De las llanuras bálticas al vértigo operístico: el cuento de hadas de Elina Garanča

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“Necesito algo diferente. Esta será mi segunda vez en Buenos Aires y necesito presentar algo diferente”. Con esta afirmación que en cualquier otra artista sonaría banal, comienza el diálogo la mezzosoprano letona Elina Garanča, contando desde Málaga, en un castellano perfecto y con una resolución que sorprende, cómo se prepara para su reencuentro con el público argentino.

Y es que, a pesar de la fama y el éxito del que goza como una de las grandes divas de la ópera desde hace décadas, a Elina no solo la definen el talento musical, la profundidad de esa voz aterciopelada y oscura en que se funden la belleza, la perfección y el drama.

La define también el carácter estoico del que está hecha, la resistencia y una determinación inquebrantable lejos de todo divismo, la curiosidad y el inconformismo con que desafía los lugares comunes, tanto de la música (donde los caballitos de batalla suelen sacar ventaja), como de su propia vida. Porque si algo aprendió en su trayectoria esta rubia deslumbrante que conquista los escenarios más prestigiosos del mundo es a ser única, a ser diferente. O si no… ¡Pasen y vean!

Una aldea típica de los países bálticos a doscientos kilómetros de Riga, la ciudad natal de Elina, capital de Letonia. Un pueblo pequeño donde las arduas labores campesinas comenzaban para todos, igual para grandes y chicos, antes del amanecer. Es ese el recuerdo más intenso que guarda de su infancia: la granja de los abuelos maternos donde a fuerza de necesidad, en épocas soviéticas, aprendió tanto la dureza de la vida rural como la gratitud de la tierra. “Por eso los letones tenemos un amor grande por el campo –cuenta a LA NACION–. El amor por crear nuestro sustento, nuestro jardín, nuestra propia huerta, porque en tiempos de escasez, cuando nadie tiene nada, la tierra nos da todo”.

Allí aprendió a desmalezar el vergel con una guadaña, a ordeñar las vacas y a segar el heno, a dormir en un establo, a cargar la leña y amasar el pan. Y a cantar también, aunque más no fuera para las ovejas cuando las sacaba de pastoreo por los prados vecinos. “A mi hermano y a mí nos ponían a trabajar como peones de campo porque había necesidades y no quedaba tiempo para la diversión”, recuerda. Un trabajo pesado para la niña que soñaba con ser actriz, con llegar al camarín de un teatro en la ciudad y salir empolvada al escenario, bajo la magia de las luces, convertida en princesa.

Y lo logró, por supuesto. No como actriz sino como cantante al cabo de un camino largo. Porque al sacrificio de la vida nórdica en tiempos soviéticos le sucedieron los años de formación y de esfuerzos que no en vano le dieron la fortaleza que la distingue. Se graduó de la Academia de Música de Letonia en Riga, obtuvo una beca, participó de concursos y ganó la atención de una maestra en Viena que le abrió las puertas para su primer contrato en Alemania donde, si bien desarrolló una carrera ascendente protagonizando los personajes más rutilantes de su cuerda –Carmen, Dalila, Charlotte y tantos otros, desde el belcanto hasta Wagner y Strauss–, al comienzo limpiaba casas, tres o cuatro veces por semana para solventar sus estudios. Lavaba y planchaba ropa ajena mientras escuchaba El Caballero de la Rosa convencida de que un día triunfaría como Octavian.

Hoy, artista exclusiva de Deutsche Grammophon desde hace veinte años y Kammersängerin de la Staatsoper de Viena, la más alta condecoración para cantantes líricos, por nombrar solo dos categorías que se destinan a lo más granado, Elina es una rockstar del género. Y porque desde el Met de Nueva York, al Covent Garden de Londres, La Scala de Milán y la Grüner Hügel de Bayreuth, es recibida como una verdadera estrella, el sábado 18 y el lunes 20, el Teatro Colón junto al Ciclo Aura se vestirá de fiesta para disfrutar del arte excelso de Elina Garanča.

–Hay programas de concierto que garantizan un éxito cómodo y seguro. Otros, menos complacientes y más arriesgados, que implican un desafío para el público. ¿En qué se basa la necesidad de hacer algo diferente?

–Vuelvo a cantar al Colón esta vez con piano [en su debut, en 2019, se presentó junto a la Filarmónica de Buenos Aires]. Por eso quiero llevar un repertorio de canciones de cámara que representan una parte importante de mi vida artística, una combinación de piezas que me encantan y que he cantado durante años en otros países. Este concierto además fue programado en una serie donde acaba de cantar otra mezzosoprano [la rusa Aigul Akhmetshina] de modo que la diferenciación se hace necesaria. Por otra parte, tengo una madurez y una evolución que me permiten mostrar algo diferente. Traigo canciones de Brahms, por ejemplo, un compositor que adoro y que ha escrito las canciones más extraordinarias para mi cuerda –¡O mi último amor, Henri Duparc!–. Lamentablemente poco conocido porque su música, que es tan especial, requiere de una voz con un registro muy amplio. Por supuesto que cantaré arias, algunas más conocidas que otras, y canciones de Letonia que son mis bases y pertenecen a mi herencia artística. Un carrusel de emociones variadas, estilos e idiomas diversos.

–En los recitales con piano, las seguidillas de arias corren el riesgo de volverse demasiado previsibles y superficiales si no logran recrear, en el breve lapso entre una y otra, el clima de la historia y el personaje que representan

–Soy de la opinión de que en los conciertos con piano no se puede hacer toda la noche solo arias famosas. Primero, porque vocalmente es imposible cantar todo al tope. Segundo, porque para el público es necesario un descanso que permita digerir lo que acaba de escuchar y prepararse para lo que va a venir. Como en la vida. No se puede hacer todo fuerte y rápido. A veces es necesario disfrutar de otro tipo de emociones y armonías como las de Brahms o Duparc.

–Cuando vocalmente has demostrado todo y más de lo que se espera de una gran cantante en cuanto a épocas, compositores y estilos, ¿a qué aspira tu carrera?

–Son etapas en la vida del artista que crece desde el principio hacia la madurez y cada un cierto tiempo –cada diez años más o menos, dependiendo de cómo evoluciona–, la voz se va adaptando a cambios y, si tiene la capacidad y el físico se lo permite, puede acceder a otros estilos. Uno de mis sueños era cantar una Santuzza [papel de soprano dramática en la ópera Cavalleria Rusticana de Pietro Mascagni, cuya aria principal cantará en el recital del lunes 20] y más adelante otros papeles sopraniles, quizás una Lady… Pero con los pasos que corresponde creciendo a nivel personal. Cuando empecé a cantar uno de mis papeles más importantes –Carmen–, representaba todo lo contrario: una rubia de ojos celestes, demasiado joven, que venía del Norte. ¿Qué podía hacer yo por ese temperamento andaluz en Sevilla? He interpretado durante más de veinte años ese personaje que me dio tanto y hoy, por supuesto, es una Carmen diferente. Porque a medida que pasa el tiempo, uno carga cosas encima, la historia, la familia, los hijos y el marido [está casada con el director de orquesta británico Karel Mark Chichon, con quien tiene dos hijas de 14 y 12 años], la muerte de los padres o la decepción de los amigos. Todo lo que uno vive converge en los papeles que lleva a escena y, cuanto mayor es la experiencia de lo que se ha vivido, mayor la densidad con que cuenta para interpretar caracteres complicados que hablan de situaciones y de sentimientos que uno puede evocar, como la confrontación con la muerte y la pérdida de un ser querido. La experiencia de vida, en otras palabras, nos da una plataforma desde la cual comunicar mejor. Porque lo que buscamos al final de todo, es eso: tocar el alma de quien escucha. No ya desde una exhibición de capacidad y brillo vocal, sino algo más allá, una conversación que llegue al alma de las personas.

Detrás de la “Cortina de Hierro”

–Has seleccionado unas canciones letonas que te acompañan desde chica. ¿Qué podrías contarnos de tu país y de la región báltica, alejada de la Argentina por su ubicación geográfica y por la historia que la mantuvo aislada detrás de la “Cortina de Hierro”?

–¡Pues sí! yo creo que el encierro en el que vivimos durante la época de la Unión Soviética nos mantuvo aislados del resto del mundo. Nadie tuvo acceso a nada. Sin embargo, si miramos para atrás, históricamente hablando, Letonia era un país más ligado a Europa occidental que a Rusia. De hecho, estamos más cerca de los alemanes o los austríacos por idiosincrasia y modo de pensar. No por nada Letonia estuvo unida al “mundo germano” durante 600 años. Pero la verdad es que todos los que quisieron, de una u otra forma, nos ocuparon o nos anexaron: Napoleón, los suizos, los alemanes, los rusos, los polacos, siempre nos ha tocado ser parte de alguien. Recién en 1918 declaramos nuestra independencia por primera vez. A partir de entonces y al menos por unos diez o doce años, la autonomía nos dio cierto poder. Nuestro territorio es una llanura apta para cultivos y un litoral marítimo con las riquezas que nos regala el mar. En aquella época floreciente, entre 1918 y 1930, la llamaban “la pequeña París” por la influencia europea. Nuestros artistas viajaban, iban a Italia, Francia, Alemania… traían y llevaban su arte y sus conocimientos. Pero claro… nuestra frontera limita con Rusia y con Bielorrusia, con todo lo que eso significa: que tenemos unos vecinos que siempre están mirando nuestras tierras. Hasta que empezó la Segunda Guerra Mundial y nos atacaron tanto alemanes como rusos. Cuando la guerra terminó, si bien Rusia se adjudicó habernos “liberado del nazismo”, lo que hizo en verdad fue ocupar nuestro país por la fuerza y convertirlo en parte del suyo. Tal como ahora está pasando con Ucrania. Impusieron sus cosas y quitaron las nuestras, quemaron o eliminaron todo lo posible, mandaron civiles a morir, expulsaron a la inteligencia y las personas más destacadas, desplazaron nuestra cultura, la convirtieron en algo secundario, el idioma, las costumbres, las fiestas… Intentaron apagar todo lo que hacía a nuestra identidad nacional. Por eso, para sobrevivir a tantas ocupaciones extranjeras, nos cubrimos de una cierta dureza y de un orgullo que, en cuanto vislumbra la posibilidad de ser expresado, brota con una fuerza tremenda. Y volviendo al arte, por el solo hecho de cercenar lo nuestro, la gente de mi generación, la de mis padres y las siguientes, encontró una vía de escape en la expresión artística. Por eso tenemos tantos talentos famosos en la música y el teatro.

–¿Persiste ese sentimiento de la amenaza de los vecinos y el temor a Rusia?

–Por las experiencias que hemos vivido, porque la memoria del pasado es reciente y está muy fresca ¡claro que sí! Porque sabemos que los rusos toman lo que no es de ellos, nos preocupa y nos duele lo que está pasando en Ucrania. Y claro que tenemos miedo porque hay provocaciones constantes y somos un país muy muy muy pequeño. No llegamos a los dos millones de habitantes. ¡Otra sería la historia si fuésemos cincuenta o cien millones! Culturalmente somos fuertes, pero por nuestro tamaño dependemos estratégicamente de nuestros “vecinos positivos” y de la cultura europea que es mucho más potente y dinámica que la rusa. Este es un momento muy complejo. Para ustedes en la Argentina, que están lejos, tal vez no lo parece. Pero para nosotros que estamos en la frontera y entendemos el idioma perfectamente, la situación se vive de otro modo. Porque el peligro está latente.

–¿Qué recuerdos te han quedado de la adolescencia bajo el régimen comunista?

–Tenía 15 años cuando se restauró la independencia. Era la segunda vez que la declarábamos en nuestra historia. Dejábamos la Unión Soviética e íbamos a la libertad. ¿Cómo era el sistema? Nadie podía decir nada. Vivíamos controlados. Mis padres, por ejemplo, cuentan cómo los propios compañeros de trabajo informaban si uno festejaba fechas patrias o fiestas nacionales. Si se mostraba un cierto nacionalismo o amor por sus cosas, al día siguiente lo llamaban al orden porque no se podían celebrar las tradiciones letonas. Al coro de mi padre lo obligaban a cantar ciertas músicas y a difundir propaganda rusa. También recuerdo que éramos muy pobres. Había mucha escasez y todo lo que producíamos era “chupado” por el país ocupante porque, si bien Letonia tiene un suelo rico, durante la Unión Soviética hasta el 80% de nuestra producción se la llevaba Rusia. No nos quedaba nada. En los 80, me acuerdo perfectamente, había semanas enteras en que solo teníamos papas para comer. No había otra cosa. Y al menos teníamos papas porque era la granja de mis abuelos, pero había gente que ni eso tenía. Otro recuerdo es de cuando mi padre hacía una fila para conseguir papel higiénico. Las familias que tenían niños recibían un trato preferencial y prioritario: conseguían un par de rollos extra. Entonces lo que hacíamos con mi hermano era cambiar algo de nuestra ropa y volver a la fila, primero con mi padre y después con mi madre, me ataba o me soltaba el cabello, me ponía una cofia o me envolvía con una bufanda y entonces acompañaba a un vecino para que le dieran otro paquete a él… Y así para todas las cosas esenciales, las latas de conserva, el azúcar, etcétera. ¡Y los zapatos! Aun siendo pequeños, a veces era el único par que teníamos. Vivíamos muy mal. Por eso los letones tenemos un amor grande por el campo. El amor por crear nuestro sustento, nuestro jardín y nuestra propia huerta porque en tiempos de escasez, cuando nadie tiene nada, la tierra nos da todo.

Elina Garanca como Dalilia en la producción de la Royal Opera de

El círculo natural de la vida

–Creciste en el seno de una familia musical, ¿cuándo surgió el canto en la perspectiva profesional de aquella joven campesina tan empeñosa y esforzada?

–Mi padre era director de coro y mi madre era una cantante de música clásica que estudiaba óperas y música de cámara, de modo que conozco esto desde la infancia y desde los recuerdos más antiguos porque la música estaba en mi vida desde antes de nacer. Pero cuando era pequeña soñaba con ser actriz. Al frente de mi colegio estaba la sala de teatro donde trabajaba mi madre ayudando a los artistas con todo lo relacionado a la voz. Ella les enseñaba no solo a cantar, sino sobre todo a darle sostén a la voz. De manera que, apenas salía de la escuela, cruzaba un río chiquito y entraba con mi mamá a ese mundo mágico. Un día, cuando tenía cinco o seis años, vi que una chica que llevaba vaqueros entraba al camarín y un rato más tarde salía convertida en princesa. Llevaba un vestido blanco, una peluca y una corona de perlas. Y me dije ¡yo quiero esto para mí! Pasó el tiempo y cuando llegó el momento de decidir, a los 17 años, opté por la actuación. Pero en la escuela de arte dramático fui rechazada al primer intento. Así que, tras unas conversaciones con mi madre, decidí volcarme a la música.

–No solo el amor por el campo, heredaste también la profesión de tus padres.

–Mientras fui pequeña, en esos años de escuela en la ciudad, fui absorbiendo la vida del teatro. Aprendí a escuchar los ensayos y a seguir las conversaciones de mis padres. Y gracias a ellos, que me obligaron a estudiar el piano, aunque lo resistía, hoy puedo preparar mis músicas sola. Así empecé el camino y año tras año, la carrera fue convirtiéndose en lo que es hoy. Mis padres me dieron las bases de esa infancia musical e intelectual donde incorporé no solo las cuestiones del teatro, los debates en los camarines, las cantinas, los cafés y mi casa, sino también la ética del trabajo. Recibí esa información de manera natural, de chica y sin saber que un día iba a necesitarla. No es algo tan romántico como que en el campo y de la nada apareció la música. Esa información estaba allí, aunque cada 30 de mayo, el día que terminaban las clases, y hasta el 1º de septiembre que volvía a retomar el colegio, me mandaban a ayudar a mi abuela y me convertía en una salvaje a la que después de varios meses había que cortarle el pelo y limpiarle los dientes antes de regresarla a la ciudad. Vivía con los animales, en el río y en el campo, trabajaba la huerta y la granja, cuidaba las vacas, los terneros, las ovejas y las gallinas. Veía nacer al cerdito que después nos comíamos en Navidad. Y aprendí que ese es el círculo natural de la vida y que ese trabajo me da el balance que necesito, aprendiendo a separar lo bueno de lo malo, a conservar el centro de la vida y el estado moral de las cosas. Adoro mi trabajo de cantante, pero son solo un par de horas al día. El resto del tiempo soy una persona como las demás.

–¿Cuál es el centro de tu vida y dónde transcurre la mayor parte de tu tiempo?

–La familia y la vida diaria. Y mi forma de salvarme es pensar que vivo dos vidas diferentes: una de La Garanča y otra de Elina. A veces se molestan entre sí, pero es lo que hay. Y el tiempo se reparte entre Viena, Letonia y España (Málaga). Tengo esas tres bases. En el invierno trato de escaparme a España por el sol, pero como el verano es muy caluroso, lo prefiero en Letonia. En ninguno de estos tres países donde tengo mis casas llego a estar más de sesenta días corridos. Mis hijas van a un colegio privado inglés donde las puedo sacar para ciertos viajes, entonces me acompañan a Francia, Japón China, Los Ángeles o Nueva York, y por supuesto tenemos personal que nos ayuda para que ellas tengan estabilidad porque son adolescentes y tengo una gran simpatía por ese período. Por eso he decidido trabajar un poco menos, para estar presente para hablar, discutir, explicar, responder preguntas, para tomarlas de la mano, para darles un abrazo. Y como han nacido bastante tarde para mí, hoy, con 27 años de una carrera vertiginosa, puedo reducir el ritmo y retomar esa intensidad dentro de cinco años, cuando estén estudiando en otra parte. No tengo miedo a perder mi lugar porque hice bien las cosas y nada me falta a esta altura.

–Son evidentes tus fortalezas, ¿qué reconoces como debilidad?

–Lo mismo. Porque mis debilidades son mis fortalezas. Al menos dos de ellas. Primero, que no tengo paciencia. Cuando una persona habla demasiado y en cinco minutos no es capaz de decir lo que quiere, me vuelve loca. Pero esa inquietud o defecto lo uso como virtud ya que siempre voy dos pasos adelante. Cuando los otros empiezan a mezclar los huevos, yo ya hice la tortilla. La segunda debilidad, que no tengo memoria. Es una pena olvidar ciertas cosas, pero es una ventaja vivirlo todo como la primera vez.

Al sacrificio de la vida nórdica en tiempos soviéticos le sucedieron los años de formación y de esfuerzos que no en vano le dieron la fortaleza que la distingue

–¿Cómo es eso de que La Garanča se molesta con Elina y viceversa?

–La Garanča me lleva fuera de casa y exige presentarse y mostrarse de una manera de la que a veces no tengo ganas porque el público espera un milagro cada vez que subo a escena. A Elina le gusta quedarse en casa o salir a disfrutar con amigos, pero La Garanča tiene que estudiar y ser disciplinada, cuidar la voz y no hablar durante días cuando va a dar un concierto, y mientras los demás disfrutan de sus vacaciones, ella toma sol con una partitura en la mano memorizando su papel. Y muchas veces Elina no tiene ganas de viajar, tiene una niña enferma, ha discutido con el esposo o se le ha muerto la madre.

–¿Y en qué punto se encuentra la felicidad de ambas?

–En lo que el público me devuelve. No tanto el aplauso o la ovación final en reconocimiento por el trabajo bien hecho, que por supuesto me fascina. Me refiero a ese tipo de experiencia individual cuando alguien me dice que con una canción he logrado cambiarle el ánimo o acompañarlo en un momento especial. Esas emociones me conmueven porque al fin de cuentas lo que quiero con mi voz es acercarme al alma de las personas y llevarles felicidad. Hay un instante en el escenario donde la conexión con el público produce esa sensación. Cuando estoy cantando y de pronto hay una fermata, un silencio, una respiración. Ese silencio donde nos encontramos todos, donde nadie busca un teléfono, nadie tose ni abre un caramelo. Ese es el momento mágico donde me siento feliz. Y no importa si en el público son 100 o 5000 personas, ese instante perfecto en que el tiempo se detiene, me compensa toda la vida.

AGENDA

  • Conciertos del Ciclo Aura
  • Elina Garanča (mezzosoprano)
  • Malcolm Martineau (piano)
  • Obras de Brahms, Cilea, Gounod, Mascagni, Duparc, Saint-Saёns y otros
  • Sábado 18 a las 20 Gala con cena en el Salón Dorado
  • Lunes 20 a las 20 Concierto en la sala principal
  • Teatro Colón

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