastros de cóndores, zorros y bandadas de loros que anuncian la cercanía de la selva. Al mediodía y bajo un sol incipiente damos un golpe de esfuerzo hasta el cerro Cumbre Grande. Mientras las piernas descansan del arduo ascenso, reflexionamos acerca de la desolación. Hace dos días que estamos caminando y no hemos cruzado a más de una persona.
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En la tarde avanzamos hasta el segundo refugio por un gran filo, rodeado de nubes con diversas formas y un telón verde montañoso que recibe los últimos haces de luz dorada. El paraje Molulo se encuentra sobre una ladera verde a 2950 m. Aquí Carmen y Lili nos reciben con mate y torta frita. Con ellas conversamos sobre su realidad y las problemáticas que amenazan a la pequeña comunidad, como el acceso al agua o los pumas que atacan al ganado.
El gallo canta, las cabras acompañan. A la mañana y al paraje los sorprende una gran nube blanca. Tras desayunar y despedirnos de los anfitriones, retomamos la travesía desde Abra del Potrero con el objetivo de llegar por la tarde al refugio San Lucas. Notamos aún más la transición de la vegetación, el pastizal da paso al monte de aliso. En las laderas aparecen los primeros árboles para más adelante formar grandes bosques. Las vistas son escénicas, las montañas se tiñen de grises y verdes, la vegetación gana altura y aumenta en frondosidad. El descenso es notorio, el aire se vuelve cálido y húmedo, el suelo se cubre de hojas y la vegetación se ve exuberante. Aparecen los helechos, lapachos y bromelias. Este día atravesamos el cerro Colorado, un cruce arduo, húmedo, con mucha neblina. Aquí cada paso se piensa dos veces. A pesar del cansancio, a la tarde llegamos al paraje San Lucas. Aquí conversamos con Martín, director de la escuela rural, que imparte clases a tres alumnos de la zona. Sus testimonios destilan vocación y amor por la docencia. Consumados los 23 kilómetros nos vamos a descansar.
El último día de la travesía es por la yunga. Aquí la vegetación está bien tupida y por medio de un sendero descendemos serpenteando la montaña hasta Peña Alta. Los sonidos, los olores, los estímulos cambian. En silencio y a merced de la selva de altura avanzamos. El contraste con la puna es total. Seguimos las huellas de la guía de la agencia Spaventura por una cornisa que separa un gran paredón rojizo del río San Lucas que corre por lo bajo y en solitario.
Al llegar al paraje San Francisco de Calilegua, el cuerpo acusa el esfuerzo, pero la recompensa es enorme: una travesía que resume la transición ecológica más marcada del territorio argentino.
